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COMENTARIOS A LA COLUMNA DE WILLIAM OSPINA TITULADA “Nueva edad de la ciencia ficción (II)”. Por Juan M. Jaramillo Uribe*.
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RESPUESTA A LA COLUMNA DE WILLIAM OSPINA
“Lo que asusta al filósofo”
(El Espectador, 24-04-2011)
Por Juan Manuel Jaramillo, jaramillo.juanmanuel@gmail.com
NTC … agradece al autor el envío del texto y la autorización para publicarlo.
El pasado 24 de abril mi viejo amigo el escritor William Ospina en su habitual columna dominical de El Espectador publicó un escrito titulado “Lo que asusta al filósofo”. En él pretendía dar respuesta a un comentario que hice a su columna “Nuestra edad de la ciencia ficción II”, aparecida el 27 de marzo en mismo periódico. Llama la atención que William en su comentario no mencione la fuente de mi comentario lo que hizo que el lector no pudiese cotejar las opiniones de William con lo por mi expresado al no saber dónde encontrar el texto que ocasiona tan desproporcionada respuesta que lo único que hace es darme una vez más la razón y afianzarme en mis argumentos.
Como cree William, no me alarma que alce su voz contra lo que con ironía llama la “admirable era tecnológica”. Lo que me alarma es su incapacidad para reconocer que, al lado de los riesgos y amenazas del uso irracional y del afán de lucro de quienes promueven el uso de los productos de la tecnología, los innumerables beneficios que en numerosos campos la tecnología ha prodigado a la humanidad. La reiterada obsesión por ver el mundo blanco o negro o, como en su caso, todo gris, no le permite ver todas las aristas de un fenómeno tan complejo como el de la tecnología donde, además de sus logros, también hay que alertar de sus riesgos y amenazas. Pero ni los discos compactos, ni los celulares, ni los televisores son —pretende William— la causa del individualismo y del egoísmo que nos aqueja y que nos mantiene alejados los unos de los otros. Hacer culpables a estos aparatos de los males que padece nuestra sociedad contemporánea me recuerda el movimiento de los obreros ingleses a comienzos del siglo XIX, el ludismo, que a partir de incondicional odio a las máquinas la emprendió contra ellas acusándolas de los problemas sociales que padecían. Sin embargo, estos activistas obreros pronto se dieron cuenta de su error y culpabilizaron a los empresarios. William, en cambio, no sólo persiste en su errónea postura, sino que, a pesar de sus dudas, sigue disfrutando de los beneficios dela tecnología y de sus “demoníacos engendros”. Aunque declara que no detesta la era tecnológica y que lo que expresa es su inquietud y llamado a la cautela ante sus pretendidas excelencias, en su respuesta nuevamente reitera su diatriba contra la tecnología afirmando que así como los aviones nos llevan al otro extremo del mundo (si tenemos dinero para pagarlo), también sirven para arrojar bombas sobre ciudades con escuelas y hospitales, como si esos objetos tuviesen el misterioso poder de decidir una cosa o la otra. Una vez más confunde los sistemas tecnológicos que incluyen, además de conocimientos, valores y creencias, personas o grupos que intencionalmente persiguen ciertos fines, con los productos que resultan de la aplicación de técnicas específicas. Más aún, las evaluaciones no deben hacerse en abstracto y en general, pues la tecnología sólo funciona en aplicaciones concretas. De otros modo se cae en el error de afirmar que la tecnología en general es buena o mala.
Comparto la preocupación de William por el avasallador fenómeno del consumismo que en la actualidad lleva a los jóvenes a adquirir (si tienen dinero para ello) a la última tecnología y a cambiarla pronto, con la idea de que la novedad es sinónimo de progreso. Justamente mi comentario hablaba de la necesidad de ser prudentes en el uso de la tecnología y considerar sus consecuencias para los individuos, la sociedad y el medio ambiente. Las innovaciones tecnológicas y sus aplicaciones (como sucede actualmente con las plantas nucleares, el uso de pesticidas, la ingeniería genética, etc.) deben estar sujetas a debate público y a regulaciones estrictas, más allá de los intereses particulares de quienes las promueven y estimulan. Pero una cosa es la tecnología y otra el consumismo cuyas complejas causas tiene que ver con la lógica del capitalismo.
