JULIO CESAR LONDOÑO
EN LA PRIMERA FERIA DEL LIBRO Y LA LECTURA
"TINTA Y PAPEL"
EN PALMIRA
Mayo 23 al 25 de 2.007
Afiche a la derecha.
(Clic sobre las imagenes para ampliarlas. Luego clic en "Atrás" para volver aquí)
TEXTO:
Presentación de William Ospina
(Mayo 25, 2.007, Auditorio Comfaunión)
Conferencias:
"Lectura, mercado y silicio" (Mayo 24) y "Comercio y civilización" (Mayo 23)
Agradecemos al escritor y ensayista habernos proporcionado los tres textos
y la autorización para publicarlos.
---Presentación de William Ospina.
Al destino le gusta jugar con nuestros sueños, barajarlos, revolverlos, trastocarlos. Y se los baraja a todo el mundo, al príncipe y al obrero, a la diva y a la modista, al humilde y al soberbio, al devoto y al ateo. Y hasta a Dios mismo, si nos atenemos a las Escrituras, porque muy temprano Eva se le salió del libreto, por fortuna. Ni siquiera William Ospina ha escapado a las travesuras del destino. Al principio quiso ser abogado pero la brisa de las cinco de Caliwood le trastornó el cerebro y lo volvió poeta. Se aplicó a la empresa con una devoción que ya la quisiera el Vaticano para sus curas, no quiso ser otra cosa que poeta y escribió, luego de aplicarse durante 17 inviernos al estudio de la preceptiva, versos que parecen dictados directamente por el Espíritu.
Al norte está la razón estudiando la lluvia, descifrando los truenos.
Al sur están los danzantes engendrando la lluvia,
al sur están los tambores inventando los truenos.Al sur están los danzantes engendrando la lluvia,
También escribió, claro, versos inspirados en la carne.
Tanto mintió con esos labios rojos
Tanto mintió con esos ojos sabios
Que al fin mentira fueron también los ojos
Y al fin mentira fueron también los labios.
Tanto mintió con esos ojos sabios
Que al fin mentira fueron también los ojos
Y al fin mentira fueron también los labios.
Pero el destino volvió a barajar las cosas y lo puso a escribir en los periódicos, a fundar revistas y a trabajar en agencias de publicidad, esa materia que Álvaro Mutis define como el arte de hacer que la gente compre lo que no necesita, con la plata que no tiene.
Un día, años después, se despertó gregoriamente sobresaltado. Se había convertido en un ensayista, es decir, en el antónimo del poeta. Resignado, tomó su rapidógrafo negro y escribió miles de páginas precisas sobre los méritos de América y el legado de Europa, sobre la educación, la medicina, las ciudades y la publicidad, y al tiempo, contra Europa, contra las ciudades, contra la publicidad, contra la medicina y contra la ciencia toda, con una furia más biliosa que la de Fernando Vallejo pero con una prosa que nos hizo contener el aliento a todos, y se resignó a ser el mejor ensayista en la tierra de Baldomero Sanín Cano, e incluso en la tierra de Germán Arciniegas.
Pero el destino aún le tenía reservada otra sorpresa: al éxito editorial y los grandes tirajes, al oro y los claros clarines y las giras triunfales no llegaría montado en los arpegios de la poesía ni parapetado en los rigores del ensayo sino en un volumen gordo y ligero a la vez, Ursúa, la primera novela íntima sobre la Conquista de América. Casi sin percatarse, se había convertido en un referente moral e intelectual obligado, en un autor al que los profesores volvían la mirada cuando de educación, periodismo, política, historia, ecología, precolombinos o literatura se tratara. En suma, William Ospina habíase convertido en una especie de conciencia de su tiempo, y recordé un ensayo de su juventud que evocaba con nostalgia a la antigüedad, cuando el poeta era una parte vital de la comunidad, alguien que contaba la historia de su nación y escribía sus mitos, inventaba sus dioses y componía sus canciones, y pensé, William, se te están cumpliendo todas tus utopías.
Yo le debo muchas horas de felicidad a este hijo del Tolima. En sus libros he aprendido mucho, y he repasado como debe ser, con alegría. También, hay que decirlo, le he robado algunas cosillas, un giro, una idea y a veces párrafos completos. Nunca me lo ha reprochado. A esa águila no lo perturba un colibrí parlero, y el bosque no echa de menos una hoja. Sólo una vez me pareció advertir en su voz un asomo de ironía. “Los escritores no leen nada”, me dijo. Yo me quedé mudo. En ese entonces él era poeta y yo era escritor. “Es verdad –se explicó–, ellos no leen nada porque son sordos a las melodías ajenas: viven extasiados con el sonido de su propia voz, y cuando leen algo es para ver qué pueden raponear”. Yo me hice el desentendido y le dije: buenas noches, maestro William Ospina, para Palmira es motivo de fiesta que usted esté hoy aquí con nosotros.
---Un día, años después, se despertó gregoriamente sobresaltado. Se había convertido en un ensayista, es decir, en el antónimo del poeta. Resignado, tomó su rapidógrafo negro y escribió miles de páginas precisas sobre los méritos de América y el legado de Europa, sobre la educación, la medicina, las ciudades y la publicidad, y al tiempo, contra Europa, contra las ciudades, contra la publicidad, contra la medicina y contra la ciencia toda, con una furia más biliosa que la de Fernando Vallejo pero con una prosa que nos hizo contener el aliento a todos, y se resignó a ser el mejor ensayista en la tierra de Baldomero Sanín Cano, e incluso en la tierra de Germán Arciniegas.
Pero el destino aún le tenía reservada otra sorpresa: al éxito editorial y los grandes tirajes, al oro y los claros clarines y las giras triunfales no llegaría montado en los arpegios de la poesía ni parapetado en los rigores del ensayo sino en un volumen gordo y ligero a la vez, Ursúa, la primera novela íntima sobre la Conquista de América. Casi sin percatarse, se había convertido en un referente moral e intelectual obligado, en un autor al que los profesores volvían la mirada cuando de educación, periodismo, política, historia, ecología, precolombinos o literatura se tratara. En suma, William Ospina habíase convertido en una especie de conciencia de su tiempo, y recordé un ensayo de su juventud que evocaba con nostalgia a la antigüedad, cuando el poeta era una parte vital de la comunidad, alguien que contaba la historia de su nación y escribía sus mitos, inventaba sus dioses y componía sus canciones, y pensé, William, se te están cumpliendo todas tus utopías.
Yo le debo muchas horas de felicidad a este hijo del Tolima. En sus libros he aprendido mucho, y he repasado como debe ser, con alegría. También, hay que decirlo, le he robado algunas cosillas, un giro, una idea y a veces párrafos completos. Nunca me lo ha reprochado. A esa águila no lo perturba un colibrí parlero, y el bosque no echa de menos una hoja. Sólo una vez me pareció advertir en su voz un asomo de ironía. “Los escritores no leen nada”, me dijo. Yo me quedé mudo. En ese entonces él era poeta y yo era escritor. “Es verdad –se explicó–, ellos no leen nada porque son sordos a las melodías ajenas: viven extasiados con el sonido de su propia voz, y cuando leen algo es para ver qué pueden raponear”. Yo me hice el desentendido y le dije: buenas noches, maestro William Ospina, para Palmira es motivo de fiesta que usted esté hoy aquí con nosotros.
Luego de esta presentación intervino es escritor William Ospina con su conferencia sobre
EL LIBRO Y LA LECTURA. La foto de arriba corresponde al momento en el cual la leía.
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FOTOGRAFIAS EN EL EVENTO
Cámara: MIC de NTC ...
William Ospina y Julio César Londoño durante el evento.
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Julio César Londoño, Horacio Benavides y William Ospina,
son homenajeados por los organizadores del evento.
