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MEMORIA EN MAPAS FRAGMENTADOS
Por Juan Manuel Roca
No. 2. Febrero 1, 2015
Centro Nacional de Memoria Histórica
http://www.centrodememoriahistorica.gov.co/
Publicado en Arcadia impresa, Enero-Febrero, 2015
http://www.centrodememoriahistorica.gov.co/
Publicado en Arcadia impresa, Enero-Febrero, 2015
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MEMORIA EN
MAPAS FRAGMENTADOS
Por Juan
Manuel Roca
Walter Benjamin, hablando de Atget, el fotógrafo
parisino que registraba calles despobladas de su ciudad como si se tratara de
“escenas de un crimen” para acopiar pruebas de un trágico suceso ya ocurrido,
afirmaba que esas fotografías se convertían en pruebas claves de sucesos
escondidos que cobraban un significado político a pesar de ser ámbitos sin
mayores evidencias visuales.
¿Qué podría decirse entonces de la fotografía que
atrapa hechos tangibles, casi siempre dolorosos, que solamente quedan como
testimonios dispersos en la fragmentada memoria de un país olvidadizo? Sería
bueno arriesgar que se trata de un esfuerzo -a veces tan fantasmal como el del
fotógrafo de las calles desiertas-, pero siempre en una pugna para no asignarle
al momento visual un carácter efímero.
Todo esto que tenemos entre manos en esta separata es
algo más que un álbum de nuestros olvidos, algo más significativo que encender
la oscuridad, que iluminar el cuarto oscuro de nuestra febril desmemoria.
Muchas de las fotografías insertas en este proyecto
evocan un país que, como en el principio de “La Vorágine”, jugó su corazón al
azar y se lo ganó la violencia, pero que también, como en la última página de
la misma novela de José Eustasio Rivera, se niega a decir de forma lapidaria
“los devoró la selva”, en una metáfora que además de aludir a una portentosa
naturaleza también podría estar hablando de la espesa jungla de pequeños y
grandes sucesos que no registra nuestra historia. Y tal vez hablara también de
un país perdido en la maraña de sus truculencias.
Esta es, me parece, una forma de hacer historia sin
historicismos. Es una suerte de documental proyectado a varias voces y desde
varias miradas. Parece su propósito juntar fragmentos para intentar la
construcción de un mapa que atienda a diferentes geografías físicas pero
también espirituales y que no se enmarcan privativamente en una particular
ideología.
La fotografía más distante en el tiempo es de
Magdalena Agüero. Fue tomada en 1984 en el Cauca y registra un momento
posterior a la firma en los acuerdos de paz, que a pesar de muchas resistencias
y obstáculos llevaban el M-19 y el gobierno de turno, antes del holocausto del
Palacio de Justicia. Ese es un hecho que, a pesar de todo, sigue señalándose
como fundacional en el largo conflicto colombiano. Fue un primer paso para
silenciar el estruendo de las armas que asordinaban, como hoy, las estentóreas verdades irreconciliables de
cada grupo armado y de un establecimiento enajenado por la venalidad y por un
cesarismo de viejo cuño, o de claros visos patriarcales. No es poca cosa en un
país al que no han dejado ser, al que asfixian su voz, en un país necesitado
desde lejos de una reconciliación. Todas las demás fotos, con excepción de la de
Luz Helena Castro, que registra otro momento esperanzador que aireaba el
panorama político por los días en que se asentaba una nueva Constitución, son,
y cómo eludirlo, lamentables episodios de guerra.
Claro que no es bueno olvidar lo que queda por fuera
de la foto, como las maniobras, con la tinta todavía fresca de la Constituyente
que empezaron a fraguar algunos políticos cazurros para que las reformas
comenzaran “a ser erosionadas por la contrarreforma”, como bien lo recuerda
Antonio Caballero.
