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ntcgra@gmail.com Cali, Colombia.
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Tomado del libro
Tomado del libro
"A Propósito de Gabriel García Márquez y su Obra" y "El coronel no tiene quién le escriba" , Bogotá, Norma, Cara y Cruz, 1991. (9a. reimpresión, febrero 1995). Páginas: 9 a 22.
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Escaneó (OCR), publica y difunde (con carácter didáctico y cultural): NTC … Nos Topamos Con … http://ntcblog.blogspot.com/ , ntcgra@gmail.com . Cali, Colombia, Mayo 11, 2009.
.Escaneó (OCR), publica y difunde (con carácter didáctico y cultural): NTC … Nos Topamos Con … http://ntcblog.blogspot.com/ , ntcgra@gmail.com . Cali, Colombia, Mayo 11, 2009.
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Gabriel García Márquez (1957 aprox.)
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UNA PROCLAMA EN PRO DE LA INGENUIDAD
Por Javier Escobar Isaza*:
Con lo dicho hasta el presente no pretendo otra cosa que destacar, antes de que afrontemos la lectura de El coronel no tiene quien le escriba, que, para quienes hoy leemos, es bien difícil adelantar un trabajo tranquilo, carente de prejuicios literarios, que nos permita encontramos con la desnudez de aquella obra.
Ahora bien, una vez que, al menos provisionalmente, hayamos abandonado las perspectivas señaladas, nos encontraremos con dos tipos de lectura que tienen un estrecho parentesco entre sí y parecen las mejores para nuestro propósito. Se trata, en primer lugar, de la que podríamos denominar “lectura poética". En ella, el lector se sumerge en la belleza inmediata del lenguaje, con su expresión, significación y ritmo, y en las imágenes sugestivas que aparecen a cada paso (como la del paraguas que había perdido la tela que antaño lo cubría, dejando sólo un misterioso sistema de varillas metálicas, y que "ahora sólo sirve para contar las estrellas" o las reflexiones sobre la vida, que es "la cosa mejor que se ha inventado" o sobre la ilusión que "no se come, pero alimenta", etc.); y deja que la corriente lenta del relato lo vaya envolviendo y llevando; degusta cada secuencia y cada escena, como aquella inicial de la obra, cuando el coronel le prepara a su esposa enferma una taza de café, raspando el tarro para sacar de él lo último que quedaba, y le miente diciéndole que él ya había bebido, para que ella pueda disfrutar tranquila de aquel último café que la pobreza le otorga; o disfruta la secuencia del regreso a casa un poco más tarde, cuando, después de haber ido una vez más a buscar en vano la carta que no llegaba, conversó con la mujer, amarró el gallo a la pata de la cama, cerró la casa, fumigó, puso la lámpara en el suelo, colgó la hamaca y se acostó a leer. "Llovió después de la media noche. El coronel concilió el sueño pero despertó un momento después ... Descubrió una gotera en algún lugar de la casa. Envuelto en una manta de lana hasta la cabeza trató de localizar la gotera en la oscuridad. Un hilo de sudor helado resbaló por su columna vertebral. Tenía fiebre. Se sintió flotando en círculos concéntricos dentro de un estanque de gelatina. Alguien habló. El coronel respondió desde su catre de revolucionario ... ". Y el lector, sumergido en aquel lenguaje y sus imágenes, bebe en estas aguas, y lo hace con lentitud, con esa misma lentitud con la que un caballo bebe agua en un remanso del río, sobre el trasfondo del silencio del cielo y de las montañas.
Estas consideraciones, que tienen pretensión de validez para la lectura de cualquier obra literaria, la tienen tanto mayor cuando nos referimos a los escritos de García Márquez, quien en repetidas ocasiones, desde los comienzos de su vida literaria y hasta épocas bien recientes, ha expresado la misma idea. En efecto, poco después de la aparición de su primera novela, La Hojarasca, en una entrevista que el entonces semidesconocido autor le concedió a Alonso Angel Restrepo (1), afirmaba, a propósito de su obra, que "cualquier lector está capacitado para comprenderla y captar sus matices", y añadía a renglón seguido que "en la actualidad espero que la lea un mensajero de El Espectador, para conocer sus puntos de vista, y me agradaría mucho saber qué piensan de ella los choferes, los lustrabotas, los vendedores de lotería", pues, está convencido de que su literatura, para ser comprendida y apreciada, no necesita de los refinamientos de las clases intelectuales superiores. Y más de veinte años después, en la columna que escribía entonces en el periódico El Espectador, le dedicó un artículo al tema, bajo el nombre de La poesía al alcance de los niños. (2) Allí se burló expresamente de quienes, leyendo El coronel, buscan simbolismos especiales, como aquel autor de un examen de admisión inglés que les pidió a los candidatos -entre quienes se hallaba Gonzalo, el hijo de García Márquez- que explicaran cuál era el simbolismo del gallo, a lo que el joven, "mamagallista" como su padre, respondió que era “el gallo de los huevos de oro", con una respuesta que, por supuesto, obtuvo una mala nota. Otro alumno más aplicado obtenía mientras tanto la mejor calificación, por haber afirmado que el gallo "era el símbolo de la fuerza popular reprimida", según le había enseñado su maestro, que había hecho un "descubrimiento" que, por supuesto, asombró al autor del libro. Y más adelante en el mismo artículo, después de haber rechazado a los malos maestros de literatura que, con este tipo de afán po hacer interpretaciones, "pervierten a los niños", y de haber afirmado que "la manía interpretativa termina por ser a la larga una nueva forma de ficción que a veces encalla en el disparate", nos dice: "Debo ser un lector muy ingenuo, porque nunca he pensado que los novelistas quieran decir más de lo que dicen. Cuando Franz Kafka dice que Gregario Samsa despertó una mañana convertido en un gigantesco insecto, no me parece que eso sea el símbolo de nada, y lo único que me ha intrigado siempre es qué clase de animal pudo haber sido".
