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En su 2a. etapa, provisional,
publican y difunden
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VAYA, MIRE Y ME CUENTA
Por Alfredo Molano
Texto
presentado y leído en la ceremonia de entrega del
Doctorado Honoris Causa,
por
la Universidad Nacional de Colombia.
Bogotá,
septiembre 25, 2014
por la información sobre la fuente de este
documento.
Para Alfredo Molano y para él,
nuestros reconocimientos y admiración por el
Doctorado*.
Septiembre 25, 2014
Señor Rector de la UN
Miembros del Consejo Académico,
Profesoras y profesoras
Señoras y señores
Compañeros de Sociología.
500 palabras un minuto
La distinción académica que recibimos
de la Universidad Nacional nos llena de una sincera y profunda alegría. Aquí
nos formamos, aquí se caldearon nuestros sueños, aquí aprendimos a encarar el
futuro. Estamos agradecidos con la universidad por lo que nos dio y por lo que
hoy nos otorga. Volver a estar aquí es revivir aquellos días en los que el hoy
estaba tan lejos.
Permítanme hablar ahora en primera
persona porque es en ella en la que yo he contado lo que me cuentan.
No es, claro está, de mi vida de lo
que quiero hablar, es la historia personal de una mirada.
No puedo evitar –aunque lo intente–
recordar mi primer día de universidad, quizás un 8 de febrero. Lo viví como
entrando al panteón de los héroes porque había ganado una gran batalla:
estudiar sociología en lugar de cursar derecho, la profesión de mis tíos y de
mis abuelos, y porque había aprobado los exámenes de admisión sobre bases
académicas muy endebles habiendo hecho, como hice, mi bachillerato entre mesas
de billar y salas de cine. Había, además, pasado la entrevista con Orlando Fals
Borda, Camilo Torres Restrepo y Eduardo Umaña Luna, tres de las personas que
más han influido en mi vida y en mi generación. Orlando nos abrió la puerta al
país real; Camilo, al país posible, y Umaña Luna, al mundo de la ética.
Materias todas que seguiríamos cursando en la facultad con otros profesores y
bajo distintas cátedras: Tomás Dukay, republicano exiliado; Chucho Arango,
torrente de historia; Juan Friede, estricto, exacto, crítico; Virginia
Gutiérrez, Ernesto Guhl, Enrique Valencia, sólo para nombrar aquellos que recupera
esta memoria que ya comienza a hacer aguas. Lo que en las aulas oíamos, en los
prados digeríamos y en la 26 o en la 45, a piedra, defendimos. Teníamos que
entregar intacto el legado de las luchas estudiantiles del 28 contra la
Hegemonía conservadora; las del 54 contra la dictadura de Rojas Pinilla, y
afirmar la nuestra contra el Frente Nacional, contra la agresión norteamericana
a Cuba, contra el asalto a Marquetalia. Para ninguno fue fácil dejar la
universidad. Se sale del campus, pero no muy lejos; la vida real da miedo. Me
desprendí de la Nacional a duras penas.
Héctor Abad Gómez, el mártir, nos
llevó a varios de los nuevos sociólogos a trabajar en la reforma agraria. Me
mandó sin preámbulo al alto Sinú: “Vaya, mire y me cuenta”, me dijo. Córdoba
andaba revuelta: los campesinos pedían las tierras que los terratenientes les
quitaban desecando las ciénagas, corriendo cercas, quemando escrituras. El
Incora se entretenía construyendo un distrito de riego que con el tiempo
terminaría fertilizando las tierras de los grandes hacendados. En la cabecera
del río Sinú, que es también la del San Jorge, había colonos arrinconados por
el Ejército. Se trataba de poner en práctica el operativo norteamericano en
Vietnam de las Aldeas estratégicas. O mejor dicho, de sacar a los colonos de
sus tierras para concentrarlos en sitios determinados y poder bombardear las
nacientes guerrillas. Yo regresé a Bogotá con el credo en la boca: el gerente
habló con el presidente; el presidente, con el general, y la operación se
suspendió. Fue en Juan José, un pueblo donde después entregaría armas el EPL,
donde yo oí por boca de un campesino hablar por primera vez de los “años del
tropel”, años de sangre.