Luego de esas dos fotografías que señalo como un
paréntesis en medio de la guerra, todo
deviene violencia, pura y dura confrontación y desplazamientos:
narcotráfico, paramilitarismo, guerrilla y ejército acordonando o desalojando a
una inerme población civil. En el reinado del miedo coartar la libertad,
restringirla a como de lugar, el temor a nuevas angustias, resulta no solo una
dote de poder militar para los amedrentadores, sino el recaudo de unos réditos
enormes. Esto subyace en cada una de las fotografías de este cuaderno.
La masacre de Bojayá, como un tatuaje en la memoria,
sus muertos y desplazados, volvió a poner en el mapa del país una región
olvidada. El Chocó, el río Atrato, en una secuela de llanto y nuevamente de
olvido, despertaron al país un 3 de mayo de 2002. Cerca de cinco mil
desplazados empezaron a padecer el inxilio, el exilio en su propia tierra en
esos mapas movedizos que el país ha visto crecer en la mirada expoliadora. De
ese ataque perpetrado por un bloque de las Farc en contienda con las autodefensas,
queda en la retina la fotografía de un Cristo desmembrado, fragmentado como
nuestra episódica memoria, una huella dolorosa en la iglesia de ese pueblo.
Un país agobiado por los derrames de petróleo, por la
prepotencia de los señores de la guerra enquistados en su parcela de odio; un
país guiado por los que deciden la muerte mientras miran con impaciencia su
necrómetro; un país acorralado por la degradación de las contiendas y el
desplazamiento de casi 6 millones de personas, que es tanto como hablar de los
habitantes de Dinamarca; un país minado no solo en sus campos sino por la
intrensigencia y la expoliación prodigada en oscuros cuatrenios que hicieron su
feroz contrarreforma agraria antes de que hubiera la más mínima reforma; una
refundación del olvido con el nombre engolado de patria; la despedida
definitiva de una madre que no volverá a ver a su hijo enviado a la guerra; un
país rural visto desde los centros del poder por el lado más lejano del
catalejo; un pequeño país que quisiera la exhumación de nuestra memoria
enterrada en no se sabe dónde; una legión de eneenes que suman miles de seres
contados en las frías estadísticas; mujeres empecinadas y valientes que como
Paulina Mahecha buscan que el cuerpo de sus familiares encuentren por fin una
sepultura para ellos y también para enterrar su dolor, en fin, aparecen en este
cuaderno documental.
La suma de fotos de estos “Lugares de memoria” parece
recordarnos el aserto del filósofo mexicano Emilio Uranga, un humanista
influenciado por José Gaos, el transterrado pensador español anclado en México
tras las persecuciones franquistas: “Qué son en definitiva las ideologías?
Autorizaciones, muy generales y permisivas, de decir y de actuar”.
En verdad, en estos registros fotográficos aparecen
como responsables más que los fotógrafos, quienes produjeron los hechos
violentos. Y de una manera que no escamotea la orilla ideológica de quienes los
ejecutaron.
En su labor fotográfica, ahora que muchos ciudadanos
en un espurio unanimismo critican más a quienes denuncian los horrores que a
quienes los llevan a cabo, los fotógrafos de guerra (y pienso en personas como
el magnífico Jesús Abad Colorado), podrían decir como Pablo Picasso cuando un
día infame los nazis forzaron su casa en el París ocupado. Uno de los
arrogantes oficiales alemanes le dijo a Picasso frente a su “Guernica”, casi
que le recriminó con acento inquisitorial: “Usted ha hecho esto?” Y el
resabiado, el tozudo pintor español le respondió con sorna quizá más que con
altivez: “No, en verdad esto lo hicieron ustedes”.
Como el pintor de “Guernica”, y más allá de sus
herramientas diversas, un reportero gráfico es un despertador de conciencias:
un llamado a ejercer la mirada sin temor, a ejercer la libertad individual
“frente a sí mismo y a la sociedad”, como lo plantea con certeza Erich Fromm en
su legendario libro “El miedo a la libertad”. El pensador alemán señala algo
que para su país que ya estaba en las bases del nazismo y que no pocas veces
sentimos latente en nuestro medio: un “amor al poderoso”, un “odio al débil”.
