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Actualización a Enero 3, 2011.
Las futuras tragedias invernales
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Por: Mauricio García Villegas
25 Dic 2010 - 9:53 pm http://www.elespectador.com/impreso/columna-242154-economia-y-poesia
WILLIAM OSPINA Y ALEJANDRO GAviria son dos destacados intelectuales colombianos; poeta el primero y economista el segundo.
Ambos llevan años enfrentados en una pelea muy interesante sobre la realidad nacional. Los dos son escritores críticos, pero tienen al menos dos grandes diferencias: A Ospina le interesa el largo plazo y simpatiza con las causas de los indígenas y de los marginados. A Gaviria, en cambio, le interesa más el presente y no le gusta lo que él llama, la actitud “miserabilista” de los intelectuales de izquierda, los cuales les echan la culpa de todos nuestros males a los ricos y a las clases dirigentes de este país.
La última expresión de esta pelea intelectual tuvo lugar la semana pasada, en estas páginas, a propósito de la tragedia invernal. Ospina sostuvo que el desastre que vive hoy Colombia es el resultado de la destrucción de los conocimientos ancestrales que les permitían a las culturas indígenas vivir en armonía con la naturaleza. Los invasores españoles despreciaron el saber de los pueblos nativos, dice Ospina, y de allí, de la arrogancia de esa cultura invasora, vienen buena parte de nuestros males actuales.
Alejandro Gaviria, por su parte, dice que algunos de nuestros columnistas (Ospina entre ellos) son como los curas de la colonia que explicaban las tragedias por los “extravíos pecaminosos de nuestra sociedad”. Hemos caído en una especie de compulsión moralizante, dice, que ha sustituido las causas externas (la dureza del invierno actual, la sobrepoblación, la tensión entre desarrollo y medio ambiente, los costos y los beneficios) por los sermones y los golpes de pecho.
Me voy a meter en esta pelea y lo hago con dos comentarios breves. En primer lugar, creo que ambos tienen buenos argumentos para criticar a su opositor. Ospina tiene toda la razón en cuestionar las bases de nuestra civilización occidental (algo, por lo demás, típicamente occidental) y su manera de concebir el desarrollo. Tiene también razón en descalificar a los economistas que reducen todo el problema social a una cuenta de costos y beneficios entre actores racionales con intereses en conflicto. Además, hacer un juicio de responsabilidad contra gobernantes que planean mal, que desconocen la historia y que carecen de sentido crítico, no sólo es algo ajeno por completo a la “compulsión moralizante del sacerdote”, sino algo indispensable en nuestro medio.
De otra parte, creo que Gaviria acierta cuando descalifica esa inclinación, muy propia de la izquierda latinoamericana, a ver en los pobres o en los indígenas un dechado de virtudes que nos pueden sacar del atolladero en el que estamos. Los pobres no son más buenos ni más malos que los ricos (no faltaría más que, además de padecer la pobreza, tuvieran que ser buenos). Esa visión romántica de los miserables les hace más mal que bien a las causas progresistas que luchan por su emancipación. Decir que los indígenas eran unos ecologistas consumados es, si no una afirmación exagerada, por lo menos una comparación imposible.
Me parece que los argumentos opuestos de Ospina y de Gaviria no necesariamente se anulan, sino que se suman. Podemos tener una interpretación de la realidad nacional en donde aprendamos de las culturas indígenas sin que ello implique soñar con la recuperación de su pasado ilusorio; en donde las causas de los pobres no tengan que desconocer lo bueno que algunos gobernantes hacen y en donde sea posible que las cuentas de la economía se puedan alterar, al menos eventualmente, por las imágenes de la poesía.
Por: William Ospina
El Espectador, 18 Dic 2010 - 9:50 pm , http://www.elespectador.com/columna-241166-memoria-del-agua
ANTES DE QUE LLEGÁRAMOS AQUÍ EL mundo era del agua.
Ella a veces se acuerda y vuelve a ocupar sus antiguos espacios, pero somos nosotros los que tenemos que comprender las leyes del mundo: porque llegamos más tarde y porque lo invadimos todo con una arrogancia que se parece demasiado a la ignorancia, con unas ínfulas de dueños que sólo se nos pasan cuando los elementos reclaman su lugar e imponen una lógica más verdadera.
Todos sabemos que en tiempos casi inmemoriales, la sabana de Bogotá era una gran laguna. Vino un dios o un profeta y rompió los peñascos con su vara, como el Moisés del Éxodo, y abrió paso a las aguas y convirtió la laguna en una llanura de fertilidad asombrosa. Todos deberíamos saber que, después de aquello, mucho tiempo la laguna de Fúquene ocupó todavía una gran extensión de la sabana, y sólo en el siglo pasado industriosos seres humanos avanzaron secando las tierras inundadas y fundando sembrados y potreros. ¿Por qué extrañarnos demasiado cuando vemos que las aguas inundan otra vez la sabana? Ello evidencia que no es la sabiduría lo que orienta nuestro modo de relacionarnos con la naturaleza.
