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LOS ELEMENTOS DEL DESASTRE DE
ÁLVARO MUTIS
Por Omar Castillo ( 1 )
El texto fue publicado por el suplemento Generación
de El Colombiano, Medellín, el domingo 14 de julio de 2013
En julio de
1953, Editorial Losada, S. A. de Buenos Aires, termina la impresión de Los elementos del desastre del poeta
Álvaro Mutis. Así se iniciaba el itinerario público de un libro fundamental
para la poesía que por esos años se escribía en Colombia y en los demás países
de lengua española. Y si es posible rastrear huellas de otros creadores en los
poemas que Álvaro Mutis reúne en éste libro, también es evidente que su voz ya
ha conseguido un trazo temático y unas atmósferas que le permiten un carácter
propio. Lo cual evidencia el diálogo directo que el poeta ha establecido con su
tradición, la inmediata y la histórica, tanto en su idioma como en la de
aquellos que le son más próximos en la cultura de occidente.
En este texto
circunscribiré mis reflexiones a la lectura de los poemas que componen la
primera edición de Los elementos del
desastre, libro cuyos significados para la poesía escrita en español, tanto
hoy, como hace 60 años, siguen siendo perturbadores al tiempo que fascinantes,
ya en lo abrasador de su contenido, como en las estructuras y el lenguaje en el
que fue escrito. Su instante, el eco y el presente que encarnan no cesan en sus
revelaciones.
En Los elementos del desastre Álvaro Mutis
trae al idioma español palabras y atmósferas que con gran plasticidad se
vuelven imágenes tuquias de ofuscamiento y un vigor sudoroso. Palabras y
atmósferas engarzadas en ritmos de alucinación y realidades enfermizas. Son
imágenes de seres y situaciones que revientan, ofreciéndose como frutos ahítos
por ser devorados. El suceder de éstas imágenes parece venir del caldo donde un
mundo se ha extraviado en su nacimiento mismo, dando paso a ámbitos y
significados donde se fundan leyendas y hazañas de azar. De todo lo cual quedan
algas, muñones, despojos y otros menesteres que ha dejado la abundancia del
desastre y que claman, desde sus montones, ser usados por quienes se entregan
al consumo de sus rutinas, al encuentro fortuito del clima donde abastecer sus
ansias de vida.
Resulta
inevitable, cuando se leen los poemas de Los
elementos del desastre, no traer a la memoria histórica las sombras de
aquellos personajes que, con sus tramas, alcanzaron a usurpar cualquier
idealización humana. Sombras representadas en esos antiguos profetas que, para
sus escrituras, se dedicaron a penetrar el instinto humano, las concepciones de
sus miedos, el incógnito de su muerte, las albricias de su eternidad, a
penetrar con sus estiletes el despavorido sentimiento humano hasta hacerlo
susceptible de los elementos con los cuales fundar una fe.
En Los elementos del desastre el poeta señala lo inútil de cualquier
idealización humana, lo árido que terminan siendo los dogmas impuestos por
ellas. En este punto las voces de quienes han padecido esas idealizaciones se
suman y registran en la voz del poeta. Por eso a él no le son ajenos los modos
expresivos de estos profetas de la quimera desolada. De ahí que cuando narra el
suceder por estos elementos y desastres del devenir humano, los escriba una y
otra vez sobre la página como quien escarba el inicio del misterio, los ecos de
sus extravíos. La raíz de su estampida.
El poeta escarba las costras acumuladas por
la condición humana, y encuentra infecciones e infecciones que narran de
jornadas por regiones de “dolor
diseminado como el espeso aroma de los zapotes maduros”. La ofensa del
miedo vuelta un frío abrasador. Trama de piedras que evidencian la memoria y el
prematuro olvido. Maldiciones tejidas en los ojos de los rebaños humanos que
pacen en las ciudades hechas coros de alabanza para un dios inútil. Tal cual
sucede en el poema “El húsar” o, ¿es en el poema “El miedo”? Palabras,
atmósferas e itinerarios parecen repetirse una y muchas veces consiguiendo un
remolino de imágenes que logran ofuscar al lector, hasta dejarlo al borde de
una realidad “sin pestilencia, pero con
la notoria máscara” de un sol que se consume en la ruin memoria de sus
artificios y paraísos. La fábula ha quedado en ascuas.
Los poemas de
los Elementos del desastre se
movilizan en la página como poderosos racimos del habla que arrastra seres y
situaciones consumidos entre lo mítico y lo circunstancial de sus existencias.
Aun en lo más crispado del abyecto de sus descripciones, las palabras se
solventan como provenientes de nítidas raíces. Su escritura se engasta en
versículos y prosas que evocan las escrituras sagradas de pueblos sumidos en
sus lecturas y comentarios. Pueblos hechos polvo en los delirios y significados
atribuidos a tales escrituras. Hasta hacerse víctimas en el silencio vago de su
ser escatológico.
El sólo título del libro
narra una visión de la realidad. De una manera de aprehender esa realidad. La
misma que evidencia un mundo no compacto en sus designios ni en sus leyes. Un
mundo roto en sus estructuras y en sus sentimientos. Un mundo sumido en una
tautológica letanía de recodos y abismos absurdos. Un mundo plagado, hecho un
reguero humano que se encarga de difundir y hacer obedecer las plagas que los
consumen, como si de un recuerdo pavoroso se tratara.
