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SEGUIMIENTOS Y ACTUALIZACIONES
A ENERO 13 de 2018
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*** BORGES Y LA NOCHE. Por JUAN MANUEL ROCA
http://ntc-documentos.blogspot.com/2011_06_16_archive.html
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Cali, una ciudad muy "macanuda"
Por: José Pardo Llada - Especial para El Pais
A Borges, aunque ya estaba ciego, le gustaba que lo paseara por Cali en la camioneta del médico argentino Rubén Grinberg. En uno de esos viajes Grinberg le dijo que en la misma camioneta acostumbraba a llevar a los locos desde San Isidro hasta su consultorio. Borges río a carcajadas y exclamó: “Cuando llegue a Buenos Aires y les diga a mis amigos que me trasladaron en un carro para locos no van a creerlo”.
En una entrevista que le hice a Borges para el periódico Occidente, le pregunté si había leído María, de Jorge Isaacs. Me contestó: “Sí, pero hace muchos años y no me acuerdo”. Igualmente le indagué sobre Cien Años de Soledad de Gabriel García Márquez, que acababan de editar precisamente en Buenos Aires, y el gran escritor guardó silencio.
En su segunda visita a la ciudad, a diferencia de la primera, una amplia concurrencia escuchó a Borges en el auditorio de la Biblioteca Pública Piloto. Entre una y otra visita habían transcurrido aproximadamente diez años, y de un autor apenas conocido entonces, ahora se hacía difícil creer que su sólo nombre despertara el delirio colectivo. Sus complejas invenciones, su bella e ingeniosa escritura, hasta su perpleja y a ratos burlona sabiduría, parecían estar al fin al alcance de todos.
Corría el año de l978 y Borges, quien llegaba acompañado de María Kodama, una alumna de la cual se había enamorado, como de tantas otras en el pasado, sin desbordar nunca los límites platónicos, era ya casi un anciano, y a la ceguera sumaba ahora dificultades al hablar, pues demoraba en dar con las palabras que necesitaba, dando la impresión de que éstas iban a un ritmo mucho más lento que su pensamiento.
A sus setenta y pico de años, Borges era ya una leyenda que pocos discutían, y aquella mañana privilegiada en lugar de una conferencia prefirió contestar a las preguntas de los asistentes, no siempre atinadas, que en su peculiar tono y sus “ehh” dubitativos al final de cada oración, quitaban toda fuerza afirmativa a lo dicho, lo que era ya una enseñanza.
Pronto, pues, sin mayores esfuerzos, su presencia se impuso, sin eludir la ironía o el giro ingenioso cuando fue necesario. Apoyado en su bastón y con los ojos velados puestos en lo alto, no cambió de posición durante las dos horas en que, sin muestras de cansancio, estuvo en el estrado. No me llamen maestro, díganme Borges, reiteraba una y otra vez.
A una pregunta de si el universo tenía sentido, respondió que lo ignoraba pero lo que él sí sabía era que su vida lo tenía. A otra, que cuando estamos jóvenes nos creemos genios pero que muy pronto, con los años, recobramos la sensatez. Y así.
Al final, como si lo sucedido fuera poco, firmó cientos de autógrafos a decenas de fanáticos aullantes; luego, apoyándose en el brazo del alcalde Jorge Valencia Jaramillo, su anfitrión, fue conducido por el pasillo a la oficina de la dirección. El público abandonó la sala y el lugar quedó a solas.
Cuando a mi vez, esperando reunirme con el grupo de invitados que iría a almorzar con él, me interné por el mismo pasillo, me sorprendió encontrármelo en una esquina del balcón que da al primer piso de la biblioteca, sentado, sólo, en actitud meditativa. Quizás quería un momento de reposo y pidió dejarlo a solas, y así, de repente, se me daba la fortuna de encontrármelo en la situación menos esperada, aquélla en que más era él. Pequeño, frágil, mortal, anhelante de estar consigo mismo, cumplido una vez más el papel de minotauro ciego e intimidante.
No el Borges que recorría los escenarios del mundo convertido en su propia representación, sino alguien que, cansado, aburrido de asistir a la misma escena, se apartaba, así fuera un momento, de la corriente de las cosas, para vivir aquél otro que le aseguraba un poco de soledad.
