miércoles, 4 de febrero de 2015

MEMORIA EN MAPAS FRAGMENTADOS. Por Juan Manuel Roca. CUADERNOS de Memoria No. 2. Febrero 1, 2015. Centro Nacional de Memoria Histórica

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MEMORIA EN MAPAS FRAGMENTADOS 


No. 2. Febrero 1, 2015

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MEMORIA EN MAPAS FRAGMENTADOS
Por Juan Manuel Roca

Walter Benjamin, hablando de Atget, el fotógrafo parisino que registraba calles despobladas de su ciudad como si se tratara de “escenas de un crimen” para acopiar pruebas de un trágico suceso ya ocurrido, afirmaba que esas fotografías se convertían en pruebas claves de sucesos escondidos que cobraban un significado político a pesar de ser ámbitos sin mayores evidencias visuales.
¿Qué podría decirse entonces de la fotografía que atrapa hechos tangibles, casi siempre dolorosos, que solamente quedan como testimonios dispersos en la fragmentada memoria de un país olvidadizo? Sería bueno arriesgar que se trata de un esfuerzo -a veces tan fantasmal como el del fotógrafo de las calles desiertas-, pero siempre en una pugna para no asignarle al momento visual un carácter efímero.
Todo esto que tenemos entre manos en esta separata es algo más que un álbum de nuestros olvidos, algo más significativo que encender la oscuridad, que iluminar el cuarto oscuro de nuestra febril desmemoria.
Muchas de las fotografías insertas en este proyecto evocan un país que, como en el principio de “La Vorágine”, jugó su corazón al azar y se lo ganó la violencia, pero que también, como en la última página de la misma novela de José Eustasio Rivera, se niega a decir de forma lapidaria “los devoró la selva”, en una metáfora que además de aludir a una portentosa naturaleza también podría estar hablando de la espesa jungla de pequeños y grandes sucesos que no registra nuestra historia. Y tal vez hablara también de un país perdido en la maraña de sus truculencias.
Esta es, me parece, una forma de hacer historia sin historicismos. Es una suerte de documental proyectado a varias voces y desde varias miradas. Parece su propósito juntar fragmentos para intentar la construcción de un mapa que atienda a diferentes geografías físicas pero también espirituales y que no se enmarcan privativamente en una particular ideología.
La fotografía más distante en el tiempo es de Magdalena Agüero. Fue tomada en 1984 en el Cauca y registra un momento posterior a la firma en los acuerdos de paz, que a pesar de muchas resistencias y obstáculos llevaban el M-19 y el gobierno de turno, antes del holocausto del Palacio de Justicia. Ese es un hecho que, a pesar de todo, sigue señalándose como fundacional en el largo conflicto colombiano. Fue un primer paso para silenciar el estruendo de las armas que asordinaban, como hoy,  las estentóreas verdades irreconciliables de cada grupo armado y de un establecimiento enajenado por la venalidad y por un cesarismo de viejo cuño, o de claros visos patriarcales. No es poca cosa en un país al que no han dejado ser, al que asfixian su voz, en un país necesitado desde lejos de una reconciliación. Todas las demás fotos, con excepción de la de Luz Helena Castro, que registra otro momento esperanzador que aireaba el panorama político por los días en que se asentaba una nueva Constitución, son, y cómo eludirlo, lamentables episodios de guerra.
Claro que no es bueno olvidar lo que queda por fuera de la foto, como las maniobras, con la tinta todavía fresca de la Constituyente que empezaron a fraguar algunos políticos cazurros para que las reformas comenzaran “a ser erosionadas por la contrarreforma”, como bien lo recuerda Antonio Caballero.
Luego de esas dos fotografías que señalo como un paréntesis en medio de la guerra, todo  deviene violencia, pura y dura confrontación y desplazamientos: narcotráfico, paramilitarismo, guerrilla y ejército acordonando o desalojando a una inerme población civil. En el reinado del miedo coartar la libertad, restringirla a como de lugar, el temor a nuevas angustias, resulta no solo una dote de poder militar para los amedrentadores, sino el recaudo de unos réditos enormes. Esto subyace en cada una de las fotografías de este cuaderno.
La masacre de Bojayá, como un tatuaje en la memoria, sus muertos y desplazados, volvió a poner en el mapa del país una región olvidada. El Chocó, el río Atrato, en una secuela de llanto y nuevamente de olvido, despertaron al país un 3 de mayo de 2002. Cerca de cinco mil desplazados empezaron a padecer el inxilio, el exilio en su propia tierra en esos mapas movedizos que el país ha visto crecer en la mirada expoliadora. De ese ataque perpetrado por un bloque de las Farc en contienda con las autodefensas, queda en la retina la fotografía de un Cristo desmembrado, fragmentado como nuestra episódica memoria, una huella dolorosa en la iglesia de ese pueblo.
