martes, 28 de mayo de 2013

HIJOS E HIJAS EN LA POESÍA COLOMBIANA. Por Juan Manuel Roca.

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Textos y pasos recobrados. Tarabitando ... 
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HIJOS E HIJAS EN LA POESÍA COLOMBIANA
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Por Juan Manuel Roca ( 1 )
Fotografía (San Francisco, California): Mario Londoño. (Al fondo: prisión de Alcatraz ). 
Click sobre ella para ver mini video.
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1. LOS HIJOS DEL PAISAJE

Prólogo del libro (Abril de 2007)


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El mar nunca acaba de hacer la digestión de sus naufragios. El caprichoso mar que tiene escondida una bodega de ausentes. El mar, el mar, siempre recomenzando, como lo repite el oleaje de El Cementerio Marino de Paul Valery. A sus orillas acuden los que saben que les ha robado un hermano, un amigo, un hijo, un secreto. Y el sigue imperturbable, como movido por una maquinaria secreta, fabricando olas sin el aparente estímulo de nadie. Nadie es más terco que el mar.
Esa masa de agua que lleva amores y mortajas desde Florida hasta el mar de Java, desde San Andrés hasta Yucatán, es el gran indagado en los poemas de Los hijos del paisaje, el bello e inquietante libro de María Matilde Rodríguez. Un libro al que no le encuentro antecedentes.
“Que los hombres se pierdan mar adentro, no es nuevo. Que traguen horizontes salados, no hace gracia”, dice una de sus líneas iniciales. De eso habla este rumoroso libro. De los desaparecidos en el mar, en las cárceles de Tampa o en un olvido de sal.
Para los continentales, para quienes vivimos lejos de nuestras islas, resulta extraño escuchar historias de desparecidos en San Andrés y en Providencia, como si  esos sucesos de escamoteo físico de las personas sólo fueran asunto de tierra firme. Pero no hay casi ninguna familia en las islas que no cuente con alguien cercano entre la legión de desaparecidos, a manos del mar pero muchas veces más a manos del hombre.
Los hijos del paisaje no es un libro idílico, hecho de las postales y la belleza exterior de nuestras islas. Es el testimonio lírico, de honda belleza, de alguien que sabe que bajo el azul y los verdes de ese mar se nos oculta el drama de los que nunca regresaron. O de los que siguen anclados en una cárcel mexicana a la que llegan sin hablar bien español, sin entender las leyes del país, fuera de madre.
Ese mar imperturbable esconde, como algunas gentes que prefieren ocultar bajo la alfombra los desperdicios antes que barrer, verdades ocultas, momentos fronterizos entre la vida y la muerte.
Si no fuera un volumen de textos poéticos de tan alto rango estético, su lectura se haría irrespirable.
La locura. La desolada locura de hacer banderas con restos de telas llegados a la orilla, o de guardar sandalias de un mismo pie, la desolación de una mujer que espera un regreso contando las horas en un ábaco de lluvias. La desesperada superstición de sembrar “caracoles en el patio” para señalar como una brújula la hora del regreso. Saber que el único anzuelo para atrapar jirones de una vida es la memoria. Todo, lo más cotidiano y lo más sacro, le sirve a María Matilde Rodríguez para crear un gran fresco de ausencias y de amor a un mismo tiempo. “Aquí no pasa nada que no sean barcos. Y los hombres y las mujeres son barcos cargados de pesadillas cubiertas con paraguas y sombreros de paja”, dice la autora en una parcela de este mar sin orillas que es el cuerpo robado, la entidad física que ha entrado a una suerte de limbo. “Aquí no pasa nada que no sean barcos”.
