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TULÚA, SU PERPECTIVA Y DEVENIR
ARMANDO BARONA MESA
https://www.facebook.com/gabriel.r.arbelaez/posts/10153332807018721?pnref=story
Texto leído en
"Tuluá y el Centro del Valle: una historia por contar"
SIMPOSIO, Versión II*
Y publicado en el Boletín No. 50, Nov. 2015 del
Centro de Historia de Tuluá
https://www.facebook.com/gabriel.r.arbelaez/posts/10153332807018721?pnref=story
Texto leído en
"Tuluá y el Centro del Valle: una historia por contar"
SIMPOSIO, Versión II*
Y publicado en el Boletín No. 50, Nov. 2015 del
Centro de Historia de Tuluá
Valoro en alto grado la gentil invitación que me hace el Centro de
Historia de Tulúa al cumplir sus treinta años de existencia, para venir a
disertar hoy, ante tan dilecto y culto auditorio, sobre esta ciudad tan cerca a
mis afectos familiares, y sobre sus gentes tradicionalmente afables y
sencillas, en una perspectiva histórica que marca por sí misma su devenir
presente y su futuro.
Esta Tuluá, que atesoro en
aquellos recuerdos infantiles, cuando venía al despertar de mi primera infancia
a visitar a mi abuela que vivía en una casita del barrio Sajonia, que recién
iniciaban, y en la que salía a caminar y correr por los potreros, en compañía
de una prima de mi misma edad, metiéndonos en las cañadas de cristalinas aguas
que surcaban el terreno amplio y plano, cogiendo mangos biches casi silvestres,
y guásimos que también comíamos, con la ansiedad de quien está conociendo los
primeros caminos y campos de la vida. Vimos allá, a la distancia del ojo, los
pájaros variados. Supimos lo que era el chamón, un revejecimiento tropical del
cuervo, con sus leyendas tormentosas, aun sin haber leído a Edgar Allan Poe.
Pasábamos el río y estábamos al lado del Gimnasio del Pacífico donde había
estudiado mi padre, y en nuestro paseo llegábamos
ansiosamente al parque Boyacá y a la Calle Sarmiento y allí, en compañía de una
tía, veíamos una película –todas las películas eran maravillosas-, en la
función matinal del teatro del mismo nombre. La espléndida jornada se cerraba
cuando disfrutábamos de unos popsicles -nombre inglés que solo se pronunciaba
en Tuluá- que traían de Cali, con todos los sabores de la crema dulce y
fragante de variadas frutas.
Oh, qué bello es recordar hoy, con el
cabello blanqueado por el tiempo, lo que eran esos años de esta ciudad apacible
pero vibrante, empujada hacia un progreso que entonces variaba de un año para
otro con un inusitado ritmo cosmopolita. Sí, yo amaba las vacaciones en esta
ciudad en la que también me desvelé oyendo el canto del búho en noches eternas
en que ese canto misterioso se me confundía en la imaginación con el sonido del
Pollo Malo, cuya presencia me estremecía de miedo, pero era consecuencia de la
sesión de cuentos de la tarde anterior, que le pedíamos al abuelo con
insistencia y que él contaba con su voz de conocedor de todas las historias y
los tiempos. Y la comida típica y sencilla de los huevos revueltos con cebolla
y tomate, que se llamaban y siguen llamándose pericos, el sancocho infaltable
de todos los días, los fríjoles con yuca y maduro y el arroz blanco y humeante
que hacía la abuela, con sus pasos lentos en la cocina y su hablado cansino de
acentos musicales. Nunca olvido el sudado de barbudo que mi padre compraba
recién pescado en el río tutelar de aguas grises. Ni los tamales que se
encargaban cerca del Gimnasio, con sabor a hoja de plátano, a carne de cerdo, a
papa, a masa y a gloria que no se volvieron a ver.
Ese Tuluá de mi memoria, donde nadie mataba a nadie ni robaba de día ni de noche, puede seguir existiendo sin intermitencias para los tulueños como ustedes, porque siempre fue así y no puede ser distinto. Gentes buenas que se juntaron a través de caminos que hasta aquí llegaban y aquí se difuminaban con el tiempo, sin que marcaran la ruta del regreso. Y digamos que de los pasajes de violencia que ensombrecieron la historia de finales de los años cuarenta y del cincuenta, hoy solo tienen presencia en la literatura magistral de Gustavo Álvarez Gardeazábal, que las captó para guardarlas en páginas imborrables, y del médico Daniel Caicedo, que antaño las reprodujo en su estremecedora obra Viento Seco.