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CONFERENCIAS:
Lectura, mercado y silicio
Julio César Londoño
Lectura, mercado y silicio
Julio César Londoño
En el siglo pasado la muerte del libro fue decretada 3 veces. La primera se produjo a raíz del auge de la radiodifusión, luego de la I Guerra Mundial; la segunda, a finales de los 40, obedeció a la irrupción del televisor en los hogares; la tercera se produjo hace poco, en los 90, cuando se creyó que Internet, el libro digital y la multimedia eran escollos insalvables para el viejo y querido libro de papel, y el gran gurú de la era del silicio, Bill Gates, afirmó que sus días estaban contados.
Por ahora, las cifras indican otra cosa. El año pasado la industria del libro estadounidense –el país más “conectado” del globo– creció 8%, sólo en Barcelona se imprimieron 60 mil títulos (una colección tan grande como la Biblioteca de Comfaunión) y la Fnac, una cadena francesa de librerías enormes como supermercados, donde la gente compra libros en canastas, abrió 12 sucursales en otros países del viejo continente.
El libro digital, en cambio, no despegó. Stephen King, rey del best seller en soporte de papel, sólo vendió unas 20.000 copias de sus libros virtuales. Muchas empresas del ramo tuvieron que cerrar, y otras se sostienen gracias a la popularidad de las enciclopedias en CD, obras que venden millones de ejemplares en los países desarrollados por su precio, interactividad y facilidad de consulta.
De la arcilla al plástico
A largo plazo, sin embargo, es probable, y deseable, que se cumpla el vaticinio de Gates. A volúmenes iguales, el costo de producción unitario del CD es mucho menor que el del libro, y su popularización salvaría millones de hectáreas de bosques, flores y pájaros. La distribución de “contenidos” en línea (“bajar” textos, imágenes, juegos, softwares) es de una eficiencia y economía con las que no puede competir el transporte real.
La desaparición del libro no es tan terrible como creen los lectores románticos. Es sólo un cambio de soporte. Los mayores de 40 años aún extrañan la textura y el olor del papel pero algún día reconocerán que pasar del paralelepípedo de papel al disco plástico es algo tan cómodo como pasar de las tablas arcilla al papiro o del trueque al papel moneda.
Lo más probable es que el libro de papel vuelva a ser lo que fue hace siglos, un exótico artículo de lujo. En el tercer mundo ya estamos alcanzando ese Medioevo: ¡el costo promedio de un libro representa 1/12 del salario mínimo! (En Europa es cinco veces menor). En Colombia, se pueden señalar dos causas responsables de esta aberrante situación: la dramática disminución del salario real, es la primera; la segunda es la admisión de España a la Comunidad Europea. Para ser admitida en ese exclusivo club, España se vio obligada a unificar (léase ‘elevar’) los precios de muchos de sus bienes y servicios, entre ellos los libros, hecho que disparó los precios del mercado editorial iberoamericano. (De España viene el 70 % de los libros que leemos los colombianos).
Piratería
Permítanme hacer un paréntesis para referirme a la piratería, un delito que consiste en copiar con fines comerciales libros, películas, música o software sin autorización del propietario de los derechos de autor. Esta práctica le ha generado grandes pérdidas a las editoriales, los estudios de cine, las casas disqueras y las compañías de computación. También a los artistas, actores, escritores, productores y programadores. Y a los estados, que dejaron de percibir cinco billones de dólares por concepto de los impuestos provenientes de estas empresas en el 2006. Si sumamos el hecho de que en los últimos 2 años más de 700.000 personas perdieron su empleo por los recortes de personal que el fenómeno ha provocado, podemos hacernos una idea de la gravedad de la situación.
Los piratas se defienden. Argumentan que su trabajo ha generado millones de empleos informales; que los verdaderamente perjudicados son unos cuantos millonarios, y que esta práctica no hace sino algo de elemental justicia: redistribuir el ingreso. Yo podría regalarles otro argumento, uno del que me hizo caer en cuenta el ingeniero Fernando Leal: la piratería ha precipitado una revolución cultural sin precedentes en la historia: ha puesto los productos culturales al alcance de las masas. Hace veinte años una película en Betamax tenía un costo de 3.000 pesos, es decir, 48.000 pesos de hoy, y sólo podían comprarla personas muy adineradas. Ahora casi cualquiera puede tener en su casa una buena filmoteca. Los discos de 30.000 se consiguen en la calle a 2.000, y los libros de 40.000 los encontramos en los andenes, nuevecitos, a 10.000. Es como si un dios moderno y travieso hubiera decidido arrojar sobre el mundo, en lugar de maná, libros y CD’s.
Es difícil, lo reconozco, sopesar los pro y los contra de la piratería, sobre todo porque no hay cifras ni siquiera aproximadas de los volúmenes del mercado pirata. A pesar de ese espectáculo maravilloso –el arte y la literatura en los andenes de las naciones del tercer mundo–, hay que reconocer que lo que está en juego es algo tan serio como la legalidad y el estado de derecho. No sé que pasará en el futuro con este problema pero mientras tanto está ocurriendo algo que nos beneficia a todos: la piratería está presionando hacia abajo los precios de los productos culturales legales. Fin del paréntesis.
Es que la gente ya no lee
La repetida queja “Es que la gente ya no lee” es falsa porque induce a pensar que en el pasado fuimos mejores lectores. En realidad se leía menos por la sencilla razón de que la gente no sabía leer. (En Colombia, por ejemplo, el analfabetismo pasó del 90% de principios del siglo XIX, al 10 o 5% del momento actual). Las exigencias de un mercado laboral cada vez más tecnológico han incidido en el aumento de los índices de escolaridad en el mundo, y por ende en el crecimiento de la tasa de lectura, en la segunda mitad de ese siglo. En los países desarrollados, la población urbana equiparó a la rural a finales de los años 40. Esto produjo que por primera vez hubiera más demanda de servicios que de bienes, y cambio la correlación de obreros y empleados. En Estados Unidos el punto de inflexión se produjo exactamente en 1953, año en que el número de personas que manejaban información (empleados) superó por primera vez al número de los que manipulaban cualquier otra cosa (obreros) en ese país. Por eso se fecha en ese año el comienzo de la era de la información, al menos para los países del primer mundo. En Latinoamérica, la población urbana igualó a la rural a finales de los años sesenta. En Colombia, los desplazamientos ocasionados por la violencia adelantaron unos años este fenómeno, pero sólo entramos a la era de la información a finales de los ochenta, como la mayoría de los países de la región.
La queja correcta es “La gente no lee” o mejor: “La gente no ha leído nunca”, particularmente cierta en el caso colombiano, cuya tasa de lectura es de 0.6 libros per cápita al año (si se incluyen los textos de estudio la tasa asciende a 2.4 libros por cada par de ojos o, lo que es igual, 1.2 libros por ojo). Uno puede tratar de tranquilizarse pensando que la televisión subsana las cosas, que las telenovelas y los dramatizados son sucedáneos de las novelas literarias (y a veces mejores), que los noticieros suplen mal que bien a los periódicos, que las series animadas reemplazan con ventaja a las tiras cómicas, que la historia es menos jarta en película y que un documental científico es más didáctico que un ensayo de divulgación.
El cubo mágico
Todo esto es verdad, pero no es toda la verdad; veamos: hay novelas que no se pueden llevar al cine (Cien años de soledad y Pedro Páramo son dos ejemplos cercanos y famosos); los “análisis” de los noticieros son muy superficiales comparados con los de los periódicos; sólo una pequeña parte de los temas y ensayos científicos es llevada al audiovisual, y casi siempre con mucho retraso con respecto a la fecha de su publicación escrita; y hay materias –la filosofía, la economía y la matemática, entre otras– que son refractarias a la puesta en escena. Por todo esto, es claro que el cine y la televisión complementan, nunca reemplazan, la información escrita.