Resulta entonces un tanto inútil parafrasear las
fotografías reunidas en este cuaderno, pero sí verlas en sus suscitaciones más
allá del arte en su condición de testimonio, de retratos de emergencia que
señalan una voluntad denunciante, puesto que no son fotos que se regodeen en
una belleza formal sino en una estética del desasosiego, una búsqueda de
verdades, en una veracidad que atiende sin duda a la historia. Son imágenes que
narran sin narrar, una suerte de retrato hablado a varias voces, un registro
visual del que carece un medio tan buscado en la cotidianidad como la radio.
Ésta, a pesar de su poderosa penetración, carece de cuerpo, de una posible
constatación visual de los hechos y por tanto se avecina con cierta fantasmalidad.
La fijeza de la fotografía frente a la condición efímera de las imágenes
televisivas, resulta una impronta imborrable a la que se puede regresar como a
un mantra, como a un espejo.
Conmueve que la retina del autor de cada fotografía,
como la libreta de apuntes del cronista, sea tan vigilante, y que éste busque
de manera conciente estar en el lugar donde tiene que estar y en la hora
oportuna.
No es posible mirar estas estampas sin ser arrastrados
a un pasadizo de nuestra historia como en una galería o en un museo de espejos.
Ellos reflejan nuestro pasmo y nuestro destino colectivo. No es posible, y en
estas fotografías resulta claro, dejar de pensar con Welles que la historia
humana es esencialmente la historia de las ideas, pero también que “nuestra verdadera
historia es la de la humanidad”.
Cada una de estas fotografías concita, y muy
posiblemente, no es una idea incial al momento de obturar la cámara, un
carácter crítico en un contexto específico. Pero lo rebasa para trascender más
allá de esa misma coyuntura. Son trabajos que no pactan con la amnesia, que
siempre está alimentada por quienes propician el aturdimiento intelectual desde
las esferas del poder.
Y esto, que nace de un escueto deber informativo, no
deja de tener además un entronque cultural más allá de una sociología de cuño
periodístico. Pues si bien es cierto que a la cultura le han venido reduciendo,
o desestimulando en los medios su mapa de acción, al mismo tiempo y en igual
proporción que ha crecido el mapa de los sacrificados, el testimonio gráfico de
nuestra historia pasada y reciente inserta en el alma colectiva las imágenes de
las víctimas, muchas veces desdibujadas por otros medios masivos como la
televisión y su profusión de seriados que sacralizan al victimario y disminuyen
a la víctima, como si los perseguidos, los asesinados o expoliados fueran tan
solo extras en la película de la violencia cotidiana. Esta distorsión logra que
de manera paulatina nos deje de perturbar que la muerte pierda su proceso
biológico natural y que olvidemos que el crimen es una forma hasta de matar a
la muerte.
Fátima Fernández, prologuista del libro de Norbert
Elías “La soledad de los moribundos”, recuerda que en el Renacimiento las
viudas y las madres recibían en sus manos el cuerpo de sus esposos e hijos como
los reproduce Miguel Ángel en sus esculturas y que “hoy los médicos y
autoridades civiles les entregan el cadáver a los técnicos de las agencias
funerarias”.
Pero en el caso colombiano, como ahora en el de
México, y a pesar de nuestra repulsa a los cambios sociales aceptados frente a
la muerte criminal, el asunto es mucho más doloroso en el marco de las
violencias, pues muchas veces ni viudas ni madres saben en qué lugar están sus
muertos. El de los familiares de las víctimas es un dolor insepulto.
De ahí la importancia de una memoria fotográfica como
esta que fija el suceso como en un álbum, doloroso pero rastreable en nuestra
tragedia colectiva y que ésto nos haga más concientes de lo que también nos
sucede en los demás.