Hubo pueblos más sabios. Los zenúes, de la región de La Mojana, donde se unen las aguas grandes de Colombia, las aguas del Cauca y del Magdalena, ya hace mil años sabían controlar el régimen de las inundaciones y aprovecharlo para convertir las tierras inundables en zonas de cultivo. Quinientas mil hectáreas de canales son testimonio de una extraordinaria civilización hidráulica que, sin ninguno de los recursos técnicos del mundo moderno, crearon ese prodigio de ingeniería que aún sobrevive, siquiera como vestigio de una cultura ejemplar y cuyo trazado los viajeros contemplan desde las ventanillas, cuando sobrevuelan la región de las ciénagas.
Es todo un arte conocer de verdad el territorio que se habita. Los invasores españoles de quienes descendemos despreciaron el saber de los pueblos nativos, fingieron poseer un conocimiento más avanzado del mundo y creyeron trasplantar la lógica con que habitaban las resecas llanuras de España a una de las tierras más pródigas en agua del planeta entero. A esa infatuación de una cultura se deben muchas de nuestras actuales desgracias. Cuántos muertos le debemos a la ilusión de que los europeos, por tener mejores armas, eran superiores a las refinadas civilizaciones americanas que siempre supieron lo más importante: cómo conservar el mundo y cómo vivir respetuosamente en él.
Temo que mi amigo Alejandro Gaviria, quien hace tiempo ya no me refuta, acaso saldrá a decir que la cultura que sabe conservar el mundo es la nuestra, y que los indígenas se dedicaban a depredar y a destruir el entorno. Pero la verdad es que después de veinte mil años de estar estas tierras habitadas por incontables pueblos indígenas, la exuberancia del mundo americano a la llegada de los europeos era asombrosa.
Esta abundancia bíblica de lluvias, muestra de la riqueza hídrica que tiene nuestra región equinoccial, es algo que vivimos como una maldición, pero que en otras condiciones podría ser nuestro orgullo. Más allá de los debates vacíos, la verdad es que ni siquiera Alejandro, un muchacho estudioso y brillante, ignora que uno de nuestros problemas es la falta de apoyo en el conocimiento que tienen aquí la economía y la política. Los economistas planifican, si lo hacen, como si estuviéramos en Francia o en Estados Unidos; y los políticos gobiernan como si no viviéramos en un territorio sujeto a fuerzas y climas, sino en un mapa de inofensivos colorcitos. Los ingenieros construyen carreteras que nunca pueden terminarse, los arquitectos a menudo construyen edificios que no se pueden habitar. Qué se podrá decir de la gente que tiene que improvisar sus residencias o sus cambuches donde se los permite la pobreza, que es el otro nombre del ostentoso capital, su necesario reverso.
Así crecen aldeas a la orilla de los ríos, así viven las gentes esperando desgracias en las llanuras que fueron por milenios del agua, así destruimos los canales de los zenúes para formar haciendas a espaldas de la riqueza natural, así convertimos en potreros incultos la tierra que podría alimentar a un continente. Baste recordar que ya en las Noticias Historiales de Fray Pedro Simón, escritas a comienzos del siglo XVII, hay una descripción minuciosa de la avalancha del río Lagunilla sobre Armero, ocurrida en idénticos términos 350 años antes de que a Armero se lo llevaran nuestra ignorancia y nuestra desmemoria. Ignorancia y desmemoria que en nosotros es una culpa, pero en los gobiernos es un crimen.
El presidente Santos, que parece querer pasar a la historia, y gobernar para la gente más que para los titulares, haría bien en no dejarse aturdir por las urgencias del día a día y, sin descuidar las imperiosas tareas de la solidaridad con las víctimas de este invierno desastroso, pensar con grandeza a largo plazo, pensar en la enorme necesidad de conocimiento aplicado que tienen estas tierras nuestras para convertir en prosperidad este tesoro de aguas inagotables que deberían ser nuestra bendición y que por culpa de la imprevisión se nos convierten cada año en el juicio final.
Colombia no puede estar condenada a cambiar sin cesar de tema de sus quejas, de la violencia a la intemperie, de la corrupción a la avalancha. Colombia no tiene por qué eternizarse en la mendicidad con cada invierno y con cada verano. Colombia es un tesoro confiado por ahora a manos imprudentes y necias. Las mías. Las nuestras.