No me era extraña la violencia, a
pesar de haber nacido en un área rural donde no la hubo. Sin embargo, el 9 de
abril Bogotá ardía y desde mi casa veíamos el resplandor de las llamas que
consumían la ciudad. Tres días después la Policía se llevó a unos forasteros
que, se dijo, habían dejado salir de La Picota, y el general Amadeo Rodríguez,
jefe civil y militar de La Calera, los fusiló, sin juicio, en el alto de las
Tres cruces. Según él, “eran nueveabrileños”. Mi casa quedaba en un páramo
apacible desde donde se oía pitar el tren de la sabana a las 5 de la tarde,
hora en que los trabajadores alzaban la mano de obra y llegaban a mi casa a
comer: entonces hablaban, contaban su día, su historia, se reían, se burlaban
unos de otros y a veces hasta tocaban tiple. Yo los oía embelesado, eran mis
héroes.
En algún veraneo en Chicoral, en la
plaza del pueblo vi descargar dos cadáveres que traían a caballo; les vi los
ojos horrorizados y secos. El alcalde dijo que eran bandoleros. En Tocaima, en
otro veraneo, vi las calles de la plaza llenas de mujeres y de niños durmiendo
en las aceras. Oí decir que eran gente que no quería trabajar.
Cuando leí La Violencia en Colombia, el libro de monseñor Guzmán,
Fals y Umaña, supe que se trataba de esas historias que quedaron grabadas en mi
alma. La facultad de Sociología era un hervidero de ideas. Los periódicos hablaban
mal de ella y nosotros, de ellos. Buscábamos la verdad en algún barrio del sur
de Bogotá y en alguna vereda de Boyacá donde hacíamos prácticas de campo para
contrastar las tesis de la sociología académica, un poco densa, a decir verdad.
Una distancia que fue aumentando al ritmo en que me reencontré con la mirada
campesina, ese agujero por donde sigo mirando el país.
Al regresar de estudiar en París
–donde aprendí poco y divagué mucho–, quise hacer mi tesis de grado sobre la
renta de la tierra, un tema de moda entre los intelectuales. Opté por hacer el
trabajo de campo en Granada, un pueblo lejano en el río Ariari que yo había
conocido de niño con el nombre de Boca de Monte y donde me habían mostrado de
lejos al temible “Tuerto” Giraldo, un guerrillero liberal. El Ariari era una
tierra arrancada a la selva por colonos de Tolima y de Cundinamarca. Busqué
ansioso información para mi tesis. La gente me respondía con una mezcla de
generosidad y desconfianza, hasta que, viendo mi torpeza, la primera le ganó la
partida a la segunda y entonces me contaban su vida: Unos habían llegado de la
guerra remontando la Cordillera Oriental con sus hijos y sus corotos a cuestas,
otros habían llegado en bus con el “solo encapullado”. Todos huyendo, todos
buscando tierras nuevas. Sus historias apasionadas, enriquecidas con sueños,
adoloridas por la persecución, me hicieron olvidar la tesis y las caras
doctorales de mis calificadores franceses. Fue en Bogotá donde, a cambio de una
historia, cedí a la tentación de tener un cartón. No me cupo duda, era
demasiado lo que me habían contado los colonos, era muy grande mi compromiso.
Opté a conciencia por contar lo que me habían contado, diría mejor, lo que me
habían confiado. Lo escribí en primera persona como si ellos, los colonos, lo
hubieran escrito. Tal subjetividad –dictaminó la doctrina– reñía con la
naturaleza objetiva y aséptica de la ciencia. No se podía distinguir entre la
verdad y la fantasía. Para mí, la cuestión no era de método sino de ética. Se
produjo entonces un rompimiento a ciencia y conciencia, una “ruptura
epistemológica” con lo que parecía más un juez que un maestro.
Y sobre este rompimiento eché a
andar.