En la lectura hay un ejercicio intelectual y espiritual indispensable para la formación de la personalidad. Algo como de oración hay en la lectura. Sin libros no hay hombres, y sin diarios no hay ciudadanos” dijo Churchill, uno de los mejores hombres y ciudadanos de la Inglaterra del siglo pasado. Escribir un proyecto, redactar una carta, sostener una conversación o hablar en público operaciones cotidianas que requieren unas destrezas verbales que difícilmente adquiere quien no dedique siquiera unos minutos diarios a la lectura.
Tal vez no esté de más recordar aquí que las habilidades verbales son cuatro; en su orden: escuchar, hablar, leer y escribir. Se está trabajando sobre las dos últimas, la lectura y la escritura, pero nadie habla de las primeras, que son quizá más importantes: nadie nos enseña a conversar ni, lo que es peor, a escuchar. Hace falta una materia en el pensum, la gramática de la conversación, que nos enseñen los trucos de una buena exposición, cómo manejar manejar la mirada, cómo calcular la geometría del auditorio, cuidar que nuestros gestos y nuestras palabras apunten en la misma dirección, que el gesto subraye las palabras, que sepamos intercalemos las pausas de la cortesía, que nos mordamos la lengua y aprendamos a escuchar con los oídos, claro, pero sobre todo con el corazón y, por encima de todas las cosas, que no interrumpamos a nuestro interlocutor, al menos no en su primera frase. Hay que recordales a los muchachos que es con palabras negociamos, seducimos, vendemos, discutimos, debatimos, ordenamos o rogamos, que con ellas hacemos fiestas y reuniones, transamos con el enemigo y nos reímos con los amigos. También hay que recordarles, claro, que la palabra es un intrumento de poder, y por tanto peligroso; que una palabra incorrecta, o correcta pero dicha con un tono equivocado, puede arruinar, un noviazgo o un lazo familiar o la relación entre dos países.
La estrategia
El desgano de la gente por los libros, y los pobres resultados en comprensión de lectura que arrojan las Pruebas del Icfes, nos están hablando a las claras de la urgencia de adoptar una estrategia seductora para vencer esa apatía. Como nadie ignora, el camino del desarrollo de las naciones pasa por la educación, y ésta depende, en buena parte, de la capacidad de la gente para manejar información escrita –en papel o en pantallas de computador.
Los analistas de la educación han propuesto una estrategia de dos puntos para enfrentar este desgano. El primero es la construcción de bibliotecas públicas, dotadas con una buena sección de telemática, en todo el país. El déficit en este renglón es muy alto. Ni siquiera las ciudades intermedias poseen bibliotecas decentes. El Ministerio de Educación ha hecho inversiones en dotación de computadores para escuelas públicas pero aún falta mucho. El segundo punto es pedagógico, y distingue entre la literatura, por una parte, y la ciencia y las humanidades por la otra.
El programa de literatura en el ciclo de enseñanza básica está recargado de obras antiguas de muy difícil digestión para un adolescente. Los clásicos viejos, entendiendo por esto los editados antes de 1900, exigen del lector conocimientos mitológicos, sociales y geopolíticos que ningún joven tiene. Es imperioso reemplazarlas por obras contemporáneas breves y agarradoras. Estos cambios en el catálogo de lecturas deben ir acompañados por una reforma del programa de licenciatura en letras que haga énfasis en la crítica, entendida ésta como un arte de seducción, no de exégesis. Es urgente compilar una antología de ensayos críticos sobre las obras del nuevo catálogo; sería una excelente ayuda para el profesor de literatura.
Allí no pueden faltar Alfonso Reyes, el mejor ensayista de Méjico, Jorge Luis Borges, el suramericano que tuvo el atrevimiento de enseñarle crítica literaria a los europeos, como antes Andrés Bello les había enseñado gramática española a los españoles, cosa que aún no le perdonan; Pedro Henríquez Ureña, un señor dominicano muy inteligente; Paul Valéry, a ratos más inteligente que Borges; Oscar Wilde, ese irlandés profundo que le gustaba parecer superficial, justo al contrario de los críticos malos, criaturas superficiales que quieren parecer profundas; o Günter Blöcker, del que les recomiendo un texto ya canónico de la crítica: Líneas y perfiles de la literatura moderna, y William Ospina, un tolimense iluminado que estará mañana en este mismo estrado).
Los signos en la grava
Algo equivalente hay que hacer en ciencias y humanidades. Tenemos que reconocer que nos sobra información pero nos falta encanto. Hay que agregarle a la severidad de las teorías la gracia de la anécdota y la claridad y la prosa del buen ensayo de divulgación. Es rico, y los alumnos lo agradecen, si el profesor interrumpe los cálculos de la clase sobre gravitación, por ejemplo, para contar que era tal el respeto que Newton infundía, que sus colegas de la Universidad de Cambridge daban rodeos para no pisar los diagramas que el sabio trazaba en la grava del patio; o haver un paréntesis en la lección de biología para contar que Konrad Lorenz solía recorrer los caminos de su pueblo en bicicleta, al atardecer, seguido siempre por una bandada de pájaros. Los ensayos de François Jacob, Carl Sagan, Martin Gardner o los del paisa Antonio Vélez, y los documentales de Audiovisuales, Discovery Channel, National Geographic y People and Arts, pueden ayudarnos a demostrarles a los estudiantes que el estudio puede ser también una fiesta y una pasión; a convencerlos de que la clase puede ser una prolongación del recreo.
Creo que la puesta en práctica de esta estrategia significaría el principio de la reconciliación de los jóvenes con los libros y con el conocimiento. Si todo fallara, habrá que apelar a argumentos menos nobles y recordarles, por ejemplo, que en este siglo el oro ya no será de los que tengan tierras o petróleo sino información... compadecidos, los dioses de la era del silicio nos guiñan el ojo a los que no tenemos oro, petróleo ni tierras.
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Por ahora, las cifras indican otra cosa. El año pasado la industria del libro estadounidense –el país más “conectado” del globo– creció 8%, sólo en Barcelona se imprimieron 60 mil títulos (una colección tan grande como la Biblioteca de Comfaunión) y la Fnac, una cadena francesa de librerías enormes como supermercados, donde la gente compra libros en canastas, abrió 12 sucursales en otros países del viejo continente.
El libro digital, en cambio, no despegó. Stephen King, rey del best seller en soporte de papel, sólo vendió unas 20.000 copias de sus libros virtuales. Muchas empresas del ramo tuvieron que cerrar, y otras se sostienen gracias a la popularidad de las enciclopedias en CD, obras que venden millones de ejemplares en los países desarrollados por su precio, interactividad y facilidad de consulta.
De la arcilla al plástico
A largo plazo, sin embargo, es probable, y deseable, que se cumpla el vaticinio de Gates. A volúmenes iguales, el costo de producción unitario del CD es mucho menor que el del libro, y su popularización salvaría millones de hectáreas de bosques, flores y pájaros. La distribución de “contenidos” en línea (“bajar” textos, imágenes, juegos, softwares) es de una eficiencia y economía con las que no puede competir el transporte real.
La desaparición del libro no es tan terrible como creen los lectores románticos. Es sólo un cambio de soporte. Los mayores de 40 años aún extrañan la textura y el olor del papel pero algún día reconocerán que pasar del paralelepípedo de papel al disco plástico es algo tan cómodo como pasar de las tablas arcilla al papiro o del trueque al papel moneda.
Lo más probable es que el libro de papel vuelva a ser lo que fue hace siglos, un exótico artículo de lujo. En el tercer mundo ya estamos alcanzando ese Medioevo: ¡el costo promedio de un libro representa 1/12 del salario mínimo! (En Europa es cinco veces menor). En Colombia, se pueden señalar dos causas responsables de esta aberrante situación: la dramática disminución del salario real, es la primera; la segunda es la admisión de España a la Comunidad Europea. Para ser admitida en ese exclusivo club, España se vio obligada a unificar (léase ‘elevar’) los precios de muchos de sus bienes y servicios, entre ellos los libros, hecho que disparó los precios del mercado editorial iberoamericano. (De España viene el 70 % de los libros que leemos los colombianos).