Gabriel García Márquez (1957 aprox.)
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UNA PROCLAMA EN PRO DE LA INGENUIDAD
Por Javier Escobar Isaza*:
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LA ESCENA se debe haber repetido centenares de veces en el Jeu de Paume de París: la típica pareja de turistas entra con la cámara fotográfica terciada al hombro y una guía de la exposición. Van señalando con lápiz rojo cada uno de los cuadros que allí aparecen retratados pero que aquí, en el museo, están viendo en el original. Al llegar a un Van Gogh, buscan en su catálogo; cuando lo han identificado, exclaman pletóricos de entusiasmo: "Este sí que es bien famoso" y lo marcan con rojo. Luego, sin detenerse, siguen su recorrido, felices.
LA ESCENA se debe haber repetido centenares de veces en el Jeu de Paume de París: la típica pareja de turistas entra con la cámara fotográfica terciada al hombro y una guía de la exposición. Van señalando con lápiz rojo cada uno de los cuadros que allí aparecen retratados pero que aquí, en el museo, están viendo en el original. Al llegar a un Van Gogh, buscan en su catálogo; cuando lo han identificado, exclaman pletóricos de entusiasmo: "Este sí que es bien famoso" y lo marcan con rojo. Luego, sin detenerse, siguen su recorrido, felices.
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El entusiasmo de aquella pareja no se debe, por supuesto, a la contemplación del lienzo de Van Gogh, ni a la reflexión sobre lo que aquel pintor expresa con su arte, o al estudio cuidadoso de la técnica empleada. Tampoco hay una mirada que busque acaso descubrir, más allá del cuadro mismo, la vivencia del doliente Vincent. Nada de eso. Es un entusiasmo nacido de la presencia de una de aquellas pocas obras y, por mediación de ella, de una de aquellas escasas personas, a quienes la humanidad ha consagrado. Los dos turistas sienten en aquel momento un contacto fugaz con la gloria, con una gloria a la que todos quisiéramos tener acceso, pero que nos resulta demasiado esquiva.
El entusiasmo de aquella pareja no se debe, por supuesto, a la contemplación del lienzo de Van Gogh, ni a la reflexión sobre lo que aquel pintor expresa con su arte, o al estudio cuidadoso de la técnica empleada. Tampoco hay una mirada que busque acaso descubrir, más allá del cuadro mismo, la vivencia del doliente Vincent. Nada de eso. Es un entusiasmo nacido de la presencia de una de aquellas pocas obras y, por mediación de ella, de una de aquellas escasas personas, a quienes la humanidad ha consagrado. Los dos turistas sienten en aquel momento un contacto fugaz con la gloria, con una gloria a la que todos quisiéramos tener acceso, pero que nos resulta demasiado esquiva.
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Se trata de una actitud que se extiende, más allá del señalado, a todo el campo de la experiencia humana, inclusive al de la literatura. Porque cuando comenzamos a afrontar la lectura y el análisis de quienes han llegado a escalar los peldaños de la gloria literaria no nos queda fácil hacerla con ojos neutrales, con espíritu sereno, para leer, sin más, lo que allí se dice. La gloria y la fama del autor nos predisponen, desde antes, en un sentido o en otro, y es preciso realizar un auténtico esfuerzo para no estar, como los turistas del Palacio, diciendo al leer: "Este sí que es bien famoso", mientras señalamos con lápiz rojo, en nuestra mente, que ya pasó por nuestras manos tan famoso autor y podemos, en consecuencia, seguir el camino.
