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Los papeles del
secuestro
de Álvaro Gómez
Cómo
rescató un nadaísta
“la
lonchera del hijo de Lindberg”
Jotamario Arbeláez
Jotamario Arbeláez
Hace tres años, el autor
de esta crónica entregó al rector de la Universidad Sergio Arboleda, Rodrigo
Noguera, fotocopia completa de los documentos —escritos y dibujos—, elaborados
por Álvaro Gómez durante su cautiverio por el M-19 en 1988 Los originales de
estas 200 páginas ya habían sido devueltas por el comandante Carlos Pizarro al
líder conservador, a través del nadaísta que se las había solicitado, en enero
de 1989, para ser publicadas como anexo en el libro que preparaba Gómez, Soy libre. Pero el recién liberado no utilizó ese material —salvo
algunas cartas—-, y los documentos, o fueron destruidos o se extraviaron de nuevo,
pues no aparecieron en sus archivos consultados después de su asesinato. La
crónica, con la reproducción de algunos dibujos y textos del político asesinado
el año anterior, apareció completa inicialmente en Cromos y El Tiempo, y finalmente
en el libro de memorias Nada es para siempre, publicado por Aguilar en
2002. Los documentos rescatados reposan en su totalidad en la Universidad
Sergio Arboleda, en medio de la biblioteca personal de Álvaro Gómez cedida por
su familia.
En
vista de que en las festividades de fin de año un repentino ataque de gota me
cae de sorpresa sobre el hállux de mi derecha, decido encaramar la pierna en un
puff, poner a Edith Piaff en el
láser, y dedicarme a la impenitente lectura de las ciento ochenta y tantas
páginas escritas, la mayor parte en español y una significativa parte en
francés, por el doctor Álvaro Gómez Hurtado para ocupar las horas oscuras de su
secuestro reciente.
Por la ventana de la casa que estreno
me entran, paralelos con el verdor de los cerros, los zancudos y la vergüenza
de lo que ocurre con la patria que me endilgaron. Cerros de muertos diarios con
la información de una guerra tan sucia que no hay casa dónde lavarla.
Afortunadamente soy un ciudadano libre de toda sospecha. Soy librepensador
silencioso. Al lado de mi máquina de escribir reposan unos borradores tardíos
de la protesta contra la invasión armada al Teatro La Candelaria, en uno de
esos actos propios de nuestros orondos gobiernos liberales en homenaje a la
cultura, que les refrescan a los olvidadizos las vejaciones a Luis Vidales, a
García Márquez y a Feliza Burzstyn. Y unos textos publicitarios erráticos para
la campaña de seguridad de Bogotá. Porque de alguna forma tiene uno que estar
protegido.
Leo con fervor el mamotreto escrito en
letra grande y clara que delata falta de gafas, y sigo el ritmo de su
pensamiento y de la tinta de su estilógrafo que cada cierta cantidad de páginas
amenaza con eclipsarse. Originales y fotocopias de cartas cruzadas con el mundo
y con sus captores. Carta que se quedó sin estampillar al señor presidente de
la República. Página pergeñada con propuestas para la paz. Sesenta páginas más
a manera de reconciliación con la vida en un diario anecdótico y reflexivo.
Anotaciones para sacar al país del atolladero y apuntes gráficos de su rostro,
sus manos, unas rosas y sus acostumbrados caballos.
Tener acceso a la intimidad del
pensamiento y las evocaciones de un hombre severamente vigilado y sin una
perspectiva clara de su inmediato destino despierta mi complicidad con su
desamparo. Sigo el hilo de su niñez tirante de nostalgia entre la Bogotá del
tranvía y la Europa de los futuristas. Su paso por entre la fauna política que
rodeaba a su padre y por entre los animales disecados que visitaba en el museo
de historia natural de La Salle. Y siento el privilegio del voyerista
intelectual conmovido con este párrafo:
“Qué delicioso encanto tiene este oficio de escribir para mí
mismo. Sin preocupaciones de estilo, a sabiendas de que estos apuntes nunca
serán leídos por nadie!”
Curiosas manos en las que vino a caer
el testimonio memorioso de un humanista en aprietos. Doy un salto mortal del
diario al copioso capítulo de la correspondencia. Un oficial mayor le pregunta
por la fórmula de sus gafas, pasada una semana se las hace llegar. Luego la
comandancia le remite una Biblia.