Pretender anatematizar el progreso con el argumento de que en el pasado los detritus humanos, los residuos vegetales, los papeles, los cartones y los escombros no eran onerosos para el mundo no deja de ser un sueño romántico de alguien que, como William, vive y es beneficiario de un mundo que, en contraste con el crecimiento demográfico casi imperceptible durante miles de años, pero que en cien años cuadruplicó su población con todos los problemas que esto implica y donde —como dice Marian Martín Gordillo— “no se puede pensar en separar la técnica de la esencia del ser humano”, pues, “la técnica es una de las producciones más características del hombre […]. Lo técnico y lo tecnológico están tan presentes en la vida de los seres humanos que apenas podríamos hablar de ellos con la distancia suficiente para reconocer con claridad sus perfiles definitorios”. Buena parte de ese alocado crecimiento demográfico se explica gracias a los avances tecnológicos que hicieron posible prevenir, diagnosticar e incluso curar enfermedades que, en otro tiempo, eran mortales por necesidad y al desarrollo de un tipo de agricultura más productiva, entre otros.
Debo decirle a mi amigo William que reconocer las bondades de la tecnología y advertir de sus riesgos colaterales (no necesariamente intencionales) no me coloca, como Ud. cree, en el bando privilegiado de quienes tienen a favor “el capital, todos los medios, todo el saber de las universidades, todo el arsenal de las industrias, todo el respaldo de los ejércitos y toda la veneración de la humanidad”. Por el contrario, el discurso tecnofóbico que Ud. promueve ni es minoritario ni carece de defensores. Es un discurso que, revestido de falsa retórica, cautiva a un enorme número de personas que sólo ven la parte oscura de la tecnología y que deliberadamente se niegan a reconocerle sus bondades, al menos en sus palabras. Así que no hace falta que Ud. se coloque del lado de las minorías ni que se crea el único depositario de la duda que, como Ud. lo reitera, es sinónimo de inteligencia. Si algo motivó mi comentario era, además de generar un debate sobre un tema que, como el de la tecnología hoy más que nunca merece ser pensado, sino, ante todo, expresarle que un fenómeno tan complejo no puede ser mirado unidimensionalmente, sino en la complejidad que le es inherente. Quizás, como alguien decía, “no todo tiempo pasado fue mejor”, incluyendo el recuerdo de aquellos que, como William, tiene el privilegio de los más memoriosos.
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MENSAJES y DEBATE
De: Carlos Vidales < cvidales6@gmail.com >
Fecha: Estocolmo, 21 de mayo de 2011, 07:15
Asunto: Re: RESPUESTA A LA COLUMNA DE WILLIAM OSPINA, “Lo que asusta al filósofo”*. Por Juan Manuel Jaramillo. Mayo 20, 2011
Para: NTC < ntcgra@gmail.com >
Interesante debate, aunque todas las argumentaciones esgrimidas dejan una sensación de "ya visto" (me gustaría decirlo en francés para descrestar, pero no recuerdo dónde van los acentos en "deja vu"). Estas cosas se vienen discutiendo desde que un pitecántropo anónimo descubrió la manera de encender y controlar el fuego y se le ocurrió que podría, con igual facilidad, preparar un sabroso asado o incendiar el refugio de algún prójimo. Me inclino por los argumentos del filósofo, si bien soy más radical: el núcleo del problema reside, en mi modesta opinión, en la sociedad de clases, la propiedad privada, los modos de producción, los intereses de lucro, la explotación del ser humano por el ser humano, en fin, lo que puede ser visto, para empezar, en "El Capital" del viejo Marx (recomiendo particularmente el texto contenido entre la primera página y la última de todos sus volúmenes). No vendría mal, tampoco, leer un poquito a Bakunin y, en general, a todos los contestatarios que en el mundo han sido. No quiero ser injusto, pero la lectura de los textos de William Ospina me deja la impresión de que, a veces, toma la parte por el todo, el efecto por la causa y la vista superficial por el método analítico. Hay que reconocer y aplaudir, de paso, el buen nivel y el buen talante de la discusión, que por lo visto ha estimulado a muchos lectores de El Espectador a formular argumentos de manera racional y positiva, algo insólito en la prensa diaria de nuestro país.
