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"La inspiración no es garantía de nada":
poeta Darío Jaramillo Agudelo
Darío
Jaramillo Agudelo, uno de los más importantes poetas colombianos , dice que
relee mucho porque su memoria es frágil. Aún escribe con pluma y tinta fuerte y
solo publica el 10%.
Por: Margarita Vidal Garcés
El
País, Cali, Domingo, Mayo 18, 2014
Darío
Jaramillo Agudelo, uno de los más importantes poetas colombianos. Elpaís.com.co
Nació
en Santa Rosa de Osos en 1947. Ha publicado seis libros de poesía y ha sido
editor de varias antologías y compilaciones con sus prólogos. También ha
publicado Guía para Viajeros, Historia de una Pasión y cinco novelas entre las
cuales cabe destacar Memoria de un Hombre Feliz, Novela con Fantasma y La Voz
Interior. En la Feria del Libro su antología de la poesía de León De Greiff,
fue todo un suceso.
Darío
Jaramillo Agudelo, uno de los mejores poetas vivos de este país, contó cosas.
Ese
otro que también me habita,
acaso propietario, invasor quizás o exiliado en
este cuerpo, ajeno o de ambos,
ese otro a quien temo e ignoro, felino o ángel,
ese otro que está solo siempre que estoy solo,
ave o demonio,
esa sombra de piedra que ha crecido en mí
adentro y en mi afuera,
eco o palabra, esa voz que responde cuando me
preguntan algo,
el dueño de mi embrollo, el pesimista y el
melancólico y el inmotivadamente alegre,
ese otro,
también te ama.
acaso propietario, invasor quizás o exiliado en
este cuerpo, ajeno o de ambos,
ese otro a quien temo e ignoro, felino o ángel,
ese otro que está solo siempre que estoy solo,
ave o demonio,
esa sombra de piedra que ha crecido en mí
adentro y en mi afuera,
eco o palabra, esa voz que responde cuando me
preguntan algo,
el dueño de mi embrollo, el pesimista y el
melancólico y el inmotivadamente alegre,
ese otro,
también te ama.
En la
segunda versión de La Poesía tiene la Palabra, que se celebró en Medellín el 24
de mayo de 1989, organizada por la Casa Silva, este poema ganó el ‘Premio al
mejor verso de amor’ de la poesía colombiana.
Mientras
esto ocurría, su autor, el poeta antioqueño Darío Jaramillo Agudelo aprendía a
ponerle buena cara al dolor y a consolarse con dilemas como este: si yo fuera
un cienpiés, ¿qué sería ahora? ¿Un cincuenta pies o un noventaynuevepiés? ¿La
razón? El último domingo de febrero de 1989 se había parado en una bomba que le
voló el talón de Aquiles del pie derecho.
Ocurrió
en Sopó, cuando acababa de oscurecer. Los médicos tuvieron que amputarle la
pierna, por debajo de la rodilla, pero Jaramillo, un hombrón alto y cuajado que
exuda buen humor a pesar de su fama de cascarrabias, se apoyó en los mensajes
de los amigos que, muy a lo paisa, le escribían. Uno, que se había burlado de
su “caminado de Tribilín”, le escribió: “pase lo que pase, de seguro vas a
caminar mejor”. Otro añadió “es inmoral, porque ya no podrás estirar la pata”.
Uno más confesó: “estoy rezando para que te crezca otra”. Y algún otro
sentenció: “Dios bendiga el aire que ahora pisas”. Y en su ‘Historia de una
pasión’, una pequeña obra autobiográfica, Jaramillo dice que una dosis de
paciencia que no alcanza a medir con las palabras, y “una atmósfera de broma y
afecto”, propiciaron la aceptación de su nueva condición de “monópodo”. Dolor,
humor, amor:
“Mi
época de Santa Rosa es una época dorada, de colores más vivos. Lo primero que
recuerdo es que el sol alumbraba distinto. Allí, mi casa eran todas las casas,
porque en un pueblo pequeño todo el mundo se conoce y además, estaban mis
abuelos de los dos lados. Podría decir que tuve una niñez privilegiada, y que
recuerdo como un tiempo feliz esa casa llena de mitos y leyendas que entraban
por la cocina y por los fogones, porque en mi casa ayudaba una familia de
Campoalegre y la cocinera nos contaba historias que había oído de niña y
entonces circulaban por los corredores la Patasola y la Llorona y todas las
leyendas del rico acervo de la tradición oral campesina.
