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Álvaro
Barros Vigna
Por José Zuleta
Vivíamos en la misma manzana en el
barrio San Fernando. Era 1969 y el Apolo
11 viajaba hacia la luna. Las puertas de las casas permanecían abiertas durante
el día y los niños jugábamos en la calle hasta la noche. Reñíamos, estrenábamos
la dignidad, las destrezas, las torpezas. Álvaro miraba y reía. Los ojos
inquietos, luminosos corozos de aceite oscuro, destinados al placer. La sonrisa
predecía el vicio de gozar. Se hizo nuestro amigo. Me contó, como si fuera un
secreto de Estado, que su padre trabajaba en la Base Aérea. Pregunté si era
piloto de guerra, me explicó que no: “es el que los arregla: es mecánico de
aviones”. Nunca supe si aquello era verdad, o una manera de presumir con que su
padre pertenecía al mundo de los que iban a la conquista de la luna.
Una vez preguntó si nuestro papá era
comunista. En el barrio circulaba el rumor de que en la casa de los Zuleta
había reuniones raras y muchos libros. Le correspondí la confianza: en tono de secreto de Estado le dije al oído:
creo que sí. Más tarde preguntó: ¿y qué
son los comunistas? Yo respondí: “los que comen con las visitas”. “¿Ustedes son
ricos o pobres?” “No sé, pero a mi papá
le gustan las visitas y se preocupa por todo”. Entonces nació una amistad que
de entrada superó nuestras diferencias de origen político y nos dispuso a gozar
la vida sin prejuicios, sin preguntarnos nada.
Nuestra primera competencia ocurrió en una
bicicleta comunitaria, la única de la
cuadra. A Álvaro se le ocurrieron las
carreras contra el reloj. Salíamos de la casa de los Ferro, bajábamos a toda velocidad
por la calle hasta el Parque del Triángulo, le dábamos la vuelta y rematábamos
en subida hasta la línea de tiza que señalaba la meta en el punto de partida.
Como yo era el menor siempre me ganaban, salvo una vez que mis rivales se
cayeron al tomar la curva del parque y gané. El cronómetro era del papá de
Álvaro, un Omega, “la marca del reloj que llevan los astronautas a la luna”
dijo con solemnidad científica.
Luego nos fuimos del barrio y
no lo volví a ver.
Una noche, por los años ochenta, en el bar
Convergencia alguien me abordó. No sabía quién me hablaba. Dio pistas: recordó
el barrio, las carreras en bicicleta;
reparé en sus ojos, en su risa intacta y grité: “Álvaro”. Ahora yo era más alto, él más ducho en la
noche. Le pregunté sobre su vida, sobre lo que hacía, después de pensar unos
segundos dijo: “Adivino el presente” y se dobló de risa; lo ingenioso de su
ocurrencia le dejó desconcertado como si no alcanzara a comprender la frase en
toda su dimensión e intuyera que era algo genial.
Así,
de cuando en cuando, años de por medio, nos encontramos; siempre casualmente,
hasta que un día, luego de la muerte de su padre, me buscó en la Biblioteca
Departamental; quería escribir. Entonces
nos reunimos, comenzó a contar sobre el origen guajiro de su padre, don León
Antipas Barros de la casta wayuu de los Urianas, y de su madre: Inés Vigna
Albarello una inmigrante italiana, lo hacía con respeto, casi con devoción. Me
enseñó las esclavas que fabricaba para los pilotos. Luego contó que había investigado
sobre el destino del autor de El Principito y me regaló un impreso con el que
iba a comenzar a escribir la historia de las esclavas de los pilotos. El
impreso dice:
Tras escribir “El Principito”, en
plena segunda guerra mundial, Saint-Exupéry se unió voluntariamente a la fuerza
aérea francesa para volar con los aliados.
En 1944 desapareció durante una
misión de reconocimiento, y durante más de 50 años su supuesta muerte fue uno
de los misterios del mundo literario. En septiembre de 1998, un pescador
francés halló un brazalete de plata con su nombre grabado.
Para Saint-Exupéry lo vivido en
el desierto fue real. La visión de una
figura que aparece en un momento de gran dificultad no es algo nuevo, se
denomina “fenómeno del tercer hombre”. Otros lo llamarán alucinación, ángel de
la guarda o locura transitoria, Antoine de Saint-Exupéry lo llamó: “El
Principito”. Al final del libro se concluye:
“Si algún día, viajando por
África, cruzan el desierto, no se apresuren, deténganse un poco. Si un niño
llega hasta ustedes, si ríe, y nunca responde a sus preguntas, adivinarán en
seguida quién es. Sean amables con él. Comuníquenme rápidamente que ha
regresado”.
Se inscribió en el taller de escritura. Trajo
un cuaderno de los que usan los niños en el colegio, al hojearlo noté la
caligrafía infantil, pensé que era un cuaderno de su época escolar, pero no,
era lo que estaba escribiendo sobre su familia, sentía vergüenza y orgullo, se
movía con nerviosismo; al mirarme su rostro era todo interrogación. Quería
saber si había valor en aquellas páginas, “son mis viejos, son mi vida”, dijo.
Le pedí que me dejara llevar el cuaderno para mirarlo con calma. “No puedo,
estoy escribiendo en él”.
Unas semanas después volvió al taller, me
llamó aparte con cierto misterio como cuando éramos niños y hablábamos de
nuestros secretos de Estado. Me contó que tenía cáncer. Lo dijo con serenidad,
como si hablara de una alergia. Prometió seguir escribiendo pero no volvió.
Hace un año pasé por el barrio San
Fernando, por la casa de toda la vida;
lo vi en el antejardín arreglando unas canales del agua de lluvia. Me bajé a
saludarlo. Estaba flaco aunque lleno de energía. Sin dejar de hacer el oficio
que lo ocupaba gritó: “prueba superada”. Contó que estaba estudiando unos
libretos para hacer un papel en una película, “Voy a ser actor. Tengo
experiencia, la vida es una escuela de actuación, sin libretos…antes de ser
actor he sobreactuado muchas veces, ahora toca sin el sobre.” “¿Cómo va la salud?” pregunté. “Esa quimio es muy dura. La peor droga es la que te cura. La mejor la
que te enferma”. Y estalló su risa, la misma de la infancia, la misma que vi
por primera vez en nuestra calle cuando éramos niños.
Su patria era el placer: gozar
en gracia de gratuidad. Recuerdo frases
suyas: “una patria nueva tengo, se llama Patricia”. “Los años nos deforman, viejo man”, y una que
dijo lleno de júbilo: “ya casi termina la película”.
Entonces llegó la noticia; el
15 de agosto de 2018 Álvaro fue a llevar un documento al Palacio de Justicia de
Cali para que le reconocieran su derecho a una tomografía que le había negado
su EPS. Ya de regreso, tomó el ascensor en el sexto piso, no se sabe cómo
ocurrió, pero se vino como un avión en picada con todos los pasajeros a tierra.
Murió esa tarde.
En medio del desconcierto, en
la dificultad del absurdo, en los días caliginosos de este desierto, he vuelto
a la calle de San Fernando. Y allí, entre la serenidad de los andenes, bajo las
sombras de los árboles de nuestra infancia, ha regresado la visión de su
figura, es el fenómeno del tercer hombre. Otros lo llamarán alucinación, ángel
de la guarda, es Álvaro.
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