Piratería
Permítanme hacer un paréntesis para referirme a la piratería, un delito que consiste en copiar con fines comerciales libros, películas, música o software sin autorización del propietario de los derechos de autor. Esta práctica le ha generado grandes pérdidas a las editoriales, los estudios de cine, las casas disqueras y las compañías de computación. También a los artistas, actores, escritores, productores y programadores. Y a los estados, que dejaron de percibir cinco billones de dólares por concepto de los impuestos provenientes de estas empresas en el 2006. Si sumamos el hecho de que en los últimos 2 años más de 700.000 personas perdieron su empleo por los recortes de personal que el fenómeno ha provocado, podemos hacernos una idea de la gravedad de la situación.
Los piratas se defienden. Argumentan que su trabajo ha generado millones de empleos informales; que los verdaderamente perjudicados son unos cuantos millonarios, y que esta práctica no hace sino algo de elemental justicia: redistribuir el ingreso. Yo podría regalarles otro argumento, uno del que me hizo caer en cuenta el ingeniero Fernando Leal: la piratería ha precipitado una revolución cultural sin precedentes en la historia: ha puesto los productos culturales al alcance de las masas. Hace veinte años una película en Betamax tenía un costo de 3.000 pesos, es decir, 48.000 pesos de hoy, y sólo podían comprarla personas muy adineradas. Ahora casi cualquiera puede tener en su casa una buena filmoteca. Los discos de 30.000 se consiguen en la calle a 2.000, y los libros de 40.000 los encontramos en los andenes, nuevecitos, a 10.000. Es como si un dios moderno y travieso hubiera decidido arrojar sobre el mundo, en lugar de maná, libros y CD’s.
Es difícil, lo reconozco, sopesar los pro y los contra de la piratería, sobre todo porque no hay cifras ni siquiera aproximadas de los volúmenes del mercado pirata. A pesar de ese espectáculo maravilloso –el arte y la literatura en los andenes de las naciones del tercer mundo–, hay que reconocer que lo que está en juego es algo tan serio como la legalidad y el estado de derecho. No sé que pasará en el futuro con este problema pero mientras tanto está ocurriendo algo que nos beneficia a todos: la piratería está presionando hacia abajo los precios de los productos culturales legales. Fin del paréntesis.
Es que la gente ya no lee
La repetida queja “Es que la gente ya no lee” es falsa porque induce a pensar que en el pasado fuimos mejores lectores. En realidad se leía menos por la sencilla razón de que la gente no sabía leer. (En Colombia, por ejemplo, el analfabetismo pasó del 90% de principios del siglo XIX, al 10 o 5% del momento actual). Las exigencias de un mercado laboral cada vez más tecnológico han incidido en el aumento de los índices de escolaridad en el mundo, y por ende en el crecimiento de la tasa de lectura, en la segunda mitad de ese siglo. En los países desarrollados, la población urbana equiparó a la rural a finales de los años 40. Esto produjo que por primera vez hubiera más demanda de servicios que de bienes, y cambio la correlación de obreros y empleados. En Estados Unidos el punto de inflexión se produjo exactamente en 1953, año en que el número de personas que manejaban información (empleados) superó por primera vez al número de los que manipulaban cualquier otra cosa (obreros) en ese país. Por eso se fecha en ese año el comienzo de la era de la información, al menos para los países del primer mundo. En Latinoamérica, la población urbana igualó a la rural a finales de los años sesenta. En Colombia, los desplazamientos ocasionados por la violencia adelantaron unos años este fenómeno, pero sólo entramos a la era de la información a finales de los ochenta, como la mayoría de los países de la región.
La queja correcta es “La gente no lee” o mejor: “La gente no ha leído nunca”, particularmente cierta en el caso colombiano, cuya tasa de lectura es de 0.6 libros per cápita al año (si se incluyen los textos de estudio la tasa asciende a 2.4 libros por cada par de ojos o, lo que es igual, 1.2 libros por ojo). Uno puede tratar de tranquilizarse pensando que la televisión subsana las cosas, que las telenovelas y los dramatizados son sucedáneos de las novelas literarias (y a veces mejores), que los noticieros suplen mal que bien a los periódicos, que las series animadas reemplazan con ventaja a las tiras cómicas, que la historia es menos jarta en película y que un documental científico es más didáctico que un ensayo de divulgación.
El cubo mágico
Todo esto es verdad, pero no es toda la verdad; veamos: hay novelas que no se pueden llevar al cine (Cien años de soledad y Pedro Páramo son dos ejemplos cercanos y famosos); los “análisis” de los noticieros son muy superficiales comparados con los de los periódicos; sólo una pequeña parte de los temas y ensayos científicos es llevada al audiovisual, y casi siempre con mucho retraso con respecto a la fecha de su publicación escrita; y hay materias –la filosofía, la economía y la matemática, entre otras– que son refractarias a la puesta en escena. Por todo esto, es claro que el cine y la televisión complementan, nunca reemplazan, la información escrita.
En la lectura hay un ejercicio intelectual y espiritual indispensable para la formación de la personalidad. Algo como de oración hay en la lectura. Sin libros no hay hombres, y sin diarios no hay ciudadanos” dijo Churchill, uno de los mejores hombres y ciudadanos de la Inglaterra del siglo pasado. Escribir un proyecto, redactar una carta, sostener una conversación o hablar en público operaciones cotidianas que requieren unas destrezas verbales que difícilmente adquiere quien no dedique siquiera unos minutos diarios a la lectura.
Tal vez no esté de más recordar aquí que las habilidades verbales son cuatro; en su orden: escuchar, hablar, leer y escribir. Se está trabajando sobre las dos últimas, la lectura y la escritura, pero nadie habla de las primeras, que son quizá más importantes: nadie nos enseña a conversar ni, lo que es peor, a escuchar. Hace falta una materia en el pensum, la gramática de la conversación, que nos enseñen los trucos de una buena exposición, cómo manejar manejar la mirada, cómo calcular la geometría del auditorio, cuidar que nuestros gestos y nuestras palabras apunten en la misma dirección, que el gesto subraye las palabras, que sepamos intercalemos las pausas de la cortesía, que nos mordamos la lengua y aprendamos a escuchar con los oídos, claro, pero sobre todo con el corazón y, por encima de todas las cosas, que no interrumpamos a nuestro interlocutor, al menos no en su primera frase. Hay que recordales a los muchachos que es con palabras negociamos, seducimos, vendemos, discutimos, debatimos, ordenamos o rogamos, que con ellas hacemos fiestas y reuniones, transamos con el enemigo y nos reímos con los amigos. También hay que recordarles, claro, que la palabra es un intrumento de poder, y por tanto peligroso; que una palabra incorrecta, o correcta pero dicha con un tono equivocado, puede arruinar, un noviazgo o un lazo familiar o la relación entre dos países.
La estrategia
El desgano de la gente por los libros, y los pobres resultados en comprensión de lectura que arrojan las Pruebas del Icfes, nos están hablando a las claras de la urgencia de adoptar una estrategia seductora para vencer esa apatía. Como nadie ignora, el camino del desarrollo de las naciones pasa por la educación, y ésta depende, en buena parte, de la capacidad de la gente para manejar información escrita –en papel o en pantallas de computador.
Los analistas de la educación han propuesto una estrategia de dos puntos para enfrentar este desgano. El primero es la construcción de bibliotecas públicas, dotadas con una buena sección de telemática, en todo el país. El déficit en este renglón es muy alto. Ni siquiera las ciudades intermedias poseen bibliotecas decentes. El Ministerio de Educación ha hecho inversiones en dotación de computadores para escuelas públicas pero aún falta mucho. El segundo punto es pedagógico, y distingue entre la literatura, por una parte, y la ciencia y las humanidades por la otra.