Un país agobiado por los derrames de petróleo, por la prepotencia de los señores de la guerra enquistados en su parcela de odio; un país guiado por los que deciden la muerte mientras miran con impaciencia su necrómetro; un país acorralado por la degradación de las contiendas y el desplazamiento de casi 6 millones de personas, que es tanto como hablar de los habitantes de Dinamarca; un país minado no solo en sus campos sino por la intrensigencia y la expoliación prodigada en oscuros cuatrenios que hicieron su feroz contrarreforma agraria antes de que hubiera la más mínima reforma; una refundación del olvido con el nombre engolado de patria; la despedida definitiva de una madre que no volverá a ver a su hijo enviado a la guerra; un país rural visto desde los centros del poder por el lado más lejano del catalejo; un pequeño país que quisiera la exhumación de nuestra memoria enterrada en no se sabe dónde; una legión de eneenes que suman miles de seres contados en las frías estadísticas; mujeres empecinadas y valientes que como Paulina Mahecha buscan que el cuerpo de sus familiares encuentren por fin una sepultura para ellos y también para enterrar su dolor, en fin, aparecen en este cuaderno documental.
La suma de fotos de estos “Lugares de memoria” parece recordarnos el aserto del filósofo mexicano Emilio Uranga, un humanista influenciado por José Gaos, el transterrado pensador español anclado en México tras las persecuciones franquistas: “Qué son en definitiva las ideologías? Autorizaciones, muy generales y permisivas, de decir y de actuar”. 
En verdad, en estos registros fotográficos aparecen como responsables más que los fotógrafos, quienes produjeron los hechos violentos. Y de una manera que no escamotea la orilla ideológica de quienes los ejecutaron.
En su labor fotográfica, ahora que muchos ciudadanos en un espurio unanimismo critican más a quienes denuncian los horrores que a quienes los llevan a cabo, los fotógrafos de guerra (y pienso en personas como el magnífico Jesús Abad Colorado), podrían decir como Pablo Picasso cuando un día infame los nazis forzaron su casa en el París ocupado. Uno de los arrogantes oficiales alemanes le dijo a Picasso frente a su “Guernica”, casi que le recriminó con acento inquisitorial: “Usted ha hecho esto?” Y el resabiado, el tozudo pintor español le respondió con sorna quizá más que con altivez: “No, en verdad esto lo hicieron ustedes”. 
Como el pintor de “Guernica”, y más allá de sus herramientas diversas, un reportero gráfico es un despertador de conciencias: un llamado a ejercer la mirada sin temor, a ejercer la libertad individual “frente a sí mismo y a la sociedad”, como lo plantea con certeza Erich Fromm en su legendario libro “El miedo a la libertad”. El pensador alemán señala algo que para su país que ya estaba en las bases del nazismo y que no pocas veces sentimos latente en nuestro medio: un “amor al poderoso”, un “odio al débil”.
Resulta entonces un tanto inútil parafrasear las fotografías reunidas en este cuaderno, pero sí verlas en sus suscitaciones más allá del arte en su condición de testimonio, de retratos de emergencia que señalan una voluntad denunciante, puesto que no son fotos que se regodeen en una belleza formal sino en una estética del desasosiego, una búsqueda de verdades, en una veracidad que atiende sin duda a la historia. Son imágenes que narran sin narrar, una suerte de retrato hablado a varias voces, un registro visual del que carece un medio tan buscado en la cotidianidad como la radio. Ésta, a pesar de su poderosa penetración, carece de cuerpo, de una posible constatación visual de los hechos y por tanto se avecina con cierta fantasmalidad. La fijeza de la fotografía frente a la condición efímera de las imágenes televisivas, resulta una impronta imborrable a la que se puede regresar como a un mantra, como a un espejo.
Conmueve que la retina del autor de cada fotografía, como la libreta de apuntes del cronista, sea tan vigilante, y que éste busque de manera conciente estar en el lugar donde tiene que estar y en la hora oportuna.
No es posible mirar estas estampas sin ser arrastrados a un pasadizo de nuestra historia como en una galería o en un museo de espejos. Ellos reflejan nuestro pasmo y nuestro destino colectivo. No es posible, y en estas fotografías resulta claro, dejar de pensar con Welles que la historia humana es esencialmente la historia de las ideas, pero también que “nuestra verdadera historia es la  de la humanidad”.
Cada una de estas fotografías concita, y muy posiblemente, no es una idea incial al momento de obturar la cámara, un carácter crítico en un contexto específico. Pero lo rebasa para trascender más allá de esa misma coyuntura. Son trabajos que no pactan con la amnesia, que siempre está alimentada por quienes propician el aturdimiento intelectual desde las esferas del poder.
Y esto, que nace de un escueto deber informativo, no deja de tener además un entronque cultural más allá de una sociología de cuño periodístico. Pues si bien es cierto que a la cultura le han venido reduciendo, o desestimulando en los medios su mapa de acción, al mismo tiempo y en igual proporción que ha crecido el mapa de los sacrificados, el testimonio gráfico de nuestra historia pasada y reciente inserta en el alma colectiva las imágenes de las víctimas, muchas veces desdibujadas por otros medios masivos como la televisión y su profusión de seriados que sacralizan al victimario y disminuyen a la víctima, como si los perseguidos, los asesinados o expoliados fueran tan solo extras en la película de la violencia cotidiana. Esta distorsión logra que de manera paulatina nos deje de perturbar que la muerte pierda su proceso biológico natural y que olvidemos que el crimen es una forma hasta de matar a la muerte.