Con la fotografía se trata, y evoco unas palabras de
Susan Sontag, de crear “una gramática y sobre todo una ética de la visión”. Me
resulta innecesario entonces parafrasear las fotografías reunidas en este
cuaderno, pero sí encuentro válido verlas más allá del arte en su condición de
testimonio, de retratos de emergencia que señalan una voluntad denunciante y
ética, pues no son retratos que se regodeen en la belleza formal sino en una
estética del desasosiego en busca de verdades, de lo que se esconde debajo de
la alfombra de la historia oficial.
Conmueve que la retina del autor de cada fotografía,
como la libreta de apuntes de un cronista, resulte tan vigilante, tan
acusiosamente vigilante. No es que crea en un remedo comercial de la Kodak que
afirmaba en su publicidad: “Usted oprima el botón, nosotros ponemos el resto”,
como lo recuerda Susan Sontag, ni que una imagen sea más poderosa que mil
palabras, a no ser que estas sean huecas o calcáreas, pues el lenguaje también
es, y de qué manera, imagen. Pero si es bueno celebrar que un lenguaje en
apariencia ágrafo a pesar de sus secretas gramáticas y sintaxis, tenga tan
vasto poder revelador. Hay en todo este oficio del reporterismo gráfico una
especie de heroísmo de cuño cultural frente a la evasión y al narcisismo de los
nuevos usos de la fotografía, una actividad hoy despojada de valores por
multitudes de personas que se regodean en la privacidad de hechos banales que
vuelven públicos, como tantos desocupados que se hacen innumerables
autoretratos, en algo que definió muy bien Ricardo Silva al llamarlos
“paparazzis de sí mismos”.
La fotografía documental siempre atenta contra los
espejismos, busca como núcleo de su interés escarbar en el túmulo de las
verdades, borradas o amañadas, por dolorosas que sean. Es por todo esto que
estas memorias fragmentadas nos ayudan a construir un mapa social en el que
muchas generaciones lamentablemente aprenden geografía por los nombres de los
pueblos masacrados.
La memoria es constructora, pone bases a la casona del
mundo, por el contrario la desmemoria las mina, las barrena, y por eso en los
regímenes autoritarios hay una enajenación de las huellas y también un impulso
exultante de todos los olvidos. Pero, además, y sin que quizás sea un hecho
programático, la fotografía exorciza nuestros terrores en la medida en que
confrontamos la realidad. Ya sabemos con Hannah Arendt, la pensadora alemana
que por algún tiempo fue apátrida al serle suprimida su nacionalidad por orden
del nazismo, que “el terror es la esencia de la dominación totalitaria”, venga
de la orilla que provenga.
En la historia cultural del país la fotografía
realizada más allá de la comodidad de un estudio tiene un carácter negativo
para quienes ven en toda revelación un hecho subversivo, pero la que en verdad
es subversiva es nuestra erizada realidad.
Fotografía y memoria son algo más que unas palabras
siamesas, pero sin duda cada una depende de la otra, están hechas del mismo
cuerpo, de la misma materia. Si pensamos, a manera de ejemplo, en una bien
conocida fotografía de Jorge Eliécer Gaitán, que entiendo es obra de Sady
González, en donde el caudillo liberal de “la restauración moral de la
república” yace muerto, rodeado de médicos que no miran el cadáver sino a la
lente; o si pensamos en la foto de un tranvía en llamas que sería lo único que
marchaba sobre rieles en la Bogotá insurrecta, recuperamos una memoria de
hechos no vividos de manera personal, inclusive podría ocurrirle a generaciones
venideras.
Creo oportuno y
necesario el ejercicio propuesto a los fotógrafos colombianos por parte
de la revista “Arcadia” y del “Centro de memoria histórica”. Esta pequeña
colección, más allá de ceñirse a una condición ilustrativa de una noticia
escrita, resulta en sí misma un documento importante de unas décadas sombrías
que ojalá lleguemos a superar.
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