Dos veces visitó Borges a Medellín, la primera, a mediados de los años sesenta, cuando aún no era Borges y su nombre apenas circulaba entre las minorías ilustradas del continente y, la segunda, en l978, cuando –como él mismo lo expresaba– se había convertido en “una alucinación colectiva”. Entre uno y otro viaje, el nombre de Borges había sufrido un proceso completo: de ser un autor sólo para escritores, como lo afirmaban de manera despectiva aquéllos que no lo entendían, pasó a ser luego el escritor de la burguesía (que la izquierda cerril buscaba estigmatizar a como diera lugar), hasta convertirse, por último, en el más grande autor de la modernidad, reconocido incluso por aquellos que antes lo negaban.
A Medellín, por una rara suerte, le tocó tenerlo como huésped en los dos extremos de la parábola. En un comienzo, cuando sus libros apenas convocaban a unos pocos y, luego, cuando, para escucharlo, había que abrirse campo a los codazos entre esa masa fanática y desesperada, que aquella mañana del 78 copaba el auditorio de la Biblioteca Pública Piloto.
¿Por qué esta suerte o deferencia con un lugar, que no aparece como una coordenada cultural en mapa alguno? Empecemos por la respuesta más sencilla: a Borges, como es sabido, le gustaba viajar, una forma de romper sus rutinas de persona confinada por la ceguera a hábitos de hierro, y Colombia le atraía por sentirse seguramente agradecido con su élite cultural que, como sucedió con la revista Mito y la Universidad de los Andes, había roto lanzas por su obra cuando su reconocimiento internacional era casi ninguno.
Quizás también, porque un autor nuestro, Rafael Gutiérrez Girardot, en el año 1959, adelantándose a todos, publicó un libro sobre él: Borges, un ensayo de interpretación. Además, ¿por qué no?, porque también de acá es J.G Cobo borda, quien fue su amigo y escribe artículos, ensayos y libros casi a diario sobre él y posee una biblioteca especializada de más de 800 volúmenes sobre su obra. Esta gratitud, como si no le bastara, lo llevó luego a atribuirle al personaje del cuento Ulrike el ser profesor de la Universidad de los Andes y a nombrar a Colombia en alguno de sus preciosos poemas, privilegio compartido apenas con unos cuantos lugares de su amorosa cartografía personal.
Y es que en esto del agradecimiento, a diferencia de tantos de sus colegas que a nadie parecen deber nada, Borges era como en muchas otras cosas “un delicado”, como lo llamó Ciorán. La prueba está en las dedicatorias que hizo a amigas y amigos de sus cuentos y poemas, inmortalizándolos de paso, o introduciéndolos en sus hermosos relatos y haciéndolos partícipes de sus conjeturas y perplejidades metafísicas, como sucedió con Alfonso Reyes, Marta Mosquera, Néstor Ibarra, Emir Rodríguez Monegal, Macedonio Fernández, el pintor Xul Solar, Cansino Assens o Bioy Casares.
La otra razón sería la más obvia: porque simplemente lo invitaron, sólo que Borges, que nunca concurría a congresos de escritores y prefería las jornadas en solitario, no aceptaba ir a todas partes. Cuando fue a Cartagena, por ejemplo, tenía un motivo muy claro: allí, en la ciudad amurallada (corrección: Guayaquil), imaginó Encuentro, el relato en el que Bolívar y San Martín deciden su papel en la suerte de América; además, porque andaba acompañado de María Kodama, la bella alumna que todavía no era su esposa, en lo que podría considerarse las vísperas de su himeneo.
Cualquiera haya sido la razón, bueno es recordar que la última vez, al agradecerle la entrega que de las llaves de la ciudad le hacía el alcalde Jorge Valencia Jaramillo, Borges contó con aquella voz suya, quebrada por los años, cómo las llaves lo habían acompañado desde la infancia, pareciéndoles siempre un objeto misterioso. Y cómo, conmovido, se interrumpió de repente y cubriéndose el rostro con una mano, se sentó. Pasaron unos minutos en los que, tocados por aquel momento extraordinario, ninguno de los concurrentes se movió o se atrevió a decir algo. Por encima de que se tratara de un acto oficial o protocolario, asombrado como un niño, Borges inesperadamente le daba un sentido y significación única a aquel acto.
Y ese fue otro regalo que le dio a Medellín.