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Supersticiosos
Por: Alejandro Gaviria , http://agaviria.blogspot.com/
El Espectador, 18 Dic 2010 - 9:57 pm http://www.elespectador.com/columna-241176-supersticiosos
LA MAYORÍA DE LOS COMENTAristas colombianos parece convencida de que la tragedia del invierno es hechura nuestra, un resultado de nuestros pecados, de nuestra caótica ocupación del territorio, de nuestra falta de planeación.
En opinión de muchos, la sociedad colombiana no es víctima de una naturaleza inclemente o despiadada; todo lo contrario, la naturaleza ha sido victimizada, casi arrasada, por una sociedad depredadora, irresponsable. Esta tragedia, se dice con frecuencia, nos pinta de pies a cabeza, nos refleja fielmente en el espejo incómodo de nuestras propias faltas.
En medio del desconcierto, agobiados por la magnitud del desastre, confundidos por una realidad que, literalmente, nos ha desbordado, hemos revivido, entre otros, el mito del indígena ecologista: si tan solo siguiéramos el ejemplo de nuestros hermanos mayores. Previsiblemente hemos caído también en otro mito recurrente, el de Frankenstein: tarde o temprano la naturaleza cobra venganza de quienes irrespetan sus mecanismos misteriosos. Algunos columnistas se asemejan a los curas de los tiempos de la colonia que, ante un terremoto o una epidemia, proclamaban, convencidos, que el advenimiento de la tragedia sólo tenía una explicación posible: los extravíos pecaminosos de la sociedad. La religión era otra. Pero el sermón sigue siendo el mismo.
En general hemos caído en una especie de compulsión moralizante. El desastre invernal, decimos, no es una tragedia: es un castigo merecido. En nuestras interpretaciones más recurrentes, no hay causas externas: sólo hay culpables, muchos villanos y unos cuantos héroes incomprendidos que predican en vano en medio del diluvio. Así las cosas, el debate necesario sobre las políticas ambientales se plantea, de entrada, en términos de virtudes y pecados, como si se tratara de un asunto religioso. Nadie habla de costos y beneficios, del complejo balance entre desarrollo y medio ambiente. Nos hemos quedado en los sermones, en los golpes de pecho.
Llevamos, por supuesto, muchas décadas, desde los tiempos del cólera o más atrás, deforestando la cuenca del río Magdalena. Nuestras autoridades ambientales son un ejemplo de venalidad y corrupción. Con frecuencia la planeación urbana obedece más a los intereses de los dueños de la tierra que a los de la comunidad. Pero la superchería que asocia, de inmediato, las faltas de la sociedad con las tragedias humanas no tiene sentido. Hemos sufrido los peores aguaceros de los últimos cuarenta años. Vivimos en un país con una geografía difícil, casi imposible. Los asentamientos en las laderas de las montañas y las riberas de los ríos no son nuevos. Ni van a desaparecer. Son parte de este país. Además, ya somos casi cincuenta millones de personas, una realidad que han omitidos casi todos los análisis de los últimos días.
“Nosotros... buscamos cambiar el sistema como única forma de superar la crisis climática y seguir viviendo bajo el cobijo de nuestra Pacha Mama durante las próximas generaciones”, escribió un columnista de este diario ( 1 ) esta semana, citando una proclama indígena o algo parecido. Con las tragedias, con los desastres naturales, aumenta la superstición. Si tan sólo dejáramos el pecado o cambiáramos el sistema, podríamos vivir felices y tranquilos en nuestra Pacha Mama, la nueva tierra prometida.
Llueve en Macondo
Por: Reinaldo Spitaletta
El Espectador, 14 Dic 2010 - 11:17 am http://www.elespectador.com/opinion/columnistasdelimpreso/reinaldo-spitaletta/columna-240326-llueve-macondo
Cada vez son peores los inviernos y más las víctimas. Cada día, en este país sinónimo de desgracia, aumentan los damnificados por las lluvias, los sepultados en avalanchas, los perjudicados por las carreteras mal construidas.
Cada día, en medio de diluvios e inundaciones, son más los muertos, los sin tierra, los despojados, los que se quedaron sin techo. Y sin nada.
“El agua apretaba y dolía como una mortaja en el corazón”, dice un personaje de García Márquez. Nos hemos acostumbrado a esa palabrería oficial que dice que las tragedias invernales en Colombia son cíclicas, incontenibles, no es posible prevenir sus golpes ni atenuar sus efectos. Se habla de tragedias anunciadas, ¿y entonces? ¿dónde estaban los funcionarios respectivos para hacer algo? “Esto es un pequeño Katrina”, dice uno. “No hay manera de prevenir”, afirma otro.