Fátima Fernández, prologuista del libro de Norbert Elías “La soledad de los moribundos”, recuerda que en el Renacimiento las viudas y las madres recibían en sus manos el cuerpo de sus esposos e hijos como los reproduce Miguel Ángel en sus esculturas y que “hoy los médicos y autoridades civiles les entregan el cadáver a los técnicos de las agencias funerarias”.
Pero en el caso colombiano, como ahora en el de México, y a pesar de nuestra repulsa a los cambios sociales aceptados frente a la muerte criminal, el asunto es mucho más doloroso en el marco de las violencias, pues muchas veces ni viudas ni madres saben en qué lugar están sus muertos. El de los familiares de las víctimas es un dolor insepulto.
De ahí la importancia de una memoria fotográfica como esta que fija el suceso como en un álbum, doloroso pero rastreable en nuestra tragedia colectiva y que ésto nos haga más concientes de lo que también nos sucede en los demás.
Con la fotografía se trata, y evoco unas palabras de Susan Sontag, de crear “una gramática y sobre todo una ética de la visión”. Me resulta innecesario entonces parafrasear las fotografías reunidas en este cuaderno, pero sí encuentro válido verlas más allá del arte en su condición de testimonio, de retratos de emergencia que señalan una voluntad denunciante y ética, pues no son retratos que se regodeen en la belleza formal sino en una estética del desasosiego en busca de verdades, de lo que se esconde debajo de la alfombra de la historia oficial.
Conmueve que la retina del autor de cada fotografía, como la libreta de apuntes de un cronista, resulte tan vigilante, tan acusiosamente vigilante. No es que crea en un remedo comercial de la Kodak que afirmaba en su publicidad: “Usted oprima el botón, nosotros ponemos el resto”, como lo recuerda Susan Sontag, ni que una imagen sea más poderosa que mil palabras, a no ser que estas sean huecas o calcáreas, pues el lenguaje también es, y de qué manera, imagen. Pero si es bueno celebrar que un lenguaje en apariencia ágrafo a pesar de sus secretas gramáticas y sintaxis, tenga tan vasto poder revelador. Hay en todo este oficio del reporterismo gráfico una especie de heroísmo de cuño cultural frente a la evasión y al narcisismo de los nuevos usos de la fotografía, una actividad hoy despojada de valores por multitudes de personas que se regodean en la privacidad de hechos banales que vuelven públicos, como tantos desocupados que se hacen innumerables autoretratos, en algo que definió muy bien Ricardo Silva al llamarlos “paparazzis de sí mismos”.
La fotografía documental siempre atenta contra los espejismos, busca como núcleo de su interés escarbar en el túmulo de las verdades, borradas o amañadas, por dolorosas que sean. Es por todo esto que estas memorias fragmentadas nos ayudan a construir un mapa social en el que muchas generaciones lamentablemente aprenden geografía por los nombres de los pueblos masacrados.
La memoria es constructora, pone bases a la casona del mundo, por el contrario la desmemoria las mina, las barrena, y por eso en los regímenes autoritarios hay una enajenación de las huellas y también un impulso exultante de todos los olvidos. Pero, además, y sin que quizás sea un hecho programático, la fotografía exorciza nuestros terrores en la medida en que confrontamos la realidad. Ya sabemos con Hannah Arendt, la pensadora alemana que por algún tiempo fue apátrida al serle suprimida su nacionalidad por orden del nazismo, que “el terror es la esencia de la dominación totalitaria”, venga de la orilla que provenga.
En la historia cultural del país la fotografía realizada más allá de la comodidad de un estudio tiene un carácter negativo para quienes ven en toda revelación un hecho subversivo, pero la que en verdad es subversiva es nuestra erizada realidad.
Fotografía y memoria son algo más que unas palabras siamesas, pero sin duda cada una depende de la otra, están hechas del mismo cuerpo, de la misma materia. Si pensamos, a manera de ejemplo, en una bien conocida fotografía de Jorge Eliécer Gaitán, que entiendo es obra de Sady González, en donde el caudillo liberal de “la restauración moral de la república” yace muerto, rodeado de médicos que no miran el cadáver sino a la lente; o si pensamos en la foto de un tranvía en llamas que sería lo único que marchaba sobre rieles en la Bogotá insurrecta, recuperamos una memoria de hechos no vividos de manera personal, inclusive podría ocurrirle a generaciones venideras.
Creo oportuno y  necesario el ejercicio propuesto a los fotógrafos colombianos por parte de la revista “Arcadia” y del “Centro de memoria histórica”. Esta pequeña colección, más allá de ceñirse a una condición ilustrativa de una noticia escrita, resulta en sí misma un documento importante de unas décadas sombrías que ojalá lleguemos a superar.
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