EDITORIAL
Todos somos responsables de la
catástrofe ambiental, pero no todos tenemos eso tan claro. Por eso aquí hay
algo que debe cambiar con urgencia.
ARCADIA, Agosto 26, 2019
Poco antes del cierre de esta
edición, un incendio llevaba dos semanas destruyendo el Amazonas
brasileño. No era la primera vez que algo así ocurría en esa región del
mundo: en los últimos cuarenta años, una quinta parte del Amazonas de Brasil
–una región tan grande como Francia– ha sido arrasada por la deforestación, y
la deforestación es la principal causa de los incendios amazónicos. Ese mismo
día circuló en algunos medios de comunicación un mapa creado con base en
información de incendios en el Amazonas en los últimos años, y también Colombia
aparecía recubierta de manchitas amarillas, el fuego devorando la selva. Ni los
brasileños ni Jair Bolsonaro son los responsables de la
destrucción, de dejarnos conocer la fuerza de las consecuencias que ha
conllevado vivir, gobernar y desgobernar, contra el medioambiente durante
tantos años. Lo somos todos.
Pero todos no
tenemos esto tan claro. Y aquí hay algo que debe cambiar con urgencia.
La respuesta al reciente desastre
en Brasil, al menos la más visible, la más viral, ha sido la indignación. Y es
comprensible que haya indignación y rabia, y que quien quiera ejerza su derecho
a expresarlas –así esto consista en bastante inútil acto de publicar una foto
en Instagram, lamentar lo sucedido y seguir viviendo contra al medioambiente–.
Pero décadas después de que el activismo ambientalista se ha basado en un
discurso así –indignado, furioso, terco en su búsqueda de efectos en la esfera
pública y apoyo en la ciudadanía– para hacer escuchar sus argumentos y
denuncias; décadas después de que ese discurso ha demostrado su fracaso, vale
la pena al menos plantear un cambio sustancial en la forma y los fines.
En un ensayo que publicamos el pasado mes de junio en ARCADIA,
Mariana Matija expuso convincentemente las razones de por qué la resistencia
contra la destrucción ambiental debería darse desde la conexión de diversos
sectores, tal como se da la propia destrucción. Esto implica, por un lado, un
llamado a la cultura y sus representantes a activarse en la crisis ambiental.
Por otro lado, implica aportar a transformar la protesta y el activismo, a
revisar los efectos de la lucha ambiental como la hemos llevado hasta ahora, y
a buscar medios –la persuasión, la emocionalidad, la colectividad, la “protesta
humilde” de Sarah Corbett– para generar un cambio, siendo uno muy urgente hacer
que quienes no actúan, quienes se sienten por fuera de la discusión, comiencen
muy pronto a hacerlo.
El incendio en Brasil se dio
justo cuando la activista climática sueca de dieciséis años Greta Thunberg
viajaba por el Atlántico a bordo de un velero de regatas con energía solar y
cero emisiones
( NTC
… enlaces: https://twitter.com/hashtag/UniteBehindTheScience
, https://twitter.com/GretaThunberg/status/1155764342274629632,
https://sostenibilidad.semana.com/medio-ambiente/articulo/como-viajara-greta-thunberg-a-las-cumbres-del-clima-en-america-sin-contaminar/45187
)
para poder asistir a la Conferencia Climática de Nueva York. Los dos hechos coincidentes señalan una paradoja de la catástrofe climática y del activismo –el viaje de Thunberg poco puede lograr contra la tragedia en el Amazonas, así como poco han podido hacer los millones de los filántropos y la buena voluntad de algunos líderes políticos–. Y también muestran que se trata de una crisis muy distinta de una crisis particular, política o social. Se trata de una crisis planetaria, y un planeta es la condición de todo, también de la economía y la política.
para poder asistir a la Conferencia Climática de Nueva York. Los dos hechos coincidentes señalan una paradoja de la catástrofe climática y del activismo –el viaje de Thunberg poco puede lograr contra la tragedia en el Amazonas, así como poco han podido hacer los millones de los filántropos y la buena voluntad de algunos líderes políticos–. Y también muestran que se trata de una crisis muy distinta de una crisis particular, política o social. Se trata de una crisis planetaria, y un planeta es la condición de todo, también de la economía y la política.