Esos sucesos fueron un paréntesis de pálido terror en el que unos pocos malos ahogaban en pavor a muchos,
muchísimos buenos que jamás cambiaron su condición honrada ni la cambiarán en
el futuro.
El espíritu de los tulueños lo recuerdo
con los recuerdos de mi padre. En unas elecciones encendidas por la división
del partido liberal iban a enfrentarse en la plaza de Boyacá dos bandos ardidos
de pasión, esgrimiendo palos y pancartas, cuando el doctor Tomás Uribe Uribe
salió de su casa y cargado de autoridad se puso en el medio de la masa
enfurecida. Levantó sus brazos mientras ordenaba con vehemencia: "A ver
mis muchachos, todos se devuelven y se van para sus casas". Y el pueblo,
bajando las pancartas y los palos, daba media vuelta para obedecer al
patriarca.
Era la época en que desde el Gimnasio
salían las voces sabias de un profesorado que brillaba en las ciencias. Mi
padre era condiscípulo de Libardo Lozano Guerrero y de un loco ardiente,
periodista festivo que sacaba escrito en mimeógrafo un periodiquito llamado El
Gato. Era Francisco González, a quien todos conocían como Frisco y al que más
de uno le dio unos cuantos pescozones por sus burlas y cuchufletas. Ah, y había
llegado de Bogotá el doctor Fallon, profesor de literatura e hijo del gran
poeta romántico Diego Fallon, que recitaba de su padre los mejores versos a la
luna que se hayan escrito en Colombia: "Ya del oriente en el confín
profundo, / la luna aparta el nebuloso velo, / y leve sienta en el dormido
mundo/ su casto pie con virginal recelo..."
Ah, tantos amigos y conocidos he tenido
en esta tierra de don Juan Lemos de Aguirre. Por solo recordar a algunos he ahí
sus nombres: Doña Gertrudis Potes a quien vi desde lejos con su legendario
bastón de mando, Salustio Victoria, cuyo recuerdo del mejor orador que
existiera me ha llegado con su desempeño como Contralor General de la
República, el general Francisco Rojas Scarpetta, gran militar y Registrador
Nacional del Estado Civil, el doctor Absalón Fernández de Soto, ministro de
gobierno, magistrado del Consejo de Estado, gobernador dos veces de Valle del
Cauca, a quien conocí yo siendo estudiante cuando el Tribunal de Buga me nombró
Juez Municipal de Riofrío, el senador Libardo Lozano Guerrero, también
gobernador, Jorge Enrique y Julio Romero Soto, ambos ilustres magistrados y
grandes juristas, el hombre cívico por excelencia Federico Restrepo White,
padre de mi gran amigo Jorge Restrepo Potes, el doctor Germán Cruz Perdomo,
gran abogado y padre del también amigo entrañable Fernando Cruz Kronfly, el
gran escritor Enrique Uribe White, el rector Saulo Victoria Viveros, el
magistrado Néstor Grajales López, uno de los fundadores de la Universidad Central
del Valle, el diputado Pedro Vicente Cruz Gaitán, el jurista Carlos María
Lozano, otro de los fundadores de la Universidad Central del Valle, un sueño
convertido en realidad, el escritor Fernán Muñoz Jiménez, Freddy Jaramillo
compañero en el inicio de mis luchas políticas, el Ociólogo Hernán Moreno,
filósofo de la nada, el magistrado Marino Dávalos, el intrépido
Ignacio Cruz Roldán, el abogado Jaime Chany Valderrama, los pensadores Oscar y
Francisco Londoño Pineda, mi viejo
camarada de la Universidad del Cauca Arnulfo Arias, o la revolución inconclusa,
el notario Pablo Victoria, los magistrados de la Corte Suprema de Justicia
Lisandro Martínez Zúñiga y
Dídimo Páez Velandia, el escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal que ha hecho de
Tuluá una ciudad región casi como Comala o Macondo; y en la época actual el
poeta Omar Ortiz que le ha dado un sitio poético nacional a esta Tuluá que
recorre sus venas como la sangre.