En la
Librería de Alberto Aguirre me pasaron cosas muy importantes. Él fue editor de
la primera edición en libro de ‘El coronel no tiene quien le escriba’, de Gabo
y tuvo la deferencia de regalarme un ejemplar, así como las obras completas de
León De Greiff…. Imagínese, “completas” y apenas íbamos en 1954. Risa. El
lenguaje elaborado de León era extraño para un niño, claro, pero hubo un hecho
simultáneo, inductivo quizá, de todo lo que pasó, y es que un día en el colegio
alguien de apellido Arango salió al escenario en un acto público a decir La
Balada de los Búhos Estáticos, un poema muy juguetón y gozoso con el lenguaje:
“La
vía estaba lela
y los búhos cantaban
la trova paralela”
y los búhos cantaban
la trova paralela”
Y lo
hizo con tanta gracia que todos nos reíamos a carcajadas oyendo los juegos de
palabras y las repeticiones. Yo estoy convencido de que eso condicionó mi
enorme curiosidad por la poesía de León, porque es obvio que si un niño de 13
años cogiera, sin más ni más, ese mamotreto, se sentiría derrotado. Leí
apartes, muy poco a poco, porque uno no puede comerse un litro de arequipe de
una sentada, sino que hay que ir probándolo y disfrutándolo en dosis pequeñas.
Lo mismo pasa con la poesía.
Luego
vino la etapa de la universidad. Quería entrar a la Facultad de Minas, presenté
el examen de admisión y pasé. Pero un buen día me llegó de repente una
revelación: yo lo que quiero es salir de aquí. ¿Cómo hago? La solución era una
carrera que no se pudiera estudiar en Medellín y por eso me vine a Bogotá a
estudiar Derecho y Economía en la Javeriana. Fui un buen estudiante y me
clavaba a estudiar, pero pronto descubrí que no tenía pasión para la abogacía.
Yo soy
un tipo responsable, disciplinado y hago bien la tarea, pero siempre he creído
que, como diría García Lorca, para amar una profesión esta tiene que tener
“duende”. Tuve oportunidades muy buenas como abogado y trabajaba duro, pero lo
hacía más bien como un técnico que maneja bien el manual. En eso duré
entrampado varios años hasta que, en 1985, me llamó el presidente Belisario
Betancur y me dijo: véngase de Subgerente Cultural del Banco de la República.
Miguel
Urrutia, el gerente del Banco fue fundamental en todo mi trabajo porque es un
entusiasta de la cultura y nos daba un apoyo enorme. Me tocó la ampliación de
la Biblioteca Luis Ángel Arango y apoderarnos de toda esa manzana y luego de la
del frente, donde está la Casa Botero y crear la exposición permanente de la
colección del pintor colombiano.
A
finales de los 90, Margarita Castillo, mi secretaria, me pasó una llamada. Era
el maestro Fernando Botero, que me dice: Darío, ¿sabe qué quiero? Le contesté:
dígame usted, maestro. Quiero la casa donde hice la exposición de La Corrida.
¿Y para qué la quiere? Para regalarle a Colombia mi colección de arte. Fue un
gran impacto y una gran emoción. La donación estaba compuesta por cien cuadros
de Botero y cien obras de su colección personal de maestros universales, que
cuentan la historia del arte desde Corot hasta Barceló.
Comenzó
un proceso largo de casi tres años y el maestro Botero dirigió todo. Inclusive,
al final ya había un plano a escala con las paredes y él dibujó sobre ese plano
la posición en que iría cada uno de los cuadros. Una de las normas que imperan
en esa donación es que el montaje nunca se va a mover. Es definitivo. Eso
implica que no se puede prestar ninguna obra, salvo autorización expresa de
Botero y, que yo sepa, eso nunca ha sucedido.
Debo
añadir que la experiencia humana de trabajar con Fernando Botero es especial:
es un tipo práctico, toda lo que dice está lejos de ser un capricho, todo con
él transcurre con una gran fluidez y se convierte en una lección de vida.
Recuerdo muy especialmente un día, ya al final, que estábamos sentados con los
abogados y me dice Botero pasito: “Tratá de acabar rapidito esta reunión,
porque yo lo que quiero es irme a pintar”. (Risa). En Colombia nunca se ha
hecho una donación más importante que esa.
¿Que
cuándo empecé a escribir? Desde siempre. Pero uno escribe no porque sueñe que
esa es una profesión, porque evidentemente no es. Hay que tener otra para
sobrevivir.