El programa de literatura en el ciclo de enseñanza básica está recargado de obras antiguas de muy difícil digestión para un adolescente. Los clásicos viejos, entendiendo por esto los editados antes de 1900, exigen del lector conocimientos mitológicos, sociales y geopolíticos que ningún joven tiene. Es imperioso reemplazarlas por obras contemporáneas breves y agarradoras. Estos cambios en el catálogo de lecturas deben ir acompañados por una reforma del programa de licenciatura en letras que haga énfasis en la crítica, entendida ésta como un arte de seducción, no de exégesis. Es urgente compilar una antología de ensayos críticos sobre las obras del nuevo catálogo; sería una excelente ayuda para el profesor de literatura.
Allí no pueden faltar Alfonso Reyes, el mejor ensayista de Méjico, Jorge Luis Borges, el suramericano que tuvo el atrevimiento de enseñarle crítica literaria a los europeos, como antes Andrés Bello les había enseñado gramática española a los españoles, cosa que aún no le perdonan; Pedro Henríquez Ureña, un señor dominicano muy inteligente; Paul Valéry, a ratos más inteligente que Borges; Oscar Wilde, ese irlandés profundo que le gustaba parecer superficial, justo al contrario de los críticos malos, criaturas superficiales que quieren parecer profundas; o Günter Blöcker, del que les recomiendo un texto ya canónico de la crítica: Líneas y perfiles de la literatura moderna, y William Ospina, un tolimense iluminado que estará mañana en este mismo estrado).
Los signos en la grava
Algo equivalente hay que hacer en ciencias y humanidades. Tenemos que reconocer que nos sobra información pero nos falta encanto. Hay que agregarle a la severidad de las teorías la gracia de la anécdota y la claridad y la prosa del buen ensayo de divulgación. Es rico, y los alumnos lo agradecen, si el profesor interrumpe los cálculos de la clase sobre gravitación, por ejemplo, para contar que era tal el respeto que Newton infundía, que sus colegas de la Universidad de Cambridge daban rodeos para no pisar los diagramas que el sabio trazaba en la grava del patio; o haver un paréntesis en la lección de biología para contar que Konrad Lorenz solía recorrer los caminos de su pueblo en bicicleta, al atardecer, seguido siempre por una bandada de pájaros. Los ensayos de François Jacob, Carl Sagan, Martin Gardner o los del paisa Antonio Vélez, y los documentales de Audiovisuales, Discovery Channel, National Geographic y People and Arts, pueden ayudarnos a demostrarles a los estudiantes que el estudio puede ser también una fiesta y una pasión; a convencerlos de que la clase puede ser una prolongación del recreo.
Creo que la puesta en práctica de esta estrategia significaría el principio de la reconciliación de los jóvenes con los libros y con el conocimiento. Si todo fallara, habrá que apelar a argumentos menos nobles y recordarles, por ejemplo, que en este siglo el oro ya no será de los que tengan tierras o petróleo sino información... compadecidos, los dioses de la era del silicio nos guiñan el ojo a los que no tenemos oro, petróleo ni tierras.
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Comercio y civilización
Julio César Londoño
La relación entre los intelectuales y los comerciantes ha estado siempre marcada por la envidia. Los intelectuales les envidian sus riquezas y comodidades, sus viajes por el mundo, la posibilidad de tomarle el pulso a la realidad todos los días de manera directa, allí, en la calle, en el mercado, en la bolsa, en esos índices numéricos que resumen el movimiento y los afanes de los cientos de millones de personas que día a día producen bienes o servicios, y de sus clientes, los 6.500 millones de personas que hoy respiramos en este planeta.
Los comerciantes envidian la enorme diversidad de datos que manejan los intelectuales, su capacidad para tener siempre lista la cita oportuna, el verso pertinente, la fecha exacta y, a veces, vastas panorámicas históricas.
Saben que si bien ellos pueden moverse con soltura en el espacio, los intelectuales son ágiles para moverse en el espacio; que si bien ellos pueden viajar cuando quieran a la China contemporánea, el intelectual puede ir ya a la China de Cuan Ti, el emperador que erigió la célebre muralla y ordenó quemar todos los libros. Un paréntesis: la muralla, se sabe, fue erigida para defenderse de las invasiones de sus enemigos. La quema de los libros, se sospecha, fue ordenada para borrar un solo libro, el que contaba las andanzas de juventud de la madre del emperador, una señora bella y casquivana.
Los historiadores de la tecnología aseguran que todas las máquinas tienen algo que ver con la rueda, que ella es la madre de todas las máquinas y que fue inventada por los comerciantes y los constructores, quienes necesitaban transportar sus productos y sus materiales de manera rápida y eficaz. Las primeras ruedas debieron ser empíricas, es decir, construidas a base de sentido común, imitando la rodaja del tronco de un árbol, seguramente. Pero luego, para que el invento se perfeccionara fue necesaria la intervención de una persona capaz de notar que todos los radios de la rueda debían ser iguales, partir del centro e incrustarse perpendicularmente en la circunferencia, es decir, fue necesario un geómetra, un intelectual. Desde el remoto día de la invención de la rueda, pues, el comerciante y el intelectual han tenido que caminar de la mano.
La rueda se inventó en Sumer, que después se llamó Babilonia, en el sur de Irak, hacia el 3.500 antes de Cristo, es decir, por la misma época y en la misma región donde apareció la escritura cuneiforme, unos garabatos que parecen pisadas de pájaro sobre unas tablillas de barro fresco que luego se secaban al sol de Sumer (quizá por esto llamamos hoy “ladrillos” a los libros pesados y oscuros). Diecisiete siglos después, pero allí mismo, los jueces de Babilonia redactaron sobre una piedra negra de basalto de dos metros de altura el Código de Hammurabi, el primer intento conocido de poner por escrito leyes sociales de convivencia armónica, las reglas del respeto por el otro, el verdadero comienzo de la civilización. En el mismo siglo del Código, el 18 antes de Cristo, los matemáticos babilonios idearon un método de numeración posicional del cual se deriva nuestro sistema decimal, el de las unidades, las decenas y las centenas. No contentos con esto, los babilonios fueron los primeros astrólogos, ciencia que desarrollaron hasta lograr precisiones asombrosas. Los actuales métodos de cálculo de los eclipses lunares, demos por caso, comportan errores de hasta medio segundo de arco por año en la determinación del movimiento del Sol. El error de los cálculos de Kidinnú, astrólogo de Babilonia, ¡era de 7/10 de segundo! Allí, pues, en esa pequeñísima porción de tierra que rodea el Golfo Pérsico, se idearon o se pusieron a punto cinco ingenios cruciales de la humanidad: la rueda, la escritura, la matemática, el derecho y la astronomía.
Los números se inventaron para llevar las cuentas de los mercaderes; las letras, para preservar la memoria de los pueblos, su historia, materia que les interesaba principalmente a los políticos; la astronomía era una materia religiosa porque los astros eran dioses, pero también tenía un interés mundano porque los agricultores necesitaban conocer el calendario de las fases de la luna para anticiparse a los cambios del clima y predecir la precipitación de las lluvias. Las leyes de Hammurabi se hicieron para combatir la injusticia que se derivaba del imperio de la voluntad del más fuerte, y el salvajismo de la ley del talión, la que aconsejaba cobrar ojo por ojo y diente por diente.
Este repaso a los orígenes de la civilización muestra que desde entonces marcharon de la mano los intelectuales (escribas, matemáticos y astrónomos) con mercaderes tradicionales, con mercaderes muy sofisticados, los políticos, y con los sacerdotes, una casta rejugada: eran intelectuales, políticos y comerciantes a la vez (y lo siguen siendo).
Los sucesos hasta aquí reseñados se sucedieron entre el comienzo de la historia, que se fecha con la aparición de la escritura, hacia el 3.500 antes de Cristo, como acabamos de ver, y el fin de la Edad Antigua, fechada en el siglo V después de Cristo.