Estallan
los cristales en la luz de la pólvora. “Cañonazos” bailables en las emisoras
ponen en la pista el 89.
Comienzo el año desentrañando la
minúscula letra de los mensajes de Pizarro y la altiva y ceremoniosa voz de
respuesta de su cautivo. Pizarro le trata de “tú” y él le contesta al
comandante de “usted”. Leo un último párrafo de su diario antes de meterme en
el sobre, agobiado por el estruendo pirotécnico de la calle, por los pitos de
los vecinos y la gota de dolor insistente sobre el más gordo de mis dedos:
“Junio 23. Hoy me han traído papel. Me vieron escribir
furtivamente y al colocarme enfrente la resma inmaculada, me han puesto ante un
desafío que no quiero aceptar, porque el destino de estos papeles queda en
manos ajenas si yo no logro destruirlos antes de mi final, como es mi
propósito”.
Álvaro Gómez debe estar en la Ciudad
Luz, del brazo de su esposa recibiendo con beneplácito el 89 con sus
cabañuelas, brindando con champaña por ser libre como el oxígeno, poniendo
punto final —el año en que se cumple el bicentenario de la Revolución Francesa—,
al relato, memoria y enjuiciamiento de su tiempo, de su patria y de su
secuestro. ¿Cuánto no daría el doctor Gómez por recibir de regreso estos
originales sobre los que duerme mi gato?
Apago
la luz de mi lámpara. ¿En qué lugar de las montañas y de qué forma estarán
celebrando Pizarro y sus compas del Eme la llegada del año nuevo? ¿Se estará
incubando la paz bajo su sombrero?
Los
últimos vientos del 88 refrescan las avenidas caleñas y las piernas de las
muchachas. Estoy en el Café de los Turcos degustando una ensalada de berenjena,
cuando veo llegar a mi amigo Felipe Domínguez Zamorano, el impresor de los
caballos de Álvaro Gómez con un paquete bajo el brazo.
Me invita a su apartamento para hacerme
partícipe de un proyecto al que está entregado. Va a publicar, bajo el sello
editorial de sus iniciales, el esperado libro de Álvaro acerca de su secuestro
y ya ha recibido desde París la mayor parte del texto.
Por ser de su entera confianza, me da
acceso a algunas páginas que considero emocionantes por el suceso pero frías
por el análisis, más cartesianas que rocambolescas. Luego me enseña la nota
remitente, donde consigna el doctor Gómez que “Si se consiguiera que el M-19
devolviera mis papeles y las cartas que nos cruzamos con Pizarro, podría
hacerse un apéndice o anexo”.
Le apunto a mi amigo editor con el
índice que ése es el tiro, que así el libro ganaría en interés para el público
raso, deseoso, por la natural avidez sensacionalista, de conocer el pensamiento
plasmado de un hombre que estuvo caminando por el vacío. Y como sé que a un
poeta de mi kilometraje le debería ser fácil encontrar un contacto con la plana
del Eme, me ofrezco —para lucirme ante
mi amigo— a hacerle la diligencia, a sabiendas de que en estos casos la peor
diligencia es la que se hace.
Y preciso. Entre los asistentes
fortuitos a mi taller de poesía en la Casa Silva aparece un joven de buen
semblante y mirada perspicaz, oloroso a loción de yerbas del monte. Recuerdo
haberlo visto en La Picota cuando les llevé a los presos políticos una tajada
del premio de poesía de La Oveja Negra. Tomamos un té con democracia. Hablamos
del proceso de paz con las espaldas contra la pared. Le hago entrega de la
fotocopia del mensaje de Álvaro a Felipe clamando por sus originales, y en un
bordito le escribo un hai kai al comandante Pizarro solicitándoselos.
Tras
una corta semana estamos nuevamente sentados el contacto y yo frente al mismo
té frío con democracia y limón. Trae un paquete envuelto en periódicos. El
mesero da vueltas alrededor de nosotros como mosco en azucarera. Comienzo a ver
tiras por todas partes, pero son serpentinas de la pasada Navidad. Voy al baño
con el paquete, lo abro y descubro semejante arsenal: diarios, cartas, dibujos,
autorretratos; aparte de los grafitos, lo más original que puede uno ver en un
orinal.