Y las víctimas, entre tanto lodo y derrumbe, son los mismos de siempre. Los de abajo que viven en lomas, en laderas, a orillas de quebradas y ríos. Los despojados que con el invierno quedarán más desamparados. Son los mismos que, empujados por miserias sin cuento, por desplazamientos forzosos, por el afán de sobrevivir en medio de tantas carencias, se hospedan en lugares de alto riesgo.
Se desmoronan las casas de cartón y zinc, de tabla y plástico, de materiales deleznables, y con ellas se van los niños, los viejos, las señoras. Los de siempre en los inviernos. Se salen de madre quebradas y ríos. ¿Y quiénes son los responsables de los cambios climáticos? En la reciente reunión de Cancún, se dijo, entre otras cosas, que “la crisis climática es el fruto de la civilización de la ganancia y de la depredación de la naturaleza. Sus verdaderas y profundas soluciones están en promover la civilización de la vida y no en el mercado”.
El capitalismo, las transnacionales, los que ven en la destrucción de los ecosistemas una manera de acrecentar mercados y ganancias, son los causantes de numerosas tragedias en el mundo. Y Colombia no está aislada de estos depredadores. Y los reunidos en la ciudad mexicana en el Foro de Justicia Climática, concluyeron, tras aterrizados análisis, que hay que cambiar el sistema y no el clima. Se sabe que muchas “desgracias naturales” tienen que ver con la corrupción, con los malos manejos estatales, con el pasarse por la faja las normas de preservación ambiental. Con el irrespeto por la vida.
Ahora, cuando el alud de La Gabriela, en Bello, se convirtió en el símbolo trágico del invierno en Colombia, sería de interés repasar cómo algunas de estas desventuras habían sido anunciadas. ¿Qué se hizo para la prevención? En el caso del barrio bellanita noticieros locales advirtieron de lo que allí podría suceder. Sin embargo, las autoridades pasaron de agache. Ah, sí, se culpabiliza al pobre, al que, sometido por las inequidades sociales, tiene que construir en zonas de alto riesgo.
Un columnista se preguntaba, en torno a los aislamientos y tragedias en las carreteras, “¿quién mandó a construir esas carreteras de porquería? ¿quién las entregó en concesión para que antes y después de cada derrumbe hubiera un peaje?”. De otro lado, viendo el desastre, por ejemplo en el Atlántico, ¿por qué no se hicieron obras preventivas en el canal del Dique? Tal vez se pudiera pensar que los pobres interesan poco. Quizá para seducirlos en elecciones. Qué importa si muchos de ellos perecen en las inundaciones y derrumbes. De tanto repetirse esa historia, ya va perdiendo atractivos. O de pronto sirve, para que el presidente ponga cara de virgen de la Dolorosa. Y algún banquero pose de filántropo.
Volviendo a lo de Cancún, los allí reunidos (obreros, campesinos, indígenas, organizaciones sociales, etc.), declararon que “nosotros, como parte del pueblo que aspiramos a movilizar, no tenemos negocios que hacer con el clima, buscamos cambiar el sistema como única forma de superar la crisis climática y seguir viviendo bajo el cobijo de nuestra Pacha Mama, durante las próximas generaciones”.
Ahora, cuando los muertos flotan por las calles, es posible pensar en la necesidad de cambiar este sistema inicuo. Entre tanto, el agua nos sigue apretando como una mortaja en el corazón.
Por: César Rodríguez Garavito
El Espectador , 13 Dic 2010 - 10:20 pm
http://www.elespectador.com/columna-240231-los-indigenas-de-vargas-llosa
GANAR UN PREMIO NOBEL ES MORIR un poco: se agotan las cumbres por conquistar y se adquiere esa aura de perfección beatífica que sólo se les reconoce a los finados.
Criticar a un Nobel es tan políticamente incorrecto como hablar mal de un muerto. Y el galardonado padece la muerte lenta de ver su obra convertida en lectura de moda para adular —aquellas cosas que “debes leer” en vacaciones o mencionar en un coctel—.
Afortunadamente, el merecido premio literario a Vargas Llosa puede ser la excepción. Porque el autor peruano siempre ha entendido la escritura como una invitación a la crítica, a esa discusión abierta que florece sólo en las democracias que ha defendido toda la vida.
Pues bien: uno de los debates centrales de la obra reciente del peruano tiene que ver con los pueblos indígenas. Su última novela, El sueño del celta, reconstruye las atrocidades cometidas contra los indígenas amazónicos de Colombia y Perú. Y en su discurso del Nobel en Estocolmo sostuvo que “desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza”.
Atrocidades, oprobio, vergüenza: temas improbables para una lectura de playa. Por eso, antes de que la discusión naufrague en la lectura pop, vale la pena plantear algunas preguntas incómodas.