La universidad es un invento africano. La primera, la Universidad de Al-Qarawyin, fue erigida en Fez, Marruecos, en el año 859 después de Cristo, y un siglo después abrió sus puertas en el Cairo la Universidad de Al-Azhar. Ambas estaban consagradas al estudio del Corán, las lenguas árabes, los problemas del mundo islámico y los misterios de las ciencias naturales. Las universidades europeas datan del siglo 12, cuando se decidió reunir en un solo edificio varias escuelas de artes y oficios para optimizar recursos y generar sinergias (la palabra es nueva pero la idea es vieja). Para las carreras académicas tradicionales, como el derecho, la teología o la filosofía, se contrató a los intelectuales que ya dictaban esas materias en las escuelas catedralicias que funcionaban desde mucho tiempo atrás. Pero para el estudio de disciplinas empíricas, como la metalurgia, la arquitectura, la botánica o la farmacopea, fue necesario recurrir a los gremios de artesanos que trabajaban en estos campos. Así, la facultad de metalurgia contrató herreros, alquimistas y dibujantes; para el estudio de la farmacopea fue necesario el auxilio de barberos, sobadores, sangradores, anatomistas y herbolarios; las escuelas de arquitectura contrataron geómetras, maestros, vitralistas, pintores, carpinteros, escultores y taraceadores. El fabricante de vinos, el curtidor de pieles, el tallador de gemas y el armero alternaban la atención de sus negocios con la cátedra universitaria. De nuevo, pues, como al principio, en Sumer, vemos esa minga magnífica de intelectuales, sacerdotes, artesanos y comerciantes.
Hoy, esos vínculos se han estrechado. La complejidad de las investigaciones obliga a que los equipos científicos sean multidisciplinarios. Ya no es posible, como en el Renacimiento, que alguien se las sepa todas. Los trabajos de biología molecular requieren la participación de ingenieros genéticos, fisico-químicos, estadísticos y expertos en sistemas, y los altos costos de las investigaciones no podrían sufragarse sin el concurso de la empresa privada, es decir, de los comerciantes.
Gracias a esta combinación de esfuerzos, la especie ha hecho un conjunto de creaciones prodigiosas: ha compuesto canciones, plegarias, himnos y ecuaciones; ha construido puentes que saltan sobre los ríos y unen los pueblos; ha pasado del ábaco las sumadoras de manivela, la regla de cálculo, los telares mecánicos y el computador; ha hecho unos discos blancos que se compran por centavos en la tienda de la esquina y nos libran del dolor; el promedio de vida pasó de los 30 años de hace un siglo a los 70 de hoy; el desciframiento del código genético promete curar desde la cuna, quizá, las enfermedades que iban a agobiarnos en la vejez; las enciclopedias dejaron de ser obras que contenían una pequeña fracción del conocimiento humano y se hacían de manera tan lenta que nacían ya obsoletas, para tomar la forma de modernos buscadores de internet, esos monstruos que lo saben todo y cuyas enciclopedias y periódicos se redactan segundo a segundo ante nuestros ojos.
Todas las profesiones, es fácil demostrarlo, se desarrollan mejor si participan de un concurso de intelectuales y mercaderes: el músico, que busca la melodía y la armonía justas para estremecer el corazón de esa altiva muchacha, encuentra en la compañía disquera un aparato de amplificación y distribución que nunca podría manejar por sí solo; el sacerdote, que no lo arredran las fuerzas oscuras y consagra su vida a la búsqueda de la virtud y al descubrimiento del alfabeto del lenguaje que le place a la divinidad, oficia una liturgia que es suma de culturas y concurso de esfuerzos; el médico, que conoce las leyes del cuerpo y los secretos de su tenue compañera, el alma, y la alquimia exacta de las pócimas que pueden restablecer el equilibrio del organismo enfermo, no sabría qué hacer hoy sin la ayuda de los laboratorios; el cocinero, que sabe escoger los frutos de la tierra, del agua o del aire, y preparar con fuego y especies los alimentos que luego serán, músculo y sangre, ideas y obras, labios y rizos, miradas o suspiros, necesita un comerciante, alguien que le atienda la clientela para que no se le quemen los alimentos en el fogón. En todas las profesiones vemos lo mismo, la feliz amalgama del mercader y el hombre de estudio.
No todo son mieles, por supuesto, ni estoy aquí para persuadirlos de que vivimos en el mejor de los mundos posibles. La segunda mitad del siglo pasado y los años que van de este tercer milenio han visto crecer el comercio, la ciencia, la tecnología, la publicidad y la información a una velocidad que amenaza con dejar deja atrás al ser humano, a un ritmo que no siempre consulta los intereses superiores de la especie. Así, la tecnología, esa resultante de la sociedad del científico y el industrial, parece más interesada en la producción que en el medio ambiente, y es más efectiva para inundarnos de artefactos que para evitar que esos cacharros nos tiznen el aire y nos ensucien las aguas. La publicidad, esa argucia de artistas y mercaderes, se ha especializado en hacernos comprar lo que no necesitamos con la plata que no tenemos, pero no pone el mismo empeño a la hora de diseñar campañas cívicas. Nos promete elíxires que nos harán más sanos y cirugías que nos harán más esbeltos y técnicas que nos harán más ricos y hasta métodos para leer como una máquina, pero nunca los escuchamos decir cómo podemos ser mejores seres humanos, cómo convivir con un kilo de más o un diente torcido. La información moderna, que nació en los diarios del siglo 19 como una sociedad de escritores y vendedores hasta alcanzar la complejidad multidisciplinaria de internet y de la televisión contemporánea, nos abruma con sus ráfagas de no sé cuántos kilobites por segundo pero descuida la calidad del mensaje. Preferiríamos menos cantidad y más análisis y más poesía en el lenguaje informativo. Preferiríamos que la vieja sabiduría no se hubiera diluido en mero conocimiento, que el conocimiento no se evaporara en mera información, que la información no se banalizara en mero entretenimiento, que ciertas tradiciones no fueran engullidas por el torbellino de la moda, y que los principios fueran más importantes que la imagen. También quisiéramos que el científico pesara más en las grandes decisiones de la sociedad, que dejara de ser apenas un empleado del industrial y del político.
¿Como podemos lograrlo? ¿Cómo podemos siquiera intentarlo? Todos los analistas coinciden en la misma respuesta: educación. Una inversión decidida en educación es una condición necesaria (no sé si será suficiente) para revertir estas antipáticas tendencias de la modernidad, estas desagradables e inesperadas consecuencias del progreso.
La educación es necesaria para el crecimiento personal y profesional de las personas y las naciones. Esto es algo obvio y sabido. Pero en el contexto de esta conferencia, lo que quiero subrayar es que la educación es indispensable para que la masa pese en las decisiones del estado, para que la opinión pública juegue el trascendental e indelegable papel que debe jugar, para que la democracia tenga sentido algún día y las grandes decisiones no se dejen al capricho de un puñado de dirigentes, por más sabios, ricos o poderosos que sean.
A los que descreen del poder de la gente y piensan que la masa es muy débil frente a las maquinarias del poder, basta recordarles que hace tres años un movimiento espontáneo de la opinión pública cambió en ocho días la correlación de las fuerzas políticas de España y llevó a la presidencia al señor Rodríguez Zapatero.
Yo sueño con el día en que Colombia tenga, gracias a la educación en general y a la divulgación científica en particular, una masa crítica bien informada. Un grupo representativo, digamos un 20 por ciento de la población, que tenga nociones claras sobre temas esenciales: genoma, transgénicos, ecología, política nacional, drogas, economía. Esta masa crítica sería un multiplicador de información en los hogares y en la comunidad, y haría que un porcentaje mucho mayor de la población tuviera un criterio sólido a la hora de debatir problemas, tomar decisiones, responder encuestas o elegir gobernantes. No estoy hablando de que todos nos volvamos especialistas en política y biología molecular, no; sólo pido que tengamos los prerrequisitos necesarios para seguir la línea gruesa de esas investigaciones, y reflexionar sobre sus principales implicaciones éticas y económicas. ¿Será bueno para el mundo que clonemos a Bill Gates? ¿A David Beckam? ¿A Sofía Vergara? Después de sumar y restar con calma, ¿nos conviene el TLC?
