Elogio de la dificultad
Extractos literarios
Estanislao Zuleta
EL ESPECTADOR, .com 24 Sep 2019 -
7:00 PM
La pobreza y la impotencia de la
imaginación nunca se manifiestan de una manera tan clara como cuando se trata
de imaginarla felicidad. Entonces comenzamos a inventar paraísos, islas
afortunadas, países de Cucana.
Estanislao
Zuleta y su esposa, Yolanda González, en una imagen del archivo de José
Zuleta. Cortesía
Una vida sin riesgos, sin lucha,
sin búsqueda de superación y sin muerte. Y por lo tanto también sin carencias y
sin deseo: un océano de mermelada sagrada, una eternidad de aburrición. Metas
afortunadamente inalcanzables, paraísos afortunadamente inexistentes.
Todas estas fantasías serian
inocentes e inocuas, si no fuera porque constituyen el modelo de nuestros
propósitos y de nuestros anhelos en la vida práctica.
Aquí mismo, en los proyectos de
la existencia cotidiana, más acá del reino de las mentiras eternas,
introducimos también el ideal tonto de la seguridad garantizada, de las
reconciliaciones totales, de las soluciones definitivas. Puede decirse que
nuestro problema no consiste ni principalmente en que no seamos capaces de
conquistar lo que nos proponemos, sino en aquello que nos proponemos; que
nuestra desgracia no está tanto en la frustración de nuestros deseos, como en
la forma misma de desear.
Deseamos mal. En lugar de desear
una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra
capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y
sin peligros, un nido de amor y por lo tanto, en última instancia un retorno al
huevo. En vez de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario
trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un
mundo de satisfacción, una monstruosa sala cuna de
abundancia pasivamente recibida. En lugar de desear una filosofía llena de
incógnitas y preguntas abiertas, queremos poseer una doctrina global, capaz de
dar cuenta de todo, revelada por espíritus que nunca han existido o por
caudillos que desgraciadamente si han existido.
El otro, el enemigo
Adán y sobre todo Eva, tienen el
mérito original de habernos liberado del paraíso, nuestro pecado es que anhelamos
regresar a él.
Desconfiemos de las mañanas
radiantes en las que se inicia un reino milenario. Son muy conocidos en la
historia, desde la antigüedad hasta hoy, los horrores a los que pueden y suelen
entregarse los partidos provistos de una verdad y de una meta absolutas, las
iglesias cuyos miembros han sido alcanzados por la gracia -por la desgracia -
de alguna revelación. El estudio de la vida social y de la vida personal nos
ensena cuan próximos se encuentran una de otro la idealización y el terror. La idealización
del fin, de la meta y el terror de los medios que procuraran su conquista.
Quienes de esta manera tratan de
someter la realidad al ideal, entran inevitablemente en una concepción
paranoide de la verdad; en un sistema de pensamiento tal, que los que se
atrevieran a objetar algo quedan inmediatamente sometidos a la interpretación
totalitaria: sus argumentos no son argumentos, sino solamente síntomas de una
naturaleza dañada o bien máscaras de malignos propósitos.
En lugar de discutir un razonamiento
se le reduce a un juicio de pertenencia al otro – y el otro es, en este
sistema, sinónimo de enemigo-, o se procede a un juicio de intenciones. Y este
sistema se desarrolla peligrosamente hasta el punto en que ya no solamente
rechaza toda oposición, sino también toda diferencia: el que no está conmigo
esta contra mí, y el que no está completamente conmigo, no está conmigo. Así
como hay, según Kant, un verdadero abismo de la Razón que consiste en la
petición de un fundamento ultimo e incondicionado de todas las cosas, así
también hay un verdadero abismo de la Acción, que consiste en la exigencia de
una entrega total a la causa absoluta y concibe toda duda y toda crítica como
traición o como agresión.
Ahora sabemos por una amarga
experiencia, que este abismo de la acción, con sus guerras santas y sus orgias
de fraternidad no es una característica exclusiva de ciertas épocas del pasado
o de civilizaciones atrasadas en el desarrollo científico y técnico; que puede
funcionar muy bien y desplegar todos sus efectos sin abolir una gran capacidad
de inventiva y una eficacia macabra. Sabemos que ningún origen filosóficamente
elevado o supuestamente divino inmuniza una doctrina contra el riesgo de caer
en la interpretación propia de la lógica paranoide que afirma un discurso
particular - todos lo son - como la designación misma de la realidad y los
otros como ceguera o mentira.