Por ejemplo, ¿qué ha sido de los huitotos y los demás indígenas que, como se cuenta en El sueño del celta, fueron asesinados, esclavizados, mutilados, violados, despojados y marcados como ganado por los cultivadores de caucho en el Putumayo hace un siglo? Hoy se sabe que el genocidio fue tal que, entre 1900 y 1912, la población nativa pasó de más de 50.000 a cerca de 8.000.
Lo que pocos saben es que los huitotos están hoy tan amenazados y desamparados como entonces. El riesgo ya no es el caucho, sino la coca, el boom minero y otras economías que han atraído a colonos, grupos armados y empresarios que están detrás de las tierras nativas. Por eso son uno de los 34 pueblos en riesgo para los que la Corte Constitucional pidió protección especial en 2009. Por eso su población no supera la que dejaron los caucheros, y hoy es diezmada por los desplazamientos forzados a Leticia, Florencia o Villavicencio. Y por eso siguen esperando respuestas estatales concretas a la orden de la Corte, o al plan de vida que presentaron al Gobierno hace unos años.
Así que los lectores que se horroricen con lo que Roger Casement, el celta de la novela, vio en Putumayo, tendrían que horrorizarse con lo que encontrarían hoy allí mismo, o con la situación de más del 60% de los pueblos indígenas colombianos que, según la ONIC, están en riesgo de extinción por la misma combinación de violencia, desplazamiento, minería y otros proyectos económicos que avanzan sin consultas adecuadas con los pueblos.
El problema es que hay un abismo entre la indignación sobre los errores pasados y la disposición para no repetirlos. Aquí es justamente donde se equivoca Vargas Llosa. Con la misma elocuencia que ha narrado los abusos históricos, ha criticado al movimiento indígena por oponerse a la explotación comercial de sus territorios. El año pasado se vino lanza en ristre contra los indígenas peruanos por detener la legislación que abría la Amazonia de su país a la minería. Y en 2003 pronunció aquel infortunado discurso en Bogotá, en el que comparó al movimiento indígena con colectivismos terroristas, basados en el “espíritu de la tribu”, que parecen “un anacronismo más bien ridículo” y obstaculizan “el desarrollo, la civilización y la modernidad”.
Así que la “emancipación” de la que habla el escribidor no es la que decidan los indígenas, sino la única que estima posible: la economía de mercado y la “civilización”. Lo mismo decían los caucheros que cazaban indígenas en el Putumayo.
* Miembro fundador de DeJuSticia ( http://www.dejusticia.org/ )
Pues no sólo la deforestación es la causa humana de los desastres causados por las lluvias. Otra causa, en las ciudades, está en las características del mercado de la tierra, que impide a la población sin recursos el acceso a las áreas de vocación urbana, es decir, esas que no se desmoronan, ni se inundan, y que se pueden servir económicamente con vías, agua potable y alcantarillado. Nuestras instituciones han conformado un mercado que excluye a esa parte de la población de la tierra urbanizable. En cambio, esa tierra está en oferta excesiva para la escasa población que la puede pagar. Como no son muchos y hay tierras en exceso de la que ellos necesitan, hay tierras urbanas sin uso, mientras los sin dinero se hacinan en tierras deleznables e inundables. De allí los así llamados desastres naturales urbanos.
A estas alturas, después del siglo XX, presumo que ya no habrá recetas infalibles sobre cómo debe ser el sistema económico que adoptemos. Los viejos partidarios de la llamada economía planificada habrán visto los problemas de burocracia, rigidez e ineficiencia de su receta, y los viejos partidarios de la economía liberal capitalista han visto las injusticias, abusos e inequidades de la suya. No se necesita mucha agudeza para encontrar que tenemos que aprender a combinar juiciosamente, y según los tipos de bienes de que se trate, esos sistemas. La tierra urbana es un bien donde el manejo económico que le estamos dando actualmente conlleva desde antiguo injusticia y muerte. Desde antiguo: y si no hacemos nada sino llorar, durante todo el futuro previsible.
No es posible que los intelectuales, los gobernantes y los legisladores de Colombia acepten que "Vivimos en un país con una geografía difícil, casi imposible. Los asentamientos en las laderas de las montañas y las riberas de los ríos no son nuevos. Ni van a desaparecer. Son parte de este país. ", y se vayan a dormir tranquilos en sus casas y apartamentos "donde la lluvia nunca preludiará la muerte".