El título y el contenido
de Los elementos del desastre
evidencian decrepitud, sombras intactas, hilachas y olores que infectan al ser
humano y a la cultura de occidente, del mundo. No olvidemos que la primera
edición del libro sale en 1953, ocho años después del fin de la segunda guerra.
Entonces no es raro que el poeta esté impactado por el oxigeno de su tiempo, el
mismo que respiran quienes se encuentran con la realidad que ha dejado la
catástrofe bélica. La misma que consiguió socavar la intimidad y la
colectividad humanas hasta ponerlas en lo más abyecto y mórbido de sus
expresiones y comportamientos. Y en medio de las celebraciones por el fin de la
guerra, la balanza de la zozobra y el miedo que imponen los aliados tras su
triunfo y su nueva redistribución geopolítica del mundo.
Los
elementos del desastre surgen desde los enconos que cultiva la
metafísica moral de la cultura de occidente. Metafísica hecha dogma de fe.
Hecha tras un reguero de muerte y escombros mantenidos como hitos históricos.
Entonces, ¿cómo señalar de pesimista al poeta que nos narra las vicisitudes y
hazañas vividas por oscuros seres que se consumen en los pliegues de la
realidad? No es pesimista el poeta. No es oscuro. No es morboso. Su visión
narra de los desastres que arrastra la historia humana. El poeta cumple con su
función de ser raíz primitiva, hecha sustancia que se interroga en el habla
escrita del poema. Los augures leen en el lomo de los elementos los signos del
desastre.
Los poemas de Los elementos del desastre se hunden
hasta lo oculto y lo evidente de la memoria que curte la realidad del día y la
noche humana. Se hunden recabando un ritmo para la vida, la forma de una
pregunta íntima y colectiva que de sosiego al devenir humano.
En estos poemas asistimos a escenas donde
cunden los despropósitos y las inclinaciones humanas dadas a condimentar sus
padecimientos con aguas lustrales tomadas del oprobio y de la creencia en un
cuerpo inconsútil. Aguas que acrecientan sus recaudos de infamia y
conmiseración. Las criaturas de estas escenas viven estancadas en las membranas
de un sueño que regresa siempre al sueño en el sueño mismo. Son seres inmersos
en la eternidad que los acoge en su quietud, en los sopores de su
cotidianidad.
En el poema “El festín
de Baltasar” asistimos al decorado de “una
antigua secuencia de trajinada memoria”.
Secuencia realizándose en la telaraña de un día aciago. Rezo
interminable por la boca de la bestia que es consumida en los cobres del alba
que llega cargada de implacables y hastiados servidores, los que darán
cumplimiento al rito a celebrarse en el cuerpo de Baltasar, en el “olvido que se prepara en el fondo de sus
ojos”. En este poema los versículos se acomodan igual a los fragmentos
conservados de un fresco, del cual otros se han perdido irremediablemente.
Quedando sólo pasajes de la historia que informan. Son versículos arrancados de
cuerpos mutilados por el uso y el tiempo, empero sobrevivientes que yacen hacia
el olvido.
Con el poema “Los
trabajos perdidos”, concluye el ciclo de los 12 que componen los Elementos del desastre. Decir que
concluye es arriesgarse a ver en éste libro una noción visceral de la
existencia, la misma que lo deja abierto a un sinfín de rasgaduras e
interpretaciones en un tiempo casi mítico. En un tiempo vuelto un fruto que se
marchita próximo a ser semilla. Quizá por eso el poeta dice en sus líneas
finales:
[…]… el poema está hecho
desde siempre. Viento solitario. Garra disecada y quebradiza de un ave poderosa
y tranquila, vieja en edad y valerosa en su trance.
Trance al cual asiste el poeta una y otra vez, hasta
alcanzar el eco de la estampida donde se fraguan las palabras para el poema. El
mismo poema que será siempre otro. Pues parece que el porvenir del poeta es
escarbar el encono donde se resuma la infamia toda de la humanidad. “¿El mito perdido, irrescatable, estéril?”.
Sobre la obra poética de
Álvaro Mutis se han escrito y publicado notas, ensayos y libros que buscan dar cuenta
de sus orígenes literarios, estilo y demás asuntos en su creación. Aquí sólo he
querido expresar el impacto que finalizando la década de 1970, la lectura de Los elementos del desastre, significó para mí.
El reconocimiento de una
tradición literaria nos permite realizar lecturas con las cuales aproximarnos a
la multitud de voces que en una lengua, en el tiempo, a través de un poema, nos
hablan, nos significan.
Cabe anotar que en la
poesía escrita en Colombia, por los años de la primera edición de Los Elementos del desastre, el libro de
Álvaro Mutis establece un diálogo con la obra fundacional de José Asunción
Silva y la vastedad creadora de León de Greiff, abriendo el espectro de la
poesía colombiana a otros ámbitos y experiencias, tanto formales como de estro
poético.
---( 1 ): http://ntc-libros-de-poesia.blogspot.com/2011_12_18_archive.html
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