El aborto, el homosexualismo, el narcotráfico, los diálogos de paz, la parapolítica, los medicamentos genéricos, el neoliberalismo, el tratado de libre comercio o el calentamiento global son asuntos tan delicados, tan cruciales para la especie, para la vida y para el planeta, que todos debemos tomar parte en esos debates porque son cuestiones de las que no podemos desentendernos ni dejarlas al arbitrio del ajedrez del político, ni de la vanidad del intelectual ni de la ambición del comerciante.
Un pueblo educado, apenas es necesario insistir en esto, se autorregula, adopta escalas de valores trascendentes, distingue mejor el oro de la escoria y no lo manipulan fácilmente los publicistas ni los demagogos. Un pueblo educado tiende naturalmente a la ética, es más competitivo, elige bien y lo gobierna cualquiera, hasta un político.
En esta empresa educativa que estoy soñando, que muchos soñamos, el intelectual y el comerciante juegan roles definitivos. No sé si exagero, pero creo que de la grandeza con que estos dos señores asuman sus responsabilidades sociales en el futuro inmediato, depende en buena parte que el mundo se salve y la civilización prevalezca.
Julio César Londoño
La relación entre los intelectuales y los comerciantes ha estado siempre marcada por la envidia. Los intelectuales les envidian sus riquezas y comodidades, sus viajes por el mundo, la posibilidad de tomarle el pulso a la realidad todos los días de manera directa, allí, en la calle, en el mercado, en la bolsa, en esos índices numéricos que resumen el movimiento y los afanes de los cientos de millones de personas que día a día producen bienes o servicios, y de sus clientes, los 6.500 millones de personas que hoy respiramos en este planeta.
Los comerciantes envidian la enorme diversidad de datos que manejan los intelectuales, su capacidad para tener siempre lista la cita oportuna, el verso pertinente, la fecha exacta y, a veces, vastas panorámicas históricas.
Saben que si bien ellos pueden moverse con soltura en el espacio, los intelectuales son ágiles para moverse en el espacio; que si bien ellos pueden viajar cuando quieran a la China contemporánea, el intelectual puede ir ya a la China de Cuan Ti, el emperador que erigió la célebre muralla y ordenó quemar todos los libros. Un paréntesis: la muralla, se sabe, fue erigida para defenderse de las invasiones de sus enemigos. La quema de los libros, se sospecha, fue ordenada para borrar un solo libro, el que contaba las andanzas de juventud de la madre del emperador, una señora bella y casquivana.
Los historiadores de la tecnología aseguran que todas las máquinas tienen algo que ver con la rueda, que ella es la madre de todas las máquinas y que fue inventada por los comerciantes y los constructores, quienes necesitaban transportar sus productos y sus materiales de manera rápida y eficaz. Las primeras ruedas debieron ser empíricas, es decir, construidas a base de sentido común, imitando la rodaja del tronco de un árbol, seguramente. Pero luego, para que el invento se perfeccionara fue necesaria la intervención de una persona capaz de notar que todos los radios de la rueda debían ser iguales, partir del centro e incrustarse perpendicularmente en la circunferencia, es decir, fue necesario un geómetra, un intelectual. Desde el remoto día de la invención de la rueda, pues, el comerciante y el intelectual han tenido que caminar de la mano.
La rueda se inventó en Sumer, que después se llamó Babilonia, en el sur de Irak, hacia el 3.500 antes de Cristo, es decir, por la misma época y en la misma región donde apareció la escritura cuneiforme, unos garabatos que parecen pisadas de pájaro sobre unas tablillas de barro fresco que luego se secaban al sol de Sumer (quizá por esto llamamos hoy “ladrillos” a los libros pesados y oscuros). Diecisiete siglos después, pero allí mismo, los jueces de Babilonia redactaron sobre una piedra negra de basalto de dos metros de altura el Código de Hammurabi, el primer intento conocido de poner por escrito leyes sociales de convivencia armónica, las reglas del respeto por el otro, el verdadero comienzo de la civilización. En el mismo siglo del Código, el 18 antes de Cristo, los matemáticos babilonios idearon un método de numeración posicional del cual se deriva nuestro sistema decimal, el de las unidades, las decenas y las centenas. No contentos con esto, los babilonios fueron los primeros astrólogos, ciencia que desarrollaron hasta lograr precisiones asombrosas. Los actuales métodos de cálculo de los eclipses lunares, demos por caso, comportan errores de hasta medio segundo de arco por año en la determinación del movimiento del Sol. El error de los cálculos de Kidinnú, astrólogo de Babilonia, ¡era de 7/10 de segundo! Allí, pues, en esa pequeñísima porción de tierra que rodea el Golfo Pérsico, se idearon o se pusieron a punto cinco ingenios cruciales de la humanidad: la rueda, la escritura, la matemática, el derecho y la astronomía.
Los números se inventaron para llevar las cuentas de los mercaderes; las letras, para preservar la memoria de los pueblos, su historia, materia que les interesaba principalmente a los políticos; la astronomía era una materia religiosa porque los astros eran dioses, pero también tenía un interés mundano porque los agricultores necesitaban conocer el calendario de las fases de la luna para anticiparse a los cambios del clima y predecir la precipitación de las lluvias. Las leyes de Hammurabi se hicieron para combatir la injusticia que se derivaba del imperio de la voluntad del más fuerte, y el salvajismo de la ley del talión, la que aconsejaba cobrar ojo por ojo y diente por diente.
Este repaso a los orígenes de la civilización muestra que desde entonces marcharon de la mano los intelectuales (escribas, matemáticos y astrónomos) con mercaderes tradicionales, con mercaderes muy sofisticados, los políticos, y con los sacerdotes, una casta rejugada: eran intelectuales, políticos y comerciantes a la vez (y lo siguen siendo).
Los sucesos hasta aquí reseñados se sucedieron entre el comienzo de la historia, que se fecha con la aparición de la escritura, hacia el 3.500 antes de Cristo, como acabamos de ver, y el fin de la Edad Antigua, fechada en el siglo V después de Cristo.
La universidad es un invento africano. La primera, la Universidad de Al-Qarawyin, fue erigida en Fez, Marruecos, en el año 859 después de Cristo, y un siglo después abrió sus puertas en el Cairo la Universidad de Al-Azhar. Ambas estaban consagradas al estudio del Corán, las lenguas árabes, los problemas del mundo islámico y los misterios de las ciencias naturales. Las universidades europeas datan del siglo 12, cuando se decidió reunir en un solo edificio varias escuelas de artes y oficios para optimizar recursos y generar sinergias (la palabra es nueva pero la idea es vieja). Para las carreras académicas tradicionales, como el derecho, la teología o la filosofía, se contrató a los intelectuales que ya dictaban esas materias en las escuelas catedralicias que funcionaban desde mucho tiempo atrás. Pero para el estudio de disciplinas empíricas, como la metalurgia, la arquitectura, la botánica o la farmacopea, fue necesario recurrir a los gremios de artesanos que trabajaban en estos campos. Así, la facultad de metalurgia contrató herreros, alquimistas y dibujantes; para el estudio de la farmacopea fue necesario el auxilio de barberos, sobadores, sangradores, anatomistas y herbolarios; las escuelas de arquitectura contrataron geómetras, maestros, vitralistas, pintores, carpinteros, escultores y taraceadores. El fabricante de vinos, el curtidor de pieles, el tallador de gemas y el armero alternaban la atención de sus negocios con la cátedra universitaria. De nuevo, pues, como al principio, en Sumer, vemos esa minga magnífica de intelectuales, sacerdotes, artesanos y comerciantes.