Le pregunto al contacto cómo es posible
que Pizarro haya depositado en mí toda su confianza, que sin ninguna condición
haya puesto en mis manos esa papa caliente. Me contesta: “Poeta, es que tú no
sabes lo que le debemos al nadaísmo. Gracias a la literatura de ustedes dimos
el bote de la ortodoxia a la imaginación. Nuestro Gonzaloarango se llamó Jaime
Bateman.”
No sé cómo me quedó el ojo.
Me provoca llevar a guardar esos
documentos a la Corporación de Teatro, ya que un raya no cae dos veces en el
mismo sitio, pero para mayor seguridad alquilo otro apartamento. Pienso que si
me cogen con las manos en esa masa van a pensar que yo también tuve velas en
ese encierro. Llamo insistentemente a Domínguez, el editor, pero el automático
me contesta que está en Cali, en Santa Marta, en Miami. Le dejo mi teléfono y
un mensaje cifrado: “Obtenidas las libretas de calificaciones de los chicos
malos.” Soy un héroe.
Ahora soy la mano derecha de Alvaro
Gómez, pienso, y como un rayo, el fantasma liberal de Rionegro de mi papá me
castiga: me cae la gota sobre el dedo gordo de mi pierna diestra. La acomodo en
el puff, pongo en el láser evocaciones
de París, y distraigo el fin de año en la profunda intimidad conceptual de un
hombre privado de la libertad y que ahora es libre.
El
domingo 15 de enero mi apartamento de Pasadena se estrena con una llamada de
París, a juzgar por el acento la operadora. “C'est le poete Jotamarió? Un moment. Va le parler monsieur Hurtadó.”
Minutos antes me ha llamado de Miami Felipe Domínguez, el presunto editor de
los papeles del infierno del político secuestrado. Me dice que se ha formado un
lío de la madona bajo las toldas godas. Los amigos de Álvaro que han seguido
rastreando los documentos y los del Eme contestan que cuánto hace que los
mandaron. Felio (Andrade) ha aparecido por la televisión mostrando dos retratos
que le facilitaron para las tapas de un libro que él, a su vez, prepara sobre
el secuestro. Porque en río revuelto, a pescar se dijo. Como todos los ojos
azules apuntan hacia Felipe, él ha dicho que lo esculquen, que él no los tiene.
Ha llamado a su oficina de Bogotá y allí le han confirmado que yo lo ando
buscando desde hace 15 días “con las libretas de calificaciones de los chicos
malos, o si prefiere, con la lonchera del hijo de Lindberg”. Me dice que se ha
retirado del proyecto de edición del libro. Este va a aparecer por entregas en El Siglo. Que Álvaro va a llamarme y que
sólo a él le debo devolver sus papeles.
—Aló,
doctor Gómez. —Poeta, cómo le va, sé que me tiene una buena noticia. —Cómo no
doctor y estoy ansioso por dársela: ¿cómo prefiere que lo haga, por fax o DHL? —No
se preocupe por eso, sólo quería saludarlo y saber de su poesía. —Estoy loco
por deshacerme de sus escritos, desde que los tengo no duermo y si duermo sueño
que me caen del Caes, creo que lo mejor es que usted me los reciba. —Me
gustaría echarles un vistazo, tal vez no valgan la pena, deben estar
precariamente escritos, con la poca luz que yo tenía. —No, maestro, si son
páginas excelentes, con decirle que me las he leído seis veces. —Mire, poeta,
yo viajo mañana a Bogotá; si usted quisiera pasar por mi casa el martes a las
seis, tomaremos un drink y hablaremos de poesía. —Que sea a las seis y media,
doctor, y hablaremos de lo que sea.
Y aquí tenemos, el martes 17 de enero a
la hora en punto, al poeta nadaísta Jotamario enfundado en un elegante abrigo
azul hasta media pierna, con un maletín de becerro pendiente de su mano derecha
dirigiéndose a su destino. ¿Qué pasaría, va pensando el vate al que un amigo
prudente ha dejado en Mr. Ribs a tomar un whisky, si un raponero, un reportero,
un espía, un agente secreto o un coleccionista lo despojara de esta “lonchera”?