Los colonos de El Pato, que se habían
tomado Neiva después de un bombardeo infame, me enseñaron a oír sus reclamos
históricos; en el Valle del Cauca, en Caldas, en Tolima, las víctimas de los
pájaros en Ceylán y de los chulavitas en Sevilla, y los huérfanos de los
crucificados en Rovira, me hicieron arte y parte de su tragedia. Seguí las
huellas de los levantamientos de Guadalupe Salcedo y del Tuerto Giraldo en el
Llano; de Isauro Yosa y de Charro Negro en Tolima. Pero, sobre todo, recogí el
eco del dolor de hombres y mujeres que una mina de oro en el Naquén, en un
manglar del Pacífico, en un río de Chocó rebuscaban lo que la selva les diera,
lo que las aguas les llevaran, ante la indiferencia suprema del Estado. Así, de
costa a costa, de río en río, de camino en camino, hice lo que un negro viejo
en el Charco, Nariño, me dijo: “Para conocer, señor, hay que andar”. Un consejo
que ha sido el itinerario de mi vida.
Oír las voces de las gentes no fue
suficiente. Para no usurparlas, había que escribirlas en el mismo tono y el
mismo lenguaje en que habían sido escuchadas. No fue fácil desembarazarme del
idioma conceptual que me impedía ver y hablar. Un afortunado día escribir se me
volvió obligatorio, incluso apasionante. Pero todavía faltaba saber si sería
útil. Poco a poco esta condición abrió camino al constatar que la gente llana
entendía lo que yo escribía con su voz. Los colonos, los aventureros, los
guerrilleros, los despojados y hasta los desaparecidos adquirían así vida
textual. Entendí que los relatos podían servirles de espejo para que se
reconocieran y recabaran en la fuerza que, sin saberlo, cargaban. Comprendí que
la aceptación de los textos –mi aspiración más secreta– me satisfacía no porque
me justificaran, sino porque por ahí el conocimiento encontraba objeto, cumplía
su razón de ser. Oír a la gente reírse de sí misma, discutir sus propios
testimonios, volver a sufrir sus dolores, interrogarse, aceptarse, era el
sentido vital que yo podía reclamarle al conocimiento. Ya no era la curiosidad
de oírlos y de gozar su lenguaje y sus maneras particulares de entender el
mundo, ahora era la gratísima sensación de que lo que uno había hecho era
acogido. El conocimiento es una especie de hijo pródigo que sólo encuentra
suspiro cuando regresa a su fuente. Escuchar –perdónenme el tono– es ante todo
una actitud humilde que permite poner al otro por delante de mí, o mejor,
reconocer que estoy frente al otro. Escuchar es limpiar lo que me distancia del
vecino o del afuerano, que es lo mismo que me distancia de mí. El camino, pues,
da la vuelta.
Escuchar es casi escribir. Pero
pregunto: ¿Cómo puede uno guardar lo que ha encontrado cuando ese hallazgo es
un instante de plenitud? La verdadera relación con otro ser humano es jubilosa
porque ha logrado romper la trinchera del miedo. Pienso que guardar esa emoción
podría ser dañino. No es sólo una responsabilidad, sino también un asunto de
vida o muerte. ¿Cómo seguir viviendo aislado cuando uno conoce al vecino y
sabe, además, que vive tan solo como uno? Más aún: ¿Cómo no comunicarle que uno
existe? ¿Cómo no mandarle un papelito diciéndole: “aquí estoy”? Eso es
escribir. Se tiene miedo de escribir porque se tiene miedo de escuchar, porque
se tiene miedo de vivir. Quizá por eso son más seguros los conceptos y los
prejuicios.
Escuchar y escribir son actos gemelos
que conducen a la creación. El conocimiento no es el resultado de la aplicación
de unas reglas científicas sino un acto de inspiración cuyo origen me es vedado
pero cuya responsabilidad me es exigida. Uno no escoge los temas, dice Sábato,
los temas lo escogen a uno. La creación esconde la utopía, la aspiración a un
mundo nuevo y distinto que puede ser tanto más real cuanto más simple. Las
cosas suelen no estar más allá sino más acá.
Permítanme terminar diciendo que la
creación es el movimiento de la vida. Por eso todo esfuerzo encaminado a
conocer debe aspirar a crear, no a descubrir. Crear es, al fin y al cabo, un
acto ético. Por eso, entre otras cosas, me honra recibir este doctorado Honoris
Causa en compañía de ustedes y sobre todo, del poeta Juan Manuel Roca, quien
sin saber para quien escribe, sabe que lo hace en la madrugada:
“Desde
una nación donde alguien proscribe el sueño,
donde
gotea el tiempo como lluvia envilecida
y
la risa es condenada por traición a los espejos”.