Hoy, esos vínculos se han estrechado. La complejidad de las investigaciones obliga a que los equipos científicos sean multidisciplinarios. Ya no es posible, como en el Renacimiento, que alguien se las sepa todas. Los trabajos de biología molecular requieren la participación de ingenieros genéticos, fisico-químicos, estadísticos y expertos en sistemas, y los altos costos de las investigaciones no podrían sufragarse sin el concurso de la empresa privada, es decir, de los comerciantes.
Gracias a esta combinación de esfuerzos, la especie ha hecho un conjunto de creaciones prodigiosas: ha compuesto canciones, plegarias, himnos y ecuaciones; ha construido puentes que saltan sobre los ríos y unen los pueblos; ha pasado del ábaco las sumadoras de manivela, la regla de cálculo, los telares mecánicos y el computador; ha hecho unos discos blancos que se compran por centavos en la tienda de la esquina y nos libran del dolor; el promedio de vida pasó de los 30 años de hace un siglo a los 70 de hoy; el desciframiento del código genético promete curar desde la cuna, quizá, las enfermedades que iban a agobiarnos en la vejez; las enciclopedias dejaron de ser obras que contenían una pequeña fracción del conocimiento humano y se hacían de manera tan lenta que nacían ya obsoletas, para tomar la forma de modernos buscadores de internet, esos monstruos que lo saben todo y cuyas enciclopedias y periódicos se redactan segundo a segundo ante nuestros ojos.
Todas las profesiones, es fácil demostrarlo, se desarrollan mejor si participan de un concurso de intelectuales y mercaderes: el músico, que busca la melodía y la armonía justas para estremecer el corazón de esa altiva muchacha, encuentra en la compañía disquera un aparato de amplificación y distribución que nunca podría manejar por sí solo; el sacerdote, que no lo arredran las fuerzas oscuras y consagra su vida a la búsqueda de la virtud y al descubrimiento del alfabeto del lenguaje que le place a la divinidad, oficia una liturgia que es suma de culturas y concurso de esfuerzos; el médico, que conoce las leyes del cuerpo y los secretos de su tenue compañera, el alma, y la alquimia exacta de las pócimas que pueden restablecer el equilibrio del organismo enfermo, no sabría qué hacer hoy sin la ayuda de los laboratorios; el cocinero, que sabe escoger los frutos de la tierra, del agua o del aire, y preparar con fuego y especies los alimentos que luego serán, músculo y sangre, ideas y obras, labios y rizos, miradas o suspiros, necesita un comerciante, alguien que le atienda la clientela para que no se le quemen los alimentos en el fogón. En todas las profesiones vemos lo mismo, la feliz amalgama del mercader y el hombre de estudio.
No todo son mieles, por supuesto, ni estoy aquí para persuadirlos de que vivimos en el mejor de los mundos posibles. La segunda mitad del siglo pasado y los años que van de este tercer milenio han visto crecer el comercio, la ciencia, la tecnología, la publicidad y la información a una velocidad que amenaza con dejar deja atrás al ser humano, a un ritmo que no siempre consulta los intereses superiores de la especie. Así, la tecnología, esa resultante de la sociedad del científico y el industrial, parece más interesada en la producción que en el medio ambiente, y es más efectiva para inundarnos de artefactos que para evitar que esos cacharros nos tiznen el aire y nos ensucien las aguas. La publicidad, esa argucia de artistas y mercaderes, se ha especializado en hacernos comprar lo que no necesitamos con la plata que no tenemos, pero no pone el mismo empeño a la hora de diseñar campañas cívicas. Nos promete elíxires que nos harán más sanos y cirugías que nos harán más esbeltos y técnicas que nos harán más ricos y hasta métodos para leer como una máquina, pero nunca los escuchamos decir cómo podemos ser mejores seres humanos, cómo convivir con un kilo de más o un diente torcido. La información moderna, que nació en los diarios del siglo 19 como una sociedad de escritores y vendedores hasta alcanzar la complejidad multidisciplinaria de internet y de la televisión contemporánea, nos abruma con sus ráfagas de no sé cuántos kilobites por segundo pero descuida la calidad del mensaje. Preferiríamos menos cantidad y más análisis y más poesía en el lenguaje informativo. Preferiríamos que la vieja sabiduría no se hubiera diluido en mero conocimiento, que el conocimiento no se evaporara en mera información, que la información no se banalizara en mero entretenimiento, que ciertas tradiciones no fueran engullidas por el torbellino de la moda, y que los principios fueran más importantes que la imagen. También quisiéramos que el científico pesara más en las grandes decisiones de la sociedad, que dejara de ser apenas un empleado del industrial y del político.
¿Como podemos lograrlo? ¿Cómo podemos siquiera intentarlo? Todos los analistas coinciden en la misma respuesta: educación. Una inversión decidida en educación es una condición necesaria (no sé si será suficiente) para revertir estas antipáticas tendencias de la modernidad, estas desagradables e inesperadas consecuencias del progreso.
La educación es necesaria para el crecimiento personal y profesional de las personas y las naciones. Esto es algo obvio y sabido. Pero en el contexto de esta conferencia, lo que quiero subrayar es que la educación es indispensable para que la masa pese en las decisiones del estado, para que la opinión pública juegue el trascendental e indelegable papel que debe jugar, para que la democracia tenga sentido algún día y las grandes decisiones no se dejen al capricho de un puñado de dirigentes, por más sabios, ricos o poderosos que sean.
A los que descreen del poder de la gente y piensan que la masa es muy débil frente a las maquinarias del poder, basta recordarles que hace tres años un movimiento espontáneo de la opinión pública cambió en ocho días la correlación de las fuerzas políticas de España y llevó a la presidencia al señor Rodríguez Zapatero.
Yo sueño con el día en que Colombia tenga, gracias a la educación en general y a la divulgación científica en particular, una masa crítica bien informada. Un grupo representativo, digamos un 20 por ciento de la población, que tenga nociones claras sobre temas esenciales: genoma, transgénicos, ecología, política nacional, drogas, economía. Esta masa crítica sería un multiplicador de información en los hogares y en la comunidad, y haría que un porcentaje mucho mayor de la población tuviera un criterio sólido a la hora de debatir problemas, tomar decisiones, responder encuestas o elegir gobernantes. No estoy hablando de que todos nos volvamos especialistas en política y biología molecular, no; sólo pido que tengamos los prerrequisitos necesarios para seguir la línea gruesa de esas investigaciones, y reflexionar sobre sus principales implicaciones éticas y económicas. ¿Será bueno para el mundo que clonemos a Bill Gates? ¿A David Beckam? ¿A Sofía Vergara? Después de sumar y restar con calma, ¿nos conviene el TLC?
El aborto, el homosexualismo, el narcotráfico, los diálogos de paz, la parapolítica, los medicamentos genéricos, el neoliberalismo, el tratado de libre comercio o el calentamiento global son asuntos tan delicados, tan cruciales para la especie, para la vida y para el planeta, que todos debemos tomar parte en esos debates porque son cuestiones de las que no podemos desentendernos ni dejarlas al arbitrio del ajedrez del político, ni de la vanidad del intelectual ni de la ambición del comerciante.
Un pueblo educado, apenas es necesario insistir en esto, se autorregula, adopta escalas de valores trascendentes, distingue mejor el oro de la escoria y no lo manipulan fácilmente los publicistas ni los demagogos. Un pueblo educado tiende naturalmente a la ética, es más competitivo, elige bien y lo gobierna cualquiera, hasta un político.
En esta empresa educativa que estoy soñando, que muchos soñamos, el intelectual y el comerciante juegan roles definitivos. No sé si exagero, pero creo que de la grandeza con que estos dos señores asuman sus responsabilidades sociales en el futuro inmediato, depende en buena parte que el mundo se salve y la civilización prevalezca.
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