Tinajas donde se revuelven lágrimas y jabón, una sed sin raíces, un archipiélago como “un lavamanos oxidado por orines”, todo tiene acá un sabor a sarro, a sentina, todo tiene un dolor herrumbrado.
No es posible salir de este libro sin los ojos heridos.
En sus atmósferas, en su virtuosa y sabia escritura, sentimos un tiempo detenido y feroz al que sólo le crean un paréntesis luminoso los niños, cuando juegan en la proa de un barco encallado, el Nicodemus, un casco que a veces semeja una escultura hecha por el tiempo en yunta con el mar. Si es que el mar y el tiempo no son una misma cosa. En cada ola hay un tic-tac secreto. O acaso, una inmensa clepsidra.
No conozco en Colombia, en esta inmensa patria de desaparecidos y de ausentes un testimonio lírico más sincero. Más desgarrado. Y bello en su trágica andadura.
Las madres pronuncian y farfullan en medio de un inglés libérrimo, de puerto, un amén que no es de aquiescencia, que no es un “así sea esperanzado” sino dicho como salmodia, con la monotonía de las palabras que repetimos para reemplazar el vacío.
Sin embargo, “el muelle se abarrota de cajas dispuestas para el contrabando de espejos olvidados, donde cada quien guarda un reflejo de su preciosa oscuridad”. Y ya sabemos que  en el trueque de espejos y abalorios por el oro, los de este lado del mundo siempre hemos salido perdiendo. Esa presencia de cristales en el muelle, en la palabra de María Matilde Rodríguez está hecha de la misma materia del olvido: resulta una poderosa metáfora de ausencias.
Al mismo tiempo que las iguanas echan a andar su lento jade, su verde esplendor, y las islas –San Andrés y sus paredes de yodo, Providencia y su telar de aguas turquesas-, esconden más que tesoros, o que las huellas líquidas de piratas como Aury, una inmensa funeraria.
Es como si muchas barcas se hubieran trocado, mar adentro, en una ristra de ataúdes, en un rosario de ausencias. Es como si la muerte fuera un almirante. Como si el dolor fuera un  torpe comodoro.
El mar que golpea estas palabras no las ahoga en ningún momento. La poesía de María Matilde se desliza sobre él, pastorea las crines de sus olas y no se deja arrastrar al fondo de una bodega de olvidos abisales.
No es el mar de “la cruzada de los niños”, que al menos arroja pequeños huesos blancos a la playa. Ni el viejo y cruel mar de Lautremont que piensa como un látigo. No es el cruel mar de Maldoror que espera a los náufragos para dispararles con una carabina. Es el mar que borra, el mar que ensarra. Que no deja huellas de muchos de sus navegantes, que no oye el señuelo de los rezos.
La Loma y San Luis y otros barrios de la isla tienen casi tantos desaparecidos como habitantes y mucho menos dioses que adioses. Quizá sea el mismo mar de la Martinica de Aimé Cesaire, el que arroja perros muertos a sus playas y zapatos desclavados entre latas y sargazos. El que no deja huellas en el agua.
El país reafirma a cada tanto que las islas son suyas. Las islas. Mas no sus hijos. Estos “hijos del paisaje” que desembocan en el libro, en esta especie de puerto que es la memoria. Al vaivén de unas palabras bien habitadas por el amor y la rabia, los que se fueron no dejan, como las olas, de golpear nuestra sensibilidad y nuestra conciencia.
A lo mejor muchos que han cubierto de cera sus oídos, amarrados al mástil del autismo, no se den por enterados y sigan pensando en unas islas de menta, en un intacto paisaje de postal, porque “aquí no pasa nada que no sean barcos”.