Escribir
es una pasión desbordada, una adicción, como puede ser la de un golfista o la
de un guitarrista. Una necesidad, y yo lo hago por eso.
Durante
los 22 años que estuve en el Banco, yo vivía en Residencias Tequendama y tenía
un régimen de encierro, de viernes a lunes. Así escribí cuatro novelas, aunque,
por otra parte, debo decir que la poesía no tiene tiempo, ni calendario. Un
poema se le ocurre a uno a media noche, andando por un pasillo, mirando por la
ventana, o esperando para un examen de Derecho Romano, como me pasó alguna vez.
En
cambio, para escribir las novelas me encerraba a cal y canto a trabajar,
interrumpía el domingo por la tarde, y practicaba un truco que había leído en
una entrevista con Hemingway: cuando dejaba de escribir, para continuar al otro
día o a la semana siguiente, interrumpía en la mitad del párrafo, nunca en el
punto y aparte, nunca redondeando un capitulo. Así, cuando perdía la
continuidad y volvía a retomar el tema, sabía cómo continuar, porque si hay
algo difícil es arrancar. En cambio, si uno llega y encuentra un párrafo a
medias, recuerda inmediatamente la idea y es simplemente un asunto de
terminarla. Pero si usted tiene que empezar nuevamente, le va a costar sangre.
Claro
que tengo un ensayo sobre el bolero, fue una investigación muy larga a la que
le dediqué muchos fines de semana. El bolero es algo que está en el disco duro
de uno, algo que nunca se aprendió, solo son canciones que uno se sabe sin
saber que se las sabe. Yo siempre he creído que la ranchera y el bolero son una
forma de poesía muy despreciada por los poetas, pero ninguno de ellos me negará
que se sabe unos cuantos bolerazos.
De los
poetas colombianos vivos creo que el más importante es Jaime Jaramillo Escobar(
X-504). El más grande, el más atrevido, el más personal, el más desparpajado,
el más capaz de hacer poesía con cualquier cosa. Ese tipo es un mago y vive
como un monje. Hay otros excelentes poetas como Juan Manuel Roca y Rómulo
Bustos, un extraordinario poeta cartagenero. Es muy difícil hacer buena poesía,
por eso creo que en la película ‘La sociedad de los poetas muertos’, está resumido
el asunto: los grandes poetas están muertos todos. Y los que estamos vivos
estamos intentando llegar a alguna cosa, algún día, sin la seguridad de
conseguirlo, porque la inspiración no es garantía de nada.
Si
hablamos de novela y algunos de los autores que me gustan, Julio Cortázar es
para mí un padre. Y cada que releo un cuento de Felixberto Hernández, el
cuentista uruguayo, quiero escribir. Releo mucho porque me ocurre una
bendición: mi memoria es muy frágil, no acabo de leer una novela y ya he olvidado
el argumento, por eso releerla es un placer renovado.
En
este momento tengo algunas novelas guardadas que algún día volverán y de la
Universidad Autónoma de México me llamaron para dar una conferencia de dos
horas en un curso sobre Literatura y Fantasmas. Como encontré sobre el tema un
ensayo de Schopenhauer, cito todos sus párrafos y cuento cómo, a través de
Kant, él trata de demostrar que los fantasmas son posibles. Y otras cosas
absolutamente demenciales”.
Poesía y narración
La
diferencia entre la poesía y la narración es que en el poema la palabra es la
materia y en la novela la palabra es un instrumento. Sin embargo, para escribir
una novela uno puede programar cómo trabajar un determinado número de horas, de
día o de noche, y a su manera.
Yo, por
ejemplo, escribo todo con una pluma fuente y con tinta, sin llenar el tanque.
Mojo la pluma y escribo, vuelvo a mojar la pluma y vuelvo a escribir. Escribo
por una sola cara de la libreta y dejo la siguiente para correcciones y luego
de muchas vueltas paso las libretas al computador y allí corrijo muchísimo.
Pero
la parte inicial es a mano y con pluma fuente. Eso me da más tiempo de pensar y
de meditar. En mi escritorio tengo un aviso que dice “ir muy despacio”. Y sí,
hay que tratar de deliberar cada palabra, de ir avanzando sin ninguna prisa.
Publico
alrededor del 10 % de lo que escribo. Escribo mucho y publico muy poco en
relación con lo que escribo. Yo no tengo mucho sentido de la continuidad en el
tiempo.
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