Cuánto cabe de talento y mérito en la vida de estos hombres que dieron
lustre a sus propios nombres y a la ciudad en donde nacieron y alimentaron sus
sueños primeros. Estos hombres que he
citado fueron sencillos como la brisa de la tarde y lúcidos y transparentes
como las mañanas. Siento que el evocarlos hoy a ellos y otros muchos que se me
escapan, es como un acicate para las nuevas generaciones y como un estímulo
para las actuales que alimenta el camino recto y el tránsito por la arisca
senda de la vida.
La historia de Tuluá se fue haciendo de manera imperceptible por todos
los tulueños que en el mundo han sido. No hubo un acta de fundación. Ni un
cabildo que la presidiera, ni un memorial, ni un decreto del monarca español Felipe II o cualquiera otro.
No. Perdido en la rugosidad de los tiempos pretéritos se habla de un capitán
español de la conquista, don Juan de Lemos y Aguirre, quien con unas pocas
tropas peninsulares y unos cuantos indios domados y sometidos, enfrentó a los
feroces pijaos que extendían sus dominios hasta estos lares, y tomó posesión de
las tierras que entre los ríos Cauca y Tuluá se extendían bajo los ramalazos
del sol canicular y el encanto idílico de un valle feraz y hermoso, sin
antecedentes ni semejanzas con tierra alguna de la Península.
Ya estaba abierta la gobernación española de Buga y a cargo del capitán
español don Luis de Valenzuela y Fajardo, quien a pedido de Lemos de Aguirre le
legalizó las tierras que ya había tomado, grandes por cierto, y en ellas fundó,
lleno de ambiciones, una ciudad que llevara por nombre San Bartolomé Apóstol,
que años después se cambiaría por San Bartolomé de Tuluá, en reconocimiento de
los indios primitivos que habitaban la región. Era el 24 de agosto del año de
1639.
No se inició una empresa fácil, como
nada de la conquista lo fue. Don Juan Lemos de Aguirre, no era exactamente un
buscador de oro, sino un desbrozador de caminos y pensó en dos grandes
empresas, una que comunicaran a su ciudad y su zona con Quito, entonces
capital. Los españoles habían usado hasta entonces las rutas trazadas por los
pies descalzos de los aborígenes. Aguirre era un ingeniero natural. La segunda
gran empresa era el camino de Barragán, rumbo a Cartago, ya fundada por don
Jorge Robledo en 1540, y a Santa Fe. No fue esta labor una fruta comida.
Mientras estaba en esos menesteres hubo pocos cambios en el pequeño
poblado, que estaba subordinado apacible y soñoliento a la jurisdicción de Buga
durante muchos años. Una legendaria avenida del río Tuluá, sereno en apariencia
como casi todos los ríos, obligó a cambiar el sitio del poblado por el actual,
cerca al río Cauca. El otro cambio seguramente significativo fue la quiebra del
soñador don Pedro Lemos de Aguirre en la construcción de sus caminos.
Con el traslado se construyó una aldea con una iglesia rústica y
elemental consagrada a san Bartolomé, y alrededor se hizo una plaza y se fueron levantando viviendas con techos de
paja, para una población que crecía, especialmente por la llegada de numerosa
población afro e indígena proveniente de Anserma, ciudad también fundada por
Robledo. Y llegó a contar el villorrio con tres mil quinientas personas.
Ya el 30 de agosto de 1739 se le
nombró un cura a la iglesia, que subió un año después a la categoría de
parroquia. Ninguna otra autonomía ni poder político propios ejerció, pues la
supeditación a Buga era total. Solo fue treinta años después, en 1759, cuando
los vecinos de San Bartolomé de Tuluá hicieron petición formal, mediante
memorial y firmas ante el Virrey Solís, para que se les concediera el estatus
de Villa y se le cambiara el nombre al poblado por el de Aranjuez. Pero la
súplica fue denegada por la oposición de Buga y los vecinos de Andalucía, que
entonces curiosamente se llamaba Folleco, y Los Chancos.
Empero, se les nombró, como una gran conquista, un alcalde pedáneo, que
es el alcalde de una pedanía, como un caserío, dependiente en todo de la esfera
municipal de Buga.
Vendría luego, en 1778, un movimiento rebelde, de armas tomar, que se
llamó con desprecio por los españoles y los ricos la sublevación de las plebes. Los negros y
los indígenas de Llanogrande (Palmira) y Tuluá, coincidiendo con el movimiento Comunero del Socorro, que seguiría
por la misma causa hasta 1781, se rebelaron contra el visitador español don
Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres, quien aumentó en 1777 los impuestos al
aguardiente y al tabaco y ordenó, además, la construcción del camino hacia el
Chocó, con la participación de toda la población indígena y negra y mulata de
las dos poblaciones.