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2. LAS HIJAS DEL ESPINO


Prólogo del libro (febrero de 2006)

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El poeta Paul Claudel, que debió intuir su entrada en otros mundos a través del alma de su trágica hermana Camille Claudel, afirmaba que “la mujer será siempre el peligro de todos los paraísos”.
Se trata de una afirmación que resulta, sea cualquiera su postulado, un alto elogio, una alta investidura para la mujer.
Si ella resulta más tentadora que el Edén, o esa arcadia es muy frágil o ella es el verdadero Paraíso.
El asunto no pasaría de ser una frase brillante y sibilina si el muy católico poeta no hubiera permitido y firmado, en compañía de toda la familia Claudel, un documento para que Camille –amante de Rodin y  gran escultora-, fuera recluida e interdicta en un sanatorio durante sus últimos treinta largos y espantosos años.
La mujer como contra-paraíso es la imagen de Lilith o de Eva, de estirpe muy cristiana.
Pero es mejor dejarle el tema a los doctos en mitologías y religiones. Lo que sí es cierto es que las palabras de Claudel, por lo menos, resultan francamente refractarias a la vida muelle, a la vida sin peligros, a los sueños que no sean de tentación y de promesa.
La mujer, vista así como sospechosa o convicta, como mala sombra por  ser emisaria de la duda, ya había sido rastreada por Michelet en su célebre tratado sobre las hechiceras. Estas son vistas por él como entidades humanas que en la Edad Media estimularon la poesía insumisa, es decir, la capacidad de tocar y transformar de manera radical un mundo miserable con el vuelo de la rebelión y de los imposibles.
De esa insumisión dan cuenta los poemas que Lucía Estrada nos entrega en su bello libro Las Hijas del Espino. Por él cruza, de manera elusiva y ajena a toda representación anecdótica, una legión de mujeres ocultadas, perseguidas, vejadas o simplemente olvidadas, como si ellas hubieran sido condenadas a habitar en la tras-escena del hombre.
Desde la otra orilla, sueño y locura, o desde las márgenes de un orbe regentado por quienes pensaron que la mujer es la clase obrera del hombre, como alguna vez afirmara con sorna Carlos Marx, hasta las acusadas de relapsas mientras eran conducidas a la pira en la larga noche de la Inquisición, como Prisca, Doris, Guidasa y Guitamonda, hay en este libro un gran fresco sobre la mujer como creadora, como musa de sí misma.
Son retratos líricos y retratos clínicos de honda belleza de forma y honda belleza de contenido, envueltos en un lenguaje despojado de afeites y ropajes. Y lejos, muy lejos, de trasuntos feministas y de lo puramente anecdótico o episódico.
El lenguaje de estos poemas está tocado de augurios, de ensalmos, de atisbos del futuro. Los ojos avizores de una mujer ven un cuervo posado sobre las coronas.

Hécuba

Que mis ojos mientan
   lo que han visto
   esta noche

un gran augurio:
        ¡oh rey!
        el Cuervo
        se ha posado
        sobre nuestras coronas.

Hay señales de peligro, signos de oscuras partituras para la flauta de Orfeo, hay un telar y un tapiz de hilos urdidos en silencio por la costurera que teje el camino de regreso y desteje el del olvido, inscripciones en una bitácora de difícil entendimiento para el viaje de muchos embaucadores Odiseos.
Djuna Barnes pastorea sus lentos animales en el sueño. Entre El bosque de la noche y su Almanaque de mujeres, esa única mujer en el mundo con el nombre de Djuna, un nombre debido a la invención y al capricho de su padre, opta por la soledad y por apartarse –como lo expresa en su única incursión en la dramaturgia-, “del horror general de la boca común, del vecindario de lo vulgar”.
Sin embargo se reúne acá, como en su época parisina, en los setos de espinos de este libro.
Más allá de la frivolidad de sus amigas condesas y mundanas de los grandes salones, se encuentra con otras desconocidas hijas del espino como Mary Shelley, estremecida por “la estrella negra del nacimiento” o con Sonia Delaunay que “pinta una caravana en el desierto” y al mismo tiempo traza su búsqueda y su viaje.
Una mujer en camino hacia la hoguera (convicta de sí misma o de su negro destino), advierte que su plato de aceitunas ha sido trocado por otro de setas venenosas.
Todo este arsenal de sucesos trágicos y de flores fatalistas podría volverse manual o recetario, si Lucía Estrada, de tan bella y vigorosa palabra, no tuviera la capacidad de desdoblarse como las Matrioshkas, como esas figuras de mujeres rusas que siempre alojan dentro de sí a otras mujeres.
Las Hijas del Espino es uno de los más bellos libros que se hayan escrito en  Colombia, de la Madre Josefa a nuestros días. Sutil, dulceamargo, reposado, evocador e inquietante.
Lucía Estrada sabe, como lo sabía Alma Malher, que es “más bella la mano al pulsar una cuerda invisible”.
Leer este libro es adentrase en un cortejo de mujeres a las que la autora les otorga como heráldica un arbusto sencillo, sin mucha alcurnia vegetal, el espino, un pequeño árbol cuyas flores blancas aroman las distancias.

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http://casadeasterion.homestead.com/v9n35rigo.html caricatutra y texto
María Matilde Rodríguez
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