El atractivo terrible que poseen
las formaciones colectivas que se embriagan con la promesa de una comunidad
humana no problemática, basada en una palabra infalible, consiste en que
suprimen la indecisión y la duda, la necesidad de pensar por sí mismo, otorgan
a sus miembros una identidad exaltada por participación, separan un interior
bueno - el grupo - y un exterior amenazador.
Ausencia de respeto
Así como se ahorra sin duda la
angustia, se distribuye mágicamente la ambivalencia en un amor por lo propio y
un odio por lo extraño y se produce la más grande simplificación de la vida, la
más espantosa facilidad. Y cuando digo facilidad, no ignoro ni olvido que
precisamente este tipo de formaciones colectivas se caracterizan por una
inaudita capacidad de entrega y sacrificios; que sus miembros aceptan y desean
el heroísmo, cuando no aspiran a la palma del martirio.
Facilidad, sin embargo, porque lo
que el hombre teme por encima de todo no es la muerte y el sufrimiento, en los
que tantas veces se refugia, sino la angustia que genera la necesidad de
ponerse en cuestión, de combinar el entusiasmo y la crítica, el amor y el
respeto.
Un síntoma inequívoco de la
dominación de las ideologías proféticas y de los grupos que las generan o que
someten a su lógica doctrinas que les fueron extrañas en su origen, es el
descredito en que cae el concepto de respeto. No se quiere saber nada del
respeto, ni de la reciprocidad, ni de la vigencia de normas universales. Estos
valores aparecen más bien como males menores propios de un resignado
escepticismo, como signos de que se ha abdicado a las más caras esperanzas.
Porque el respeto y las normas solo adquieren vigencia allí donde el amor, el
entusiasmo, la entrega total a la gran misión, ya no pueden aspirar a
determinar las relaciones humanas. Y como el respeto es siempre el respeto a la
diferencia, solo puede afirmarse allí donde ya no se cree que la diferencia
pueda disolverse en una comunidad exaltada, transparente y espontánea, o en una
fusión amorosa.
No se puede respetar el pensamiento
del otro, tomarlo seriamente en consideración, someterlo a sus consecuencias,
ejercer sobre él una crítica, valida también en principio para el pensamiento
propio, cuando se habla desde la verdad misma, cuando creemos que la verdad
habla por nuestra boca; porque entonces el pensamiento del otro solo puede ser
error o mala fe; y el hecho mismo de su diferencia con nuestra verdad es prueba
contundente de su falsedad, sin que se requiera ninguna otra.
Nuestro saber es el mapa de la
realidad y toda línea que se separe del solo puede ser imaginaria o algo peor:
voluntariamente torcida por inconfesables intereses.
Desde la concepción apocalíptica
de la historia, las normas y las leyes de cualquier tipo son vistas como algo
demasiado abstracto y mezquino frente a la gran tarea de realizar el ideal y de
encarnar la Promesa; y por lo tanto, solo se reclaman y se valoran cuando ya no
se cree en la misión incondicionada.
Pero lo que ocurre cuando
sobreviene la gran des idealización, no es generalmente que se aprenda a
valorar positivamente lo que tan alegremente se había desechado o estimado solo
negativamente; lo que se produce entonces, casi siempre, es una verdadera ola
de pesimismo, escepticismo y realismo cínico. Se olvida entonces que la crítica
a una sociedad injusta, basada en la explotación y en la dominación de clase,
era fundamentalmente correcta y que el combate por una organización social
racional e igualitaria sigue siendo necesaria y urgente. A la desidealizacion
sucede el arribismo individualista, que además piensa que ha superado toda
moral por el solo hecho de que ha abandonado toda esperanza de una vida
cualitativamente superior.
Esencialismo y Circunstacialismo
Lo más difícil, lo más
importante, lo más necesario, lo que de todos modos hay que intentar, es
conservar la voluntad de luchar por una sociedad diferente sin caer en la
interpretación paranoide de la lucha. Lo difícil, pero también lo esencial es
valorar positivamente el respeto y la diferencia, no como un mal menor y un
hecho inevitable, sino como lo que enriquece la vida e impulsa la creación y el
pensamiento, como aquello sin lo cual una imaginaria comunidad de los justos
cantaría el eterno hosanna del aburrimiento satisfecho.