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*** 25 de septiembre, 2014, Bogotá, 5:00 y 8:00 PM
Maestros Alfredo Molano y Juan Manuel Roca, Doctores Honoris Causa de la Universidad Nacional de Colombia ( 1 ).
La ceremonia de entrega de los doctorados se realizará el jueves 25 de septiembre a las 5 P.M.
en el Auditorio León de Greiff.
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SE INVITA A UNA CENA
Omar Ortiz
Este jueves 25 de septiembre el auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional fue el escenario en que dos de nuestros escritores más queridos recibieron del rector de dicho centro de estudio un Doctorado Honoris Causa con el que el Alma Mater de los colombianos reconoció, en uno, sus aportes a la sociología a través de sus libros testimoniales, sus crónicas periodísticas, su permanente deambular por un país que todos los que lo usufructúan se niegan a conocer y en el otro, su lectura y recreación desde la geografía de las palabras de una realidad agobiante y muchas veces siniestra. Ellos son, Alfredo Molano y Juan Manuel Roca.
Si bien, me alegra que Roca siga recibiendo merecidos homenajes a su, de por sí, importante obra como hombre de letras, recordemos que la Universidad del Valle ya lo hizo doctor por sus meritos literarios en 1997, es la distinción que otorga la Nacho a Molano la que considero remedia el gran olvido que hasta ahora dicha universidad cometía con el riguroso trabajo de este investigador social que agrega a su disciplina sociológica un manejo cuidadoso y sugestivo del lenguaje que permite hacer del resultado de sus pesquisas no un arrume de letra muerta propia de aburridos académicos de todos los pelambres, sino un trabajo de cronista que informa, desde sus experiencias de campo, de las diversas maneras con las que se ejerce la exclusión, la arbitrariedad y todas las formas de violencia sobre la mayoría de la población colombiana. Es bueno anotar que Molano es egresado de la Nacional donde se recibió como licenciado en sociología en 1971.
Alfredo Molano, desde “Los años del tropel” (1985) que da cuenta de la violencia política de los cincuenta, sobre todo en el Valle del Cauca, hasta su más reciente trabajo publicado “Dignidad campesina entre la realidad y la esperanza” (2013), donde reafirma la necesidad de una reforma agraria integral y un proyecto viable de seguridad alimentaria, ha venido documentando una historia nacional de la infamia que al momento de pensar a Colombia debes ser recogida por quienes miran estos trabajos como mera literatura solo por no estar repletos de citas librescas y sí llenos de la amarga experiencia de vida de miles de anónimos compatriotas.
Una vez cumplida la ceremonia Carlos González en “Casa de Citas” ofreció una cena a la que León Gil parodiando un bello poema de Juan Manuel invitó así: “Los doctores Juan Manuel Roca y Alfredo Molano, invitan a una cena”. Desde la amistad los acompañamos y bridamos por ellos.
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UN PAÍS
SECRETO
Guillermo
Martínez González
Bogotá,
D.C. 25 de septiembre de 2014
Texto presentado y leído por el autor
en el “Cena de homenaje” en Restaurante Casa de Citas.
Decir algo, hablar de manera esencial sobre los dos
personajes, los dos maestros, Alfredo Molano y Juan Manuel Roca, que nos
acompañan en esta noche en la que celebramos el Doctorado Honoris Causa que acaba de concederles la Universidad
Nacional, nos lleva necesariamente a
pensar sobre este país o, mejor, en el
país que revelan. Un país secreto, del otro lado, marginal y periférico. Una
nación compleja, conflictiva, cruzada de norte a sur por las guerras y la
violencia. Un país diverso, plural, constituido
por varias voces, varias culturas, diversas regiones alumbradas por el
mestizaje. Un país que sobrevive en medio de la precariedad de una
institucionalidad sustentada en la exclusión, en una clase dirigente ciega y
egoísta, incapaz de diseñar una sociedad democrática, menos formal y más real.