Todos los hacendados, miembros de una nobleza imprecisa que era la que
reinaba en este Nuevo Mundo, temblaron cuando les hablaron de los machetes y
las picas levantadas en movimientos iracundos por ese pueblo despreciable que
crecía en furor y en número. Se pidieron refuerzos a otros municipios, que no
llegaban.
Según el libro Tuluá, sus héroes y heroínas en la Independencia,
del autor Jesús Iván Sánchez Sánchez, “El 22 de julio el cabildo de Buga
dirigió el siguiente oficio a los Alcaldes Ordinarios y al Teniente de
Gobernador de la ciudad de Cali pidiendo ayuga para reprimir la sublevación:
Con ocasión de las listas que se han hecho y que tenemos para remitir, la plebe
de este vecindario a la apertura del camino del Chocó se ha sublevado alguna
parte o la mayor parte, especialmente la del partido de Llanogrande, y con su
ejemplo lo tenemos de toda la jurisdicción, pues han pasado a convocar los del
partido de Tuluá cinco mulatos con todas públicamente en esta forma, sino
con un papel (explicando los motivos de la sublevación) que trajeron a uno de
los cabos de la Compañía de los Pardos que se hallaban en la casa de don
Fernando Vivas … Concurrimos pidiendo a ustedes… que los tengamos en esta
ciudad el sábado o el domingo, por la mañana a más tardar.” Los auxilios y la gente armada no se hicieron
presentes, mientras crecía la amenaza y la angustia de los privilegiados.
Este movimiento, por supuesto, es un antecedente del movimiento
independentista de 1810. Había una levadura de malestar con los privilegios de
los españoles y el desprecio correlativo que se les aplicaba a los nacidos en
estos vastos territorios descubiertos por Colón, quienes debían jugar la vida
en un pentagrama de razas graduales, bien definidas según fuera el grado de
mestizaje que ostentaran. Y terminó la sublevación de la plebe como también
terminó el movimiento comunero de 1781, a base de diálogos engañosos y
disuasiones.
Hubo sí una cosa positiva: el virrey Manuel Antonio Vélez Maldonado
excluyó de la construcción del camino al Chocó de la protesta, a los negros,
indios y mulatos de Tuluá y Llanogrande. O sea que en cierta forma habían
ganado esta primera pelea.
Lo que siguió después fue esa quietud aparente de los pequeños pueblos
en sus vidas sencillas, en las que la
alegría solo se daba alrededor de un tiple, una guitarra y unas copas de
aguardiente, legítimo o de contrabando, que redimía el espíritu de la noria de
la diaria rutina de los oficios. Pero por debajo, con todos los sigilos, se
alimentaba el malestar contra los españoles. Era un pensamiento y un deseo
altamente peligrosos. Los españoles ejercían un poder brutal. Al reo lo mataban
varias veces y lo descuartizaban y exponían sus pedazos a las entradas de las
ciudades como escarmiento futuro a los demás ciudadanos. Así se hizo con José
Antonio Galán y Juan Francisco Berbeo y los demás comuneros.
En toda parte estaban frescos los acontecimientos que siguieron después
de la traición del arzobispo Antonio Caballero y Góngora. Luego vino la muerte
del recién llegado nuevo virrey a Santa Fe, don Juan de Torrezar Díaz, y la
apertura de lo que se llamaba el “pliego de mortaja”, que previsoramente
cargaban los virreyes de viaje donde dejaban establecido a su sucesor, en el
evento de un fallecimiento. En el caso del virrey Torrezar Díaz, éste señalaba
al arzobispo Antonio Caballero y Góngora como virrey. O sea que el pérfido y
perjuro que había violado sus juramentos ante la biblia para inundarlos de
sangre, asumiría conjuntamente los dos más altos cargos que en América pudiera
ejercer un destino humano: El Arzobispado y el Virreinato.