Sería necesario un debate nacional sobre cómo debe manejarse la tierra urbana para que el crecimiento de las ciudades incluyendo a los más pobres se haga sobre la tierra de verdad urbanizable. Hay algunas bases legales ya, hay propuestas de tecnología de construcción y urbanismo, pero no son suficientes para abrir las puertas del territorio urbano a los que habitan las deleznables laderas y llanuras de inundación en los márgenes de nuestras ciudades.
Los siguientes poemas no figuran en mis dos libros publicados. Los escribí hace unos doce años, es decir, mucho antes del desastre de La Gabriela:
Está lloviendo desde el origen del recuerdo.
Nadie imagina ya los ruidos del estío.
Y el patio se me puebla de viejas sensaciones:
la percusión del agua sobre las hojas nuevas,
la fragancia de antiguas maderas y sus mohos.
Yo no puedo gozarlas. La conciencia
me reprocha las albas apretadas
de los barrios de loma, sus vigilias
intranquilas, sus techos temerosos
del peso de barrancos y arenales
preñados por la lluvia y el rocío.
DICIEMBRE
Aún bajo el asfalto, reprimida,
la queja prisionera de los ríos
pronto se hará presencia de lodos y ramajes
en la ciudad ignara y codiciosa.
Los exiliados a las lomas sienten
sobre su hogar la próxima avalancha.
No muy lejos, las luces iluminan
calles que cruzan tierras donde la lluvia nunca
preludiará la muerte.
Y las puebla la hierba...
¿Quién pagará su precio?
Todavía
ni el miedo ni el dolor se vuelven odio.
El amor tiene tiempo todavía.
.
* El Poeta Rodrigo Escobar Holguín es Arquitecto, egresado de la U. del Valle, con magister en planeamiento regional y urbano en Edimburgo.
(Y como la cosa es "yo-viendo":)
Nubes
Leves pájaros de agua
escapados de la tierra.
Con la lluvia, cantando,
vuelven ...
.
LLUVIA
Por estos días
ha dejado de ser poética la lluvia.
Agiganta ríos.
Viajan árboles,
casas, muñecas de trapo.
Mueve tierras.
Abre fosas.
Ensancha mares.
Anticipa muertes.
A un lugar de la tragedia
llega el presidente
y habla.
A.T.W. (2008)
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Mirando llover
Por: Alfredo Molano Bravo
El Espectador .com 11 Dic 2010 - 9:59 pm http://www.elespectador.com/columna-239857-mirando-llover . Impreso, Nov. 12.
NO DEJA DE LLOVER. LA GENTE MIRA, corre, escampa, se empapa. Se inundan calles, barrios, veredas, municipios, departamentos, ....
La mitad del país está cubierta de aguas –en su mayoría contaminadas, negras– y de barro, fétido. Las víctimas se suman día a día. Van 235 muertos y un millón y medio de afectados. Los daños se calculan en dos billones. El gobierno considera los hechos una “tragedia nacional” y decretó la emergencia económica, social y ecológica. El Presidente se desmonta por las orejas y culpa al cambio climático, aprovechando que el tema está de moda y que en Cancún se reúnen gobernantes y expertos para ver cómo hacen para que EE.UU., China, Rusia e India acepten limitar la emisión de gases que envenenan el planeta. El cambio climático agrava fenómenos como La Niña y el Niño, pero no los causa. La saturación atmosférica de gases contribuye, vía calentamiento global y “efecto invernadero”, a que llueva más, pero no es el único origen del problema.
Los empresarios se han conmovido ante los desastres invernales. Generosos unos, amarrados otros. También los ciudadanos de a pie, conmocionados, se tocan el bolsillo. El gobierno sacará de alguna parte un billón de pesos y sin duda este fin de semana decretará nuevos tributos o aumentará alguno de los existentes. Nombrará prohombres –y promujeres– para manejar los dineros. Habrá fotos, declaraciones y oportunidades mil para pescar en las revueltas aguas. Habrá muestras de solidaridad conmovedoras y desprendimientos ejemplares. Se repartirán –con fotos y declaraciones previas– cobijas, carpas, agua potable, leche en polvo, y, dada la época, hasta papás Noel. Después se barrerá el barro de algunas calles, se reconstruirán puentes y se levantarán derrumbes. Se enterrarán los muertos, se curarán las heridas y en unos meses las lágrimas se secarán. Pero todo seguirá igual porque la verdadera causa, la directa, la que no se nombra, seguirá inmodificable. Hablo, por supuesto, de la deforestación. En un año se tumban un millón de hectáreas, se convierten en ceniza donde se siembra maíz para hacer potreros para criar vacas y valorizar la propiedad. La potrerización del país es avasalladora. Los descumbres ya llegan hasta las divisiones de agua. En los valles y en los llanos se desecan humedales para sembrar palma, soya, caña. La capa vegetal protectora –que impide los derrumbes y retiene el agua lluvia en las cuencas– es destruida. Se salvan las zonas cafeteras y las campesinas –cada día más reducidas–. La esponja que eran nuestras selvas y montañas ha sido arruinada. De ahí los derrumbes, los deslaves, y en general las inundaciones. La tragedia del barrio La Gabriela en Bello es un ejemplo brutal del efecto de la deforestación de ladera. Nada detiene la tierra desnuda una vez se llene de agua y pese más. Simple: se derrumba, echa monte abajo y se lleva barrios, veredas, carreteras, puentes.