Se trata de una actitud que se extiende, más allá del señalado, a todo el campo de la experiencia humana, inclusive al de la literatura. Porque cuando comenzamos a afrontar la lectura y el análisis de quienes han llegado a escalar los peldaños de la gloria literaria no nos queda fácil hacerla con ojos neutrales, con espíritu sereno, para leer, sin más, lo que allí se dice. La gloria y la fama del autor nos predisponen, desde antes, en un sentido o en otro, y es preciso realizar un auténtico esfuerzo para no estar, como los turistas del Palacio, diciendo al leer: "Este sí que es bien famoso", mientras señalamos con lápiz rojo, en nuestra mente, que ya pasó por nuestras manos tan famoso autor y podemos, en consecuencia, seguir el camino.
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Pero hay que hacer una anotación adicional: es tan difícil leer la obra famosa como la desconocida. En el primer caso, por el prejuicio de la gloria y de la fama de su autor, que tienden a darle una valoración que prescinde de su contenido y, en el segundo, por el prejuicio contrario, que tiende a hacemos subvalorar lo que, de pronto, podría resultar lleno de méritos.
Pero hay que hacer una anotación adicional: es tan difícil leer la obra famosa como la desconocida. En el primer caso, por el prejuicio de la gloria y de la fama de su autor, que tienden a darle una valoración que prescinde de su contenido y, en el segundo, por el prejuicio contrario, que tiende a hacemos subvalorar lo que, de pronto, podría resultar lleno de méritos.
Con lo dicho hasta el presente no pretendo otra cosa que destacar, antes de que afrontemos la lectura de El coronel no tiene quien le escriba, que, para quienes hoy leemos, es bien difícil adelantar un trabajo tranquilo, carente de prejuicios literarios, que nos permita encontramos con la desnudez de aquella obra.
No parece posible, en efecto, leer El coronel ... haciendo abstracción de Cien años de soledad, y no lo parece porque el mismo García Márquez nos remite más de una vez a la que suelen considerar su obra cumbre, como cuando el coronel recuerda su juventud en Macondo, o la rendición de Neerlandia, y cuando, en su mente de viejo, sigue presente, con la misma admiración del joven que fue, el coronel Aureliano Buendía. Ni parece posible que nuestra imaginación recree aquel pueblo ribereño, a cuyos muelles llegan las lanchas que traen el correo todos los viernes y cuyas calles están atiborradas de almacenes de sirios que hablan un mal español, sin que se mezclen con esta imagen las que nuestra imaginación creó al leer la Crónica de una muerte anunciada o El amor en los tiempos del cólera; como tampoco parece estar en manos nuestras independizar la imagen del coronel enfermo al llegar el mes de octubre, frustrado cuando el correo no le trae la carta que espera desde hace quince años, leyendo en su hamaca la prensa censurada, renunciando altivo a llevar sombrero, para no tener que quitárselo delante de nadie, y negándose al final a vender el gallo que expresa su última esperanza - de la imagen del Libertador que, después de recorrer ese mismo río Magdalena, solo, enfermo y abandonado, llegaba a Santa Marta; donde esperaba, también contra toda esperanza, y estaba dispuesto, como el coronel, aunque el autor no lo dijera de manera expresa, a comer "mierda" mientras terminaba la espera.
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Muy diferente debió ser la lectura de quienes, en aquellos tiempos anteriores a la fama y a la gloria, tuvieron entre sus manos esta obra. Y si bien es casi imposible reproducir tal manera de leer, y muchos considerarán inútil y aun absurdo el intento de hacerla, considero que vale la pena el esfuerzo por abstraernos de cuanto no sea la obra misma, para dejar que ella nos hable. Sólo después de haber hecho este intento podremos regresar a la consideración totalizante, que seguramente nos resultará entonces más enriquecedora: habremos llegado en ella a una totalidad que no desconoce los elementos que la conforman, sino que los valora, uno por uno.
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Muy diferente debió ser la lectura de quienes, en aquellos tiempos anteriores a la fama y a la gloria, tuvieron entre sus manos esta obra. Y si bien es casi imposible reproducir tal manera de leer, y muchos considerarán inútil y aun absurdo el intento de hacerla, considero que vale la pena el esfuerzo por abstraernos de cuanto no sea la obra misma, para dejar que ella nos hable. Sólo después de haber hecho este intento podremos regresar a la consideración totalizante, que seguramente nos resultará entonces más enriquecedora: habremos llegado en ella a una totalidad que no desconoce los elementos que la conforman, sino que los valora, uno por uno.
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¿QUÉ CLASE DE LECTURA?
¿QUÉ CLASE DE LECTURA?