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" ... y el siglo XIX adoró la ciencia. Luego descubrimos que, en efecto, la ciencia resolvía muchos problemas pero creaba otros y soslayaba los más importantes ..."
La política es la nada disfrazada del todo.
Por Julio César Londoño.
El Espectador .com, 20 Mayo 2011 - 10:00 pm http://www.elespectador.com/impreso/opinion/columna-271476-politica-nada-disfrazada-del-todo
La política es la filosofía de los tiempos de crisis, dijo un filósofo. Bueno, don Séneca, pero ¿qué hacemos cuando es la política misma la que está en crisis? ¿Qué hacer cuando el neoliberalismo convulsiona y el comunismo es polvo?
Repasemos.
Los antiguos confiaban en los dioses o se resignaban al “destino”, que es más o menos lo mismo. El siglo XVIII puso su fe en la razón y el siglo XIX adoró la ciencia. Luego descubrimos que, en efecto, la ciencia resolvía muchos problemas pero creaba otros y soslayaba los más importantes. El siglo XX fue diverso. Creyó ciegamente en semidioses irascibles (Stalin, Mao, Hitler) y hasta volvió la vista sobre los elementos: primero adoró el uranio y luego creyó en la inteligencia del oro. Deslumbrado por su belleza, pensó que era capaz de autorregularse y ordenar el mundo, es decir, el mercado libre, cuya máxima expresión es el neoliberalismo.
Aclaremos que el capitalismo no es un sistema político; es un modelo económico tan casquivano que puede convivir con dictaduras de derecha (Pinochet), de izquierda (China), monarquías socialdemócratas (Suecia) y con repúblicas plutocráticas (Estados Unidos).
Keynes y yo pensamos que los Estados no se deben casar con modelos económicos rígidos sino aplicar políticas contracíclicas. En este momento, por ejemplo, se impone una fuerte regulación estatal del mercado porque la empresa privada se está fagocitando el medio ambiente y al Estado y amenaza con devorarse a sí misma. Urge una política que les devuelva la autoridad real a los gobiernos y preserve a los sectores vulnerables y a los individuos débiles (¡que somos casi todos!). Hablo de conceptos como el New Deal, la socialdemocracia, el Estado de bienestar. Aunque usted no lo crea, estos modelos “paternalistas” funcionaron muy bien ayer. Aplicándolos, entre 1945 y 1975 Estados Unidos, Europa continental y el Reino Unido vivieron una edad dorada, sus habitantes conocieron por primera vez lo que era tener un empleo estable y seguro y una movilidad social ascendente sin precedentes; el índice Gini se redujo de una manera extraordinaria, Alemania pasó en una generación de la ruina de la guerra a ser la nación más rica de Europa.
Pero llegaron Reagan, un actor de reparto, y Tacher, una señora que hizo su agosto con una frase tierna: “La sociedad no existe: sólo hay individuos y familias”, y empezó el acabose. Al otro lado del Atlántico, el actor declamó agitando un dólar: “¡Está amaneciendo en América!”. Y entre ambos desmantelaron subsidios básicos, cosa que emocionó al estrato seis, y privatizaron hasta el agua, gangas que emocionaron a los negociantes. Esos mismos que se han enriquecido con la salud, las guerras, la vivienda y la educación *, que consideran que la ecología es una necedad romántica y que hay tres mil millones de personas que todavía no están preparadas para comer.
Hoy, Estados Unidos y el Reino Unido tienen los peores índices sociales y de salubridad entre los países desarrollados (Tony Judt, Algo va mal , Taurus, 2010).
Usted dirá que el mundo ya no está para New Deals ni para Estados de bienestar. Tal vez. Pero tampoco debemos permitir que lo manejen banqueros especuladores, mercachifles de la salud y contratistas de obras públicas. El aparato del Estado cuesta mucho como para que se limite a ser, con fondos públicos, el alcahueta de la empresa privada.
* con la ciencia y la tecnología, agregamos ...
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