Los gobiernos saben de sobra que esta es la mamá del ternero. Técnicos ilustrados lo han advertido y repetido. Pero poco dicen, por una razón simple: la causa de tanto daño es la ganadería: 40 millones de hectáreas, 25 millones de vacas comiendo pasto y haciendo huecos con sus pezuñas y, además, cagando –lo que ayuda al aumento de gases en la atmósfera, así parezca un chiste–. A esto hay que agregar el cultivo de la papa, palma, caña y en pocos días la minería, que ya tiene concesionados seis millones de hectáreas para su uso y abuso. Las tragedias serán cada día mayores si no se toman medidas radicales. Hay que ponerle coto a la deforestación de las cuencas para lo cual una medida paliativa inicial sería la exigencia de planes de manejo ambiental –y por tanto licencia previa– para las explotaciones ganaderas y agrícolas. Hoy día se obligan estos planes para explotar minas y yacimientos de petróleo; construir carreteras, puertos y ferrocarriles, porque pueden afectar el orden ambiental. ¿Acaso la gran ganadería y el cultivo de la papa no tienen, en su conjunto, peores efectos? Si toda actividad que afecte los Parques Nacionales, según la ley, requiere Plan de Manejo Ambiental, ¿por qué la ganadería que los rodea y los grandes cultivos de caña, papa y palma que los amenaza no? La licencia ambiental para la explotación agropecuaria de predios mayores no será una medida definitiva, pero ayudaría a reducir la brutal deforestación que apenas comienza a mostrar sus terribles consecuencias en los últimos inviernos.
23/03/2057
Por: Andrés Hoyos
El Espectador, 14 Dic 2010 - 10:44 pm http://www.elespectador.com/calentamiento-global/columna-240456-23032057
EL CALENTAMIENTO GLOBAL GENErado por el hombre tendrá que parar algún día.
Pongamos, en gracia de discusión, que sea en la fecha citada en el título y pensemos igualmente que existe un segundo dato importante: la temperatura media del planeta ese día, que quizá habrá pasado de los 17°C de hoy a 19,8°C. Se trata de números inventados, claro. Llamemos a ambos datos la Fecha Omega.
No se me escapa que construir y luego ir perfeccionando un modelo que sirva para predecir la Fecha Omega es una tarea titánica y en extremo costosa, por lo que su confección tendría que estar a cargo de los grandes organismos multilaterales, en particular de la ONU, y tendría que involucrar a buena parte de las universidades del planeta. La utilidad de semejante modelo, sin embargo, me parece evidente, sobre todo porque permitiría calcular en qué medida una determinada actividad, un invento, una decisión política de fondo o un dato inesperado posterga o anticipa la Fecha Omega y en qué medida.
Aparte de la autocorrección constante del modelo, éste debería recurrir a rituales claros. Una vez cada tres meses, por decir algo, el organismo encargado de establecer la Fecha Omega revelaría los nuevos cálculos y explicaría con claridad las principales razones por las que variaron en esos noventa días. Un ejemplo: hay elecciones en Estados Unidos y el modelo estudia a fondo las propuestas ambientales de los candidatos. Las encuestas (o las apuestas) dicen quién tiene más probabilidades de salir elegido, así que una vez medido el impacto de cada uno de los programas, se procede según una fórmula prorrateada a revelar en la fecha trimestral predefinida el efecto neto de las perspectivas electorales americanas sobre la Fecha Omega. O digamos que se negocia un tratado ambiental importante y que en el proceso se agregan o se suprimen incisos, con efectos sobre la Fecha Omega. Obviamente, cuando el candidato X salga electo o el tratado se firme, se podrán calcular con mayor certeza ambos efectos. Y claro, si el presidente X corrige su programa por el camino, su rectificación tendrá efectos sobre la Fecha Omega más adelante.
Al modelo le cabe, además, una función consultora. El partido A o el organismo B pide que se estime la influencia de su proyecto C sobre la Fecha Omega. Tras estudios cuidadosos, el modelo revela el resultado a quien consulta.