Un país escindido, que vive en mundos separados y con códigos propios, ante un
Estado inoperante y arbitrario, que ante el fracaso cohesionador de algunos de
sus símbolos y valores, que casi siempre
colapsan en el vacío, el despojo y la farsa, opta por la injusticia y la
demagogia.
Al respecto, no es casual que varios de los textos de
Molano y Roca, arranquen del fenómeno de la violencia, de la violencia que
tiene su momento más detonante y devastador con el asesinato del líder popular
Jorge Eliecer Gaitán, en abril de 1948. Más de trescientos mil muertos, bandas
organizadas de grupos armados que hostigaron y desalojaron a miles de
campesinos obligados a emigrar a las ciudades o a constituirse en grupos para
defenderse monte adentro; el exterminio de los campos y las poblaciones, la
ineficacia de los estamentos para
resolver el conflicto civil, marcan un momento de crisis profunda de la
institucionalidad, de los valores tradicionales del pueblo colombiano. Ponen en
vilo a una organización social absurdamente jerarquizada por los privilegios de
una minoría, señalan los desequilibrios de un régimen autocrático, evidencian
los desajustes sociales de un pueblo desprovisto de opciones reales, condenado
al atraso y la barbarie.
Las historias de los libros de Alfredo Molano son pavorosas, desoladoras. Extraídas desde el fondo
de una realidad contaminada por la guerra,
el narcotráfico, la sobrevivencia y el rebusque. Un mundo, intenso, amenazador y movedizo, donde el que
no vive en estado de alerta se lo lleva el diablo. Un mundo de los límites, en
zonas olvidadas o abandonadas, regadas por la sangre y las balaceras de los
ejércitos de los paramilitares y la guerrilla, en una lucha sin cuartel por el
control territorial y de los cultivos de coca. Una realidad del día a día, en
el que sus habitantes construyen sus vidas, sus sueños, sus peculiares
comportamientos, guiados por los sigilos del acoso y el cansancio, por los peligros del crimen al acecho, donde
el bien y el mal se confunden, los verdugos y las víctimas se entrecruzan, los
conflictos se resuelven a la brava y con valores ajenos a cualquier código civilizado.
Una zona de nadie, que Molano ha reconstruido a partir de minuciosos recorridos
de campo, elaborados relatos captados en los centros ígneos y que merced a una
pericia para fundir la denuncia y lo literario, lo testimonial y la invención, se
definen como unas crónicas espléndidas y sobrecogedoras, que al explorar en las
cotidianidades turbulentas de sus protagonistas, registran desde varios planos,
el drama, el ingenio, los recursos inverosímiles, la dura sabiduría de una
ingente población para sobreaguar en el desastre.
Pocos poetas de las últimas generaciones, como Juan Manuel Roca, han asumido la
actitud de sondear desde la imagen y lo onírico, un país que se confunde con la
pesadilla y el desahucio, un país provisorio y desgarrado. Su insistencia en la
noche, en las peripecias al borde de paisajes erizados por la violencia y el
miedo, dan cuenta, entre otros sentidos, de un mundo en el abismo, unos
habitantes suspendidos en la cuerda floja de la vida. Con virulencia y
deslumbramiento, con un rumor de aldea que se mezcla con el aire fétido de la
urbe, la poesía de Roca señala la lírica y el escarnio, la celebración y el
epitafio, nos habla del asombro en medio de la guerra, señala los estigmas de
una sociedad llagada por las carencias, el desasosiego de las incertidumbres. Delirio de la poesía y poesía del delirio, cree en la tradición mágica del hecho poético:
él es el asalto del instante, el asombro que nos abre las puertas de lo sagrado,
del ritmo del cosmos y la suspensión del tiempo. Juego soberano, la poesía es
pasión por el riesgo, por la transgresión y lo desconocido.
Ya lo he dicho en otra oportunidad: Roca está convencido
de que el poeta no puede ser pasivo en la sociedad y su empeño fundamental es
el de modificar el mundo, la época de escarnio que nos toca vivir. Pero no
aspira a hacer sociologismos, su poesía habla al corazón y a la inteligencia de
los hombres. Su poesía es convocadora de la sublevación, pero también
resonancia de las experiencias esenciales y los motivos de la lírica de todos
los tiempos.