Claro, todos estos antecedentes cruentos y crueles por parte de las
autoridades españolas habían determinado, conjuntamente con los escritos
provenientes de la Revolución Francesa que también llegaban clandestinos, un
ambiente furtivo y sigiloso que se
trataba de disimular por todos los medios, en favor de un nuevo destino,
abiertamente independiente de la metrópolis. Lo que predominaba era todo un
conjunto de opiniones que, estratégicamente dirigidas epistolarmente desde
Londres por Francisco de Miranda a toda la América Hispana, como lo demuestro
en mis libros Nariño y Miranda, dos vidas paralelas y Cali
Precursora, buscaba aprovechar la coyuntura del apresamiento de Fernando
VII y de su padre Carlos IV por Napoleón en la ciudad francesa de Ballona con
la proliferación de cabildos que juraran fidelidad al rey, pero que en realidad
buscaran, como realmente ocurrió, la autonomía de gobiernos que asumieron desde
un comienzo el manejo de los asuntos públicos.
Tuluá, sin ser villa ni ciudad autónoma, toma parte muy activa en los
desarrollos que se fueron dando y que aquí, en el valle del Río Cauca,
afloraron anticipadamente sobre Santa Fe el 3 de julio de 1810. Toda esta
historia es larga y ya está escrita y no voy a intentar decirla en pocas
palabras.
Pero hay que resaltar que cuando se crea por el mismo Cabildo de Cali y
los cabildos de Caloto, Buga, Cartago, Toro y Anserma el 1º de febrero de 1811,
en una secuencia directa con el acta del 3 de julio, una organización política
que se denomina inicialmente las Ciudades Amigas, en realidad lo que estaba
naciendo era una Confederación en busca del gobierno regional, con armas
republicanas y decisión de mártires, encabezados por unos valientes y patriotas
listos a vencer o morir. Y allí estuvo Tuluá con su alcalde pedáneo, el prócer
Joaquín de Victoria, encargado del reclutamiento, y estaban el capitán tulueño
Pedro Pablo de la Cruz.
Sobresalió desde un principio el sabio y valiente sacerdote Juan María
Céspedes, quien había hecho parte de la Expedición Botánica y mostró su gran
patriotismo como un símbolo viviente de las gentes de esta tierra tulueña. Y es
preciso recordar a aquella mujer, encendida de heroísmo y valor, ella sola un
ejército, que se llamó y se llama porque para la patria no morirá, María
Antonia Ruiz. Era negra y era esclava.
Y es después de consolidada la independencia cuando finalmente se le
entrega a Tuluá su carta de naturaleza municipal o calidad de Villa. Antes de
producirse la reconquista de don Pablo Morillo y sus terribles enviados, ya lo
habían intentado infructuosamente una vez más ante el cabildo de Buga, más
resistente que los mismos españoles. Seguían contando los bugueños con el apoyo
de Los Chancos, Bugalagrande y Folleco, que se repite, era como se llamaba la
hoy Andalucía.
Fue entonces cuando el cabildo de Cali, que ejercía un liderazgo claro
en la época de las Ciudades Confederadas, resolvió en 1814 hacer ese
reconocimiento de Villa, que también extendió a Llanogrande. Reconocimiento
patriota muy valioso, pero sin duda efímero. Ya estaban encima todas las
desgracias y el patíbulo para los patriotas, en esa época horrenda de la
Pacificación o Reconquista.
Luego, ya en la República, el Congreso de 1824, a través del decreto del
23 de junio de ese año, erigió a Tuluá como uno de las cantones de la Gran
Provincia de Popayán. Pero los cantones también desaparecieron al poco
tiempo. O sea que la lucha continuaba; y
ya fue en el año de 1857 cuando se dictó la ley 20 del 21 de diciembre,
expedida por la Asamblea Constituyente del Estado Soberano del Cauca, por medio
de la cual se creó la provincia de
Tuluá, designándola como capital. Pero tampoco fue duradero, como que apenas se
estaban decantando las instituciones y Diez años después, se disolvieron
también las provincias.
El estatus de cabecera municipal solo fue definitivo cuando se creó el
Departamento del Valle del Cauca en 1910, con su capital Cali. La ciudad de
Tuluá, desde entonces, se convirtió en un municipio moderno del nuevo
departamento, con el territorio que actualmente tiene. Han pasado desde
entonces ciento cinco años.
Los vallecaucanos nos sentimos orgullosos de la ciudad de Tuluá. Ella
nos enseña hidalguía, empuje cívico y progreso. Hoy tiene como emblemas una
Universidad ejemplar que cubre el centro y el norte del departamento en los
aspectos científicos y culturales y en la preparación de los jóvenes con un
abanico abierto de posibilidades académicas en distintas profesiones liberales.