El modelo tendría que considerar por supuesto los datos que la realidad vaya arrojando al margen y a veces en contra de las teorías. Algunas de las variables más importantes saltan a la vista: la concentración real de CO2 y demás gases de efecto invernadero en la atmósfera, la población total del planeta, pues cada persona nace con su trocito de calentamiento bajo el brazo; la temperatura media real que resulte de las mediciones, los datos reales deforestación y reforestación, entre muchas variables más.
Uno de los efectos más beneficiosos que traería algo como lo descrito sería reducir la histeria generalizada y poner en su sitio tanto a los complacientes como a los apocalípticos. Al mismo tiempo se descubriría con rapidez cuáles políticas sí valen la pena y cuáles son meros saludos a la bandera. No se me escapa que esta fantasía de un columnista tercermundista no germinará fácil en el árido territorio de las burocracias internacionales. No le hace, las ideas son para ponerlas a circular, así que ahí la dejo.
andreshoyos@elmalpensante.com @andrewholes en Twitter
Por: Manuel Rodríguez Becerra
EL TIEMPO, 7:27 p.m. 01 de Enero del 2011 , http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/manuelrodrguezbecerra/las-futuras-tragedias-invernales_8716632-4
Colombia parece estar condenada a seguir padeciendo tragedias invernales como la actual. Las consecuencias de 'La Niña'/'El Niño', y a similitud de las asociadas con el calentamiento global, se multiplican y se agravan, a raíz de la deforestación, la devastación de los páramos y la destrucción de las ciénagas, que han alterado profundamente el ciclo del agua en nuestro territorio y propiciado la agudización de las inundaciones, y que han creado condiciones favorables para los deslizamientos. Y los efectos se hacen, además, dramáticos como secuela de la persistente inequidad, que continúa llevando a millones de pobres a asentarse en zonas de alto riesgo.
La actual tragedia invernal, así como las que hemos vivido en los últimos veinte años, se encuentra paradójicamente asociada con la inmensa riqueza en agua dulce de Colombia, representada por una precipitación promedio anual de 3.000 mm, en comparación con 900 mm anuales en el ámbito global y 1.600 mm anuales en América Latina. Y tanto los períodos de invierno (con esa gran abundancia de agua), como los períodos de verano, se hacen más largos y agudos con 'El Niño'/'La Niña'. Además, en la medida en que el calentamiento global avanza, las estaciones lluviosas y secas se están tornando más extremas y los aguaceros más torrenciales.
¿Acaso los fenómenos de 'El Niño'/'La Niña' se están haciendo más frecuentes e intensos como efecto del calentamiento global? La ciencia aún no conoce cuál es la relación entre estos dos fenómenos.
Cualquiera que sea el caso, el gran reto es disminuir la vulnerabilidad del país frente a estos dos fenómenos climáticos, para lo cual es imperativo detener en forma tajante la destrucción de nuestros ecosistemas, iniciar la restauración de aquellos que son críticos por los servicios ambientales que prestan (como la regulación del ciclo hídrico y el control de la erosión), reubicar los asentamientos humanos en peligro y, sobre todo, generar políticas que garanticen a los más pobres el acceso a tierras aptas para la urbanización.
Infortunadamente, estamos galopando en la dirección contraria, como lo atestigua el patético balance ambiental de la primera década del milenio. Así, por ejemplo, la tasa de deforestación casi se triplicó entre el 2000 y el 2009, al haberse aniquilado tres millones de hectáreas de bosques en el período.
Es un proceso de deterioro ambiental que lamentablemente ha sido favorecido por las políticas del alto gobierno, como se manifiesta, por ejemplo, en los cientos de títulos mineros otorgados en zonas de especial valor ecológico, en la realización o anuncio de obras que, como las carreteras del Tapón del Darién y de Las Ánimas-Nuquí, están generando la inevitable pérdida de valiosos ecosistemas naturales, y en el fomento de un modelo de transformación de la Orinoquia que está conduciendo a la destrucción de humedales y de bosques.
Para enfrentar este estado de cosas, es urgente fortalecer en forma integral la institucionalidad ambiental, que incluye la necesaria reforma del Ministerio del Ambiente y de las CAR, así como revisar a fondo el Sistema Nacional para la Prevención y Atención de Desastres.
Pero estas fórmulas no son suficientes, puesto que lo que se requiere, en esencia, es reorientar con sabiduría las denominadas locomotoras del desarrollo. Y es que, si estas continúan su marcha sin resolver los problemas de pobreza y en un desbocado proceso de destrucción ambiental, acabarán condenando al país a que se magnifiquen y multipliquen, cada vez más, los efectos de las agudas e inevitables oleadas invernales del futuro, y a que se produzcan tragedias equivalentes, o más graves, a la que hoy enfrentamos.