No es otro el propósito de esta nota de presentación que
sólo rendir un tributo de afecto y admiración, a los amigos aquí laureados. Por
eso, para terminar pido un aplauso para Juan Manuel Roca y Alfredo Molano, por
sus merecidos doctorados.
Guillermo
Martínez González
Bogotá,
D.C. 25 de septiembre de 2014
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¡El eco del dolor!
Así se
de profundo y de impactante.
Por: Aura Lucía Mera
El
Espectador .com 29 SEP 2014 - 10:06 PM. Impreso SEP 30.
Alfredo Molano Bravo nos
comparte su peregrinar por toda la geografía de este país, “recogiendo el eco
del dolor de hombres y mujeres, de costa a costa, de río en río, siguiendo el
consejo de un campesino que me dijo ‘para conocer, señor, hay que andar’, y
este ha sido el itinerario de mi vida”...
El
jueves 24, en el auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional,
recibieron la máxima distinción académica, el doctorado Honoris Causa otorgado
por el Consejo Superior Universitario, el poeta Juan Manuel Roca, el médico
Gustavo Román Campos, la doctora María Mercedes Durán de Villalobos y el
sociólogo Alfredo Molano Bravo.
Por
primera vez en muchos años accedió a cambiar sus bluejeans y sus tenis por el
lino y el cuero. Muestra de respeto profundo por su Alma Máter, donde se forjó
su pensamiento y su destino, quebrando su lema sagrado “donde no puedo entrar
de tenis no voy...”.
Ya en
el podio nos compartió cómo fue su sorpresa al ser admitido en la Nacional
“después de haber estudiado un bachillerato entre mesas de billar y salas de
cine...”. Aceptado por Orlando Fals Borda, Camilo Torres Restrepo y Eduardo
Umaña Luna. Los tres hombres que más influenciaron en su vida. Se cumplía así
su sueño de estudiar sociología y romper la tradición familiar de seguir el
derecho.
“Orlando
nos enseñaba el país real, Camilo el país posible y Umaña Luna el país ético.
Así en las aulas oíamos, en los prados digeríamos y en la 26 y la 45, a piedra,
defendíamos”.
“Mi
gran maestro, Héctor Abad Gómez, me mandó en una ocasión al Alto Sinú y me
dijo: ‘vaya, mire y me cuenta...’”. Y así fue como en San José, un pueblo
perdido en la geografía, escuchó por primera vez hablar de ‘Los años del
Tropel, Los años de Sangre...’”.
Así fue
como Alfredo Molano se dedicó a recorrer Colombia para escuchar y contarnos.
Aprendiendo a mirar “con la mirada campesina, ese agujero por donde sigo
mirando al país”.
“Opté a
conciencia por contar lo que me habían contado, lo que me habían confiado”. Y
de eso se tratan precisamente sus libros. Las historias que le han contado esos
campesinos, mujeres y hombres, quienes le han compartido sus sueños, sus
tragedias, sus esperanzas y sus dolores.
Precisamente
por eso no recibió su doctorado en París. Porque jamás se quiso plegar al
lenguaje académico y frío, aséptico, que exigen las tesis doctorales. Prefirió
caminar, peregrinar con sus jeans, sus tenis y su mochila por toda Colombia,
escuchando. Y así comenzó a escribir.
“Si se
tiene miedo de escribir, es porque se tiene miedo de escuchar, porque se tiene
miedo de vivir”.
Alfredo
Molano ha vivido intensamente cada minuto. Caminando, preguntando. Porque
aprendió a escuchar y nunca tuvo miedo de escribirlo. De contárnoslo. Gracias a
sus libros podemos conocer nuestra historia contemporánea. La verdadera. La de
esos miles y miles de seres humanos a los cuales jamás se les había dado voz.
En sus obras ellos son los que tienen la palabra. Depende de cada uno de
nosotros si queremos escucharlos.
PD. Algunos libros de Alfredo
Molano: Siguiendo el corte, Los años del
tropel, Del llano llano, Del otro lado. Selva adentro, Trochas y fusiles y Ahí les dejo esos fierros.
En su 2a. etapa, provisional,
publican y difunden