¿Con qué cara se presentaría ante Gómez o Leongómez? Da un rodeo con fuerte
estilo para despistar la amenaza, ingresa en un modesto garaje donde una
viejita cegata le confecciona de rapidez una fotocopias borrosas, y al llegar
da su nombre por el citófono a manera de santo y seña, C'est le poete Jotamarió. Lo hacen subir directamente al
apartamento del dirigente conservador y el ama de llaves le conduce a la
biblioteca.
Y aquí
llega a estrecharme las manos "el último liberal". A renglón seguido
entra en este relato un testigo de excepción, el doctor Enrique Gómez Hurtado,
ángel custodio de su hermano. —Sentémonos. ¿Le provoca un whisky? —No doctores,
digo con todo el dolor del alma, un ligero golpe de gota aqueja mi pierna. —¿No
está tomando Colchimedio? Es bendito —me dice Enrique en tono conciliador y
paternalista—. Un amigo de la costa no soportaba sobre su dedo gordo ni el
contacto con la brisa.
—Aquí le mandan los muchachos del Eme
sus cartas y sus retratos, doctor Gómez, —le digo sentándome a su lado en el
mullido sillón de cuero—. ¿Quiere que inventariemos los documentos? — Y lo
hacemos, folio por folio. Finalmente, me firma un recibo.
—Ahora sí le acepto ese whisky —flaqueo—.
Al fin y al cabo es un momento digno de celebrarse—. Gómez Hurtado Enrique está
maravillado de que haya aparecido, sonríe, “la lonchera del hijo de Lindberg”. —Hemos
hecho lo imposible por lograr ese rescate. Ni Lucio (Ramiro), ni Felio, con
todas sus argucias, pudieron obtener esas hojas. ¿Usted qué se unta? —En una
sociedad como la nuestra, —le digo—, no hay nadie en quien confiar sino en sus
poetas. Como han confiado ustedes, han confiado los guerrilleros.
—Otra cosa, doctores, no quiero tener
ningún tipo de complicaciones con la Policía. Luego de varios años de trabajo
he logrado por fin organizar en 10 mil carpetas marcadas “Los Sagrados
Archivos” del nadaísmo, y este trabajo mal podría resistir un allanamiento.
Además, quedaría muy mal que esto le pasara a un creativo de la campaña por la
seguridad de Bogotá. Y por añadidura, poeta, como el ultrajado Luis Vidales.
—De ninguna manera, Dios lo ampare, —me
dice Álvaro Gómez—, en caso de que usted tuviera algún malentendido legal
nosotros proclamaríamos su absoluta inocencia. —Además —añade Enrique Gómez—,
nadie va a saber que usted nos entregó estos papeles. Esto se queda entre
nosotros en el mayor sigilo.
—Ni en el mayor sigilo ni en el general
anonimato, doctor. Si en esta oportunidad arriesgo el pellejo gratis sirviendo
de mediador y de correveidile, no es por pertenecer al M-19 ni al lauroconservatismo,
sino para cumplir una promesa al Señor de Monserrate para que me seque la gota.
Además, habrán de haber visto que me estreno como columnista de El Tiempo, y no me caería mal un Pulitzer
Price por esta periodística hazaña. Y aquí viene mi última petición: deseo que
se me permita publicar en ese periódico algunas páginas que me parecen
particularmente impactantes del diario que devuelvo, como culminación a mi
crónica sobre el rescate de estos papeles.
—Tendría que revisar la redacción de
esas páginas. Podría haber descuidos de estilo. Pero me parece justa su
petición.
Me
levanto. Saco de uno de los entrepaños del maletín un ejemplar de mi libro El profeta en su casa y lo dono a su
biblioteca. Sobre uno de los grabados de caballos que ha estampado Felipe
Domínguez, que me alarga obsequioso, me coloca una bella y estimulante
dedicatoria.
Me dirijo al vestíbulo, escoltado por
los dos próceres. —Ha cumplido usted a cabalidad su misión. Muchas gracias.
Pero espere, poeta, se le está quedando el abrigo—. Y mientras lo sostiene con
sus manos en alto para ayudar a ponérmelo, me dice Álvaro Gómez risueño: —Tiene
usted un abrigo como para presentar las cartas credenciales ante el gobierno de
Su Majestad! — A lo cual me vuelvo para contestarle: —Gracias, presidente. Para
eso lo mande hacer.
Gracias al aporte y autorización del autor
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