Hay que poner un gran signo de
interrogación sobre el valor de lo fácil; no solamente sobre sus consecuencias,
sino sobre la cosa misma, sobre la predilección por todo aquello que no exige
de nosotros ninguna superación, ni nos pone en cuestión, ni nos obliga a
desplegar nuestras posibilidades.
Hay que observar con cuanta
desgraciada frecuencia nos otorgamos a nosotros mismos, en la vida personal y
colectiva, la triste facilidad de ejercer lo que llamare una no reciprocidad
lógica; es decir el empleo de un método explicativo completamente diferente
cuando se trata de dar cuenta de los problemas, los fracasos y los errores
propios y los del otro cuando es adversario o cuando disputamos con él.
En el caso del otro aplicamos el
esencialismo: lo que ha hecho, lo que le ha pasado es una manifestación de su
ser más profundo; en nuestro caso aplicamos el circunstancial ismo, de manera
que aun los mismos fenómenos se explican por las circunstancias adversas, por
alguna desgraciada coyuntura. Él es así; yo me vi obligado. El cosecho lo que
había sembrado; yo no pude evitar este resultado. El Discurso del otro no es
más que un síntoma de sus particularidades, de su raza, de su sexo, de su
neurosis, de sus intereses egoístas; el mío es una simple constatación de los
hechos y una deducción lógica de sus consecuencias. Preferiríamos que nuestra
causa se juzgue por los propósitos y la adversaria por los resultados.
Y cuando de este modo nos
empeñamos en ejercer esa no reciprocidad lógica que es siempre una doble
falsificación, no solo irrespetamos al otro, sino también a nosotros mismos,
puesto que nos negamos a pensar efectivamente el proceso que estamos viviendo.
La difícil tarea de aplicar un
mismo método explicativo y crítico a nuestra posición y a la opuesta no
significa desde luego que consideremos equivalentes las doctrinas, las metas y
los intereses de las personas, los partidos, las clases y las naciones en
conflicto. Significa por el contrario que tenemos suficiente confianza en la
superioridad de la causa que defendemos, como para estar seguros de que no
necesita, ni le conviene esa doble falsificación con la cual, en verdad, podría
defenderse cualquier cosa.
La voz de Fausto
En el carnaval de miseria y
derroche propio del capitalismo tardío se oyen, a la vez lejanas y urgentes,
las voces de Goethe y Marx que nos convocaron a un trabajo creador, difícil,
capaz de situar al individuo concreto a la altura de las conquistas de la
humanidad.
Dostoievski, nos enseno a mirar
hasta donde van las tentaciones de tener una fácil relación interhumana: van no
solo en el sentido de buscar el poder, ya que si no se puede lograr una amistad
respetuosa en una empresa común se produce lo que Baro llama intereses
compensatorios: la búsqueda de amos, el deseo de ser vasallos, el anhelo de
encontrar a alguien que nos libere de una vez por todas del cuidado de que
nuestra vida tenga un sentido. Dostoievski entendió, hace más de un siglo, que
la dificultad de nuestra liberación procede de nuestro amor a las cadenas.
Amamos las cadenas, los amos, las seguridades porque nos evitan la angustia de
la razón.
Pero en medio del pesimismo de
nuestra época se sigue desarrollando el pensamiento histórico, el
psicoanálisis, la antropología, el marxismo, el arte y la literatura. En medio
del pesimismo de nuestra época surge la lucha de los proletarios que ya saben
que un trabajo insensato no se paga con nada, ni con automóviles ni con
televisores; surge la rebelión magnifica de las mujeres que no aceptan una
situación de inferioridad a cambio de halagos y protecciones; surge la
insurrección desesperada de los jóvenes que no pueden aceptar el destino que se
les ha fabricado.
Este enfoque nuevo nos permite
decir como Fausto:
"También esta noche, Tierra,
permaneciste firme.
Y ahora renaces de nuevo a mí
alrededor.
Y alientas otra vez en mi la
aspiración de luchar sin descanso por una altísima existencia".
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Un elogio
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