Insistamos en lo que dice Matija:
en la interconectividad implícita en la crisis y por ello también implícita en
la necesaria en la búsqueda de soluciones. Un camino por explorar puede abrirse
si entre todos buscamos un cambio no solo de la forma, sino
también del sentido que le damos a la lucha ambiental. La crisis climática y
ambiental muy probablemente no encontrará su solución con la creación de un
enemigo –enemigos, por cierto, que, ante un presidente como Bolsonaro,
ministros de Ambiente irresponsables e innumerables impulsores de la ganadería
expansiva, son fáciles de conseguir–, ni en el reclamo unidireccional de
“Ustedes son los culpables; nosotros no”. Su urgente solución podría arrancar
con un reconocimiento de la responsabilidad del ser humano (no solo de la
industria, no solo de los políticos) en la catástrofe. Reconocerse en la culpa
sería, a la vez, una forma de unirse en la lucha, desde todos los bandos. La
misma Thunberg, cuyas manifestaciones lograron convencer a cientos de miles de
jóvenes en todo el mundo de esta urgencia (jóvenes que serán, probablemente,
víctimas de los errores de hoy), es una muestra de ello, de que es posible
mover la opinión desde una protesta distinta. Como escribe el comentarista
Bernd Ulrich en el semanario alemán Die Zeit “la
catástrofe ambiental ha sido creada por el hombre, pero no existe un enemigo,
ni un solo causante con nombre y apellido. Y si lo hay, entonces todos lo vemos
cada mañana en el espejo”.
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OPINIÓN.
Una imagen vale más que mil palabras
Una imagen vale más que mil palabras
Esta es la tercera columna que
Caballero le dedica a la crisis climática. Su reflexión parte de una fotografía
que la ONU usó en su más reciente informe sobre la relación entre el consumo de
carne y la crisis medioambiental.
POR ANTONIO CABALLERO
Arcadia , Agosto 26, 2019
https://www.revistaarcadia.com/opinion/articulo/los-pedos-de-las-vacas-una-columna-de-antonio-caballero/77444
La culpa no es de las vacas.
Mírenlas en esta foto, intentando pastar en un erial, el que han dejado ellas
mismas como el famoso caballo de Atila, bajo cuyos cascos no volvía a crecer la
hierba. (Aunque algo han podido comer en el pajonal amarillo, pues se
distinguen plastas de boñiga aquí y allá). Incluso a la más despierta de todas,
la que parece mugir en primer plano, se le nota que no se da cuenta de la responsabilidad
que le cabe en el arrasamiento de la tierra. La culpa es de nosotros los
humanos, que comemos no sé cuantos trillones de carne de vaca al día y bebemos
otros tantos trillones de leche de vaca o los usamos para preparar postres. Y
para eso criamos los correspondientes billones de cabezas de ganado vacuno
necesarios.
Y por lo visto los pedos del
ganado vacuno, más que los del caballar o del porcino, o que los más discretos
nuestros, dispersan en la atmósfera quintillones de toneladas de gases de
metano, que aceleran y agravan el cambio climático que está desequilibrando el
planeta. Cada vaca, según los cálculos publicados por la Unión Europea (que
subvenciona su cría para competir comercialmente con las poderosas, y también subvencionadas,
industrias cárnicas y lácteas de los Estados Unidos), expele diariamente nada
menos que trescientos litros de vientos venenosos de metano. Y por eso sus
técnicos agrícolas han propuesto cobrarles a los ganaderos europeos un nuevo
impuesto sobre las flatulencias del ganado. Según la FAO, la organización de
las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, el sector ganadero
mundial es responsable del 10 % de las emisiones de gases de efecto
invernadero.
Detrás de las vacas, como puede verse
en esta fotografía publicada en primera página por El Nuevo Siglo, están las
fábricas. Sus pedos son más evidentes. Se los ve brotar de un alfiletero de
altas y delgadas chimeneas de ladrillo: negros o grises azulados, alguno
convertido en una ancha y blanquecina humareda como una nube de algodón, otro
corto como un escupitajo de fuego contra el cielo azul. Sabrá Dios, o el
diablo, a qué huele ese humo: pero no puede ser a nada sano. Las vacas, sin
embargo –de raza hereford, me dicen los que saben de vacas–, no parecen
particularmente molestas: rojas y blancas, amarillas, una retinta, pastan
tranquilamente. A la que muge en primer plano solo parece incomodarla el
fotógrafo. Como a los dueños de las fábricas del fondo: no quieren que se sepa
lo que hacen.
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