Tiene además un estadio enorme y de verdad, y hay equipo de fútbol que
descuella entre los grandes. Pero eso no es todo. Existe una red de vías
modernas y un punto estratégico geográfico privilegiado. Es por eso que hoy
Tuluá es una ciudad intermedia que se proyecta con un porvenir despejado, sin
llegar a los problemas modernos de las megalópolis. Sabe manejar su población y
siente el futuro sin temor, como un gran
desafío. Es por eso que hoy, como cuando yo era niño, siento el mismo orgullo
de estar entre ustedes y me siento contento de ser un amigo sincero de los tulueños.
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*** 19 de noviembre, 2015, Tuluá, 2:00 PM
--- "Tuluá y el Centro del Valle: una historia por contar". SIMPOSIO, Versión II. Invita: CENTRO DE HISTORIA DE TULUÁ *. Se contará con la presentación de destacados escritores e historiadores de la región. Igualmente, se realizará el lanzamientos de libros alusivos a nuestra historia y del Boletín especial No. 50. DETALLES: Click derecho sobre las imágenes para ampliarlas en una nueva ventana. Luego click sobre la imagen para mayor ampliación / * http://sites.google.com/site/centrodehistoriadetulua --- https://www.facebook.com/people/Centro-De-Historia-de-Tulu%C3%A1/100006043876216 --- https://twitter.com/chtulua
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MENSAJES:
De: gustavo alvarez
gardeazabal
Para: Armando Barona Mesa
CC: Efrain Marmolejo
Varela
Enviado: Lunes, 23 de
noviembre, 2015 15:46:02
Asunto: tu vibrante escrito sobre Tuluá
Asunto: tu vibrante escrito sobre Tuluá
Me ha llegado por NTC … el
vibrante escrito que hiciste sobre Tuluá para leer en el foro de historiadores
celebrado la semana anterior. Me siento,
como tulueño, muy orgulloso no solo de leer esas páginas rememorables sino de
haber sabido por ellas que tu gente se paseaba los potreros de Sajonia y tu
hiciste ese peregrinar que yo en 1954 ya hacía para ir al colegio salesiano
desde la casa de mis padres, en la carrera 24, construida encima del lote
que albergó la casona de Sajonia, donde los Uribe Restrepo, los de Federico
Alejandro, el que fuera primer presidente de la asamblea del Valle, después de
haber sido rector de la Universidad de Antioquia y haber engendrado en su
primer matrimonio al dr Uribe Hoyos ( quien unos años después sería ministro de
obras públicas de Abadía Méndez).
Hacíamos travesía por los mangones donde Napoleón Correa tenía sus
galpones y todavía pastaban vacas de don Pacho Montalvo, que de viejo ejercía
la carnicería que aprendió a comienzos del siglo 20 cuando ejercía de
jefe de vaqueros de don Jesús Sarmiento, el latifundista.
Mil y mil gracias por ese homenaje a mi pueblo y por permitir saber cuan
ligado estas a ese paisaje
abrazo
gustavo alvarez gardeazábal
....
De: Armando Barona Mesa
Fecha: 23 de noviembre de 2015, 17:10
A
A
sunto: Re: tu vibrante escrito sobre Tuluá
Para: gustavo alvarez gardeazabal
Cc: Efraín Marmolejo, "NTC ... Poesía" ntc.poesia@gmail.com
Gracias Gustavo. Solo dí rienda suelta a mis más lejanos recuerdos. Allí lo digo todo mezclado por el afecto familiar de seres que fueron el sol de mi vivir, hoy cobijados todos en el alero esquivo del pasado, de la muerte, y de lugares que aun son míos, aunque siempre han pertenecido a otros. Yo era el dueño del paisaje, los otros de las tierras. Ahora todos son fantasmas que ocupan el mismo sitio en el espacio de mis sueños perdidos.
Gracias Gustavo. Solo dí rienda suelta a mis más lejanos recuerdos. Allí lo digo todo mezclado por el afecto familiar de seres que fueron el sol de mi vivir, hoy cobijados todos en el alero esquivo del pasado, de la muerte, y de lugares que aun son míos, aunque siempre han pertenecido a otros. Yo era el dueño del paisaje, los otros de las tierras. Ahora todos son fantasmas que ocupan el mismo sitio en el espacio de mis sueños perdidos.
Un fuerte abrazo, ARMANDO BARONA
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