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SI, HAY que "dejar que la obra nos hable", pero para lograrIo no basta con prescindir de la fama de su autor, ni del afán por ir encontrando referencias a otras obras suyas a medida que leamos, sino que se hace necesario también otro tipo de prescindencia: hay que prescindir, en esta primera aproximación a la obra, de una actitud estrecha en la que nos encasillamos en ciertas perspectivas –llámense cultas, científicas, profesionales o intelectuales- que amenazan con mediatizar en exceso la experiencia literaria, quitándole su mayor encanto, el asombro, y su mayor riqueza, el poder de interrogación.
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En efecto, yo podría intentar realizar una lectura de El coronel ... en una perspectiva existencialista -tan de moda en los años cincuenta, cuando se escribió la obra- o en una perspectiva política, sicoanalítica, etc., pero ninguna de éstas, por lo menos para aquella primera aproximación, por lo que diremos luego, parece la más correcta.
SI, HAY que "dejar que la obra nos hable", pero para lograrIo no basta con prescindir de la fama de su autor, ni del afán por ir encontrando referencias a otras obras suyas a medida que leamos, sino que se hace necesario también otro tipo de prescindencia: hay que prescindir, en esta primera aproximación a la obra, de una actitud estrecha en la que nos encasillamos en ciertas perspectivas –llámense cultas, científicas, profesionales o intelectuales- que amenazan con mediatizar en exceso la experiencia literaria, quitándole su mayor encanto, el asombro, y su mayor riqueza, el poder de interrogación.
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En efecto, yo podría intentar realizar una lectura de El coronel ... en una perspectiva existencialista -tan de moda en los años cincuenta, cuando se escribió la obra- o en una perspectiva política, sicoanalítica, etc., pero ninguna de éstas, por lo menos para aquella primera aproximación, por lo que diremos luego, parece la más correcta.
Ahora bien, una vez que, al menos provisionalmente, hayamos abandonado las perspectivas señaladas, nos encontraremos con dos tipos de lectura que tienen un estrecho parentesco entre sí y parecen las mejores para nuestro propósito. Se trata, en primer lugar, de la que podríamos denominar “lectura poética". En ella, el lector se sumerge en la belleza inmediata del lenguaje, con su expresión, significación y ritmo, y en las imágenes sugestivas que aparecen a cada paso (como la del paraguas que había perdido la tela que antaño lo cubría, dejando sólo un misterioso sistema de varillas metálicas, y que "ahora sólo sirve para contar las estrellas" o las reflexiones sobre la vida, que es "la cosa mejor que se ha inventado" o sobre la ilusión que "no se come, pero alimenta", etc.); y deja que la corriente lenta del relato lo vaya envolviendo y llevando; degusta cada secuencia y cada escena, como aquella inicial de la obra, cuando el coronel le prepara a su esposa enferma una taza de café, raspando el tarro para sacar de él lo último que quedaba, y le miente diciéndole que él ya había bebido, para que ella pueda disfrutar tranquila de aquel último café que la pobreza le otorga; o disfruta la secuencia del regreso a casa un poco más tarde, cuando, después de haber ido una vez más a buscar en vano la carta que no llegaba, conversó con la mujer, amarró el gallo a la pata de la cama, cerró la casa, fumigó, puso la lámpara en el suelo, colgó la hamaca y se acostó a leer. "Llovió después de la media noche. El coronel concilió el sueño pero despertó un momento después ... Descubrió una gotera en algún lugar de la casa. Envuelto en una manta de lana hasta la cabeza trató de localizar la gotera en la oscuridad. Un hilo de sudor helado resbaló por su columna vertebral. Tenía fiebre. Se sintió flotando en círculos concéntricos dentro de un estanque de gelatina. Alguien habló. El coronel respondió desde su catre de revolucionario ... ". Y el lector, sumergido en aquel lenguaje y sus imágenes, bebe en estas aguas, y lo hace con lentitud, con esa misma lentitud con la que un caballo bebe agua en un remanso del río, sobre el trasfondo del silencio del cielo y de las montañas.
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A esta lectura se la ha de llamar "poética", pues su interés central es la confrontación del lector, no con una escueta información pragmática, transmitida por las palabras, sino con una recepción de la obra en toda su plenitud, en cuanto creadora de un ambiente y portadora de un ritmo de pensamiento, de palabras, frases y oraciones. Y -tal es el presupuesto detrás de la denominación dada- una auténtica obra literaria, a esté en prosa, ya en verso, cuando nos confrontamos con ella del modo señalado pertenece más que todo al género del "poema". En contra de lo que opinan muchos, y siguiendo en esto a Robert Louis Stevenson, la prosa, la auténtica prosa es como poema, tanto o más rica que el verso, pues si éste último crea un ritmo que, una vez formado, se irá repitiendo, aquélla debe crearle su propio ritmo, en permanente movimiento, a cada oración y, dentro de la oración, a cada frase.
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A esta lectura se la ha de llamar "poética", pues su interés central es la confrontación del lector, no con una escueta información pragmática, transmitida por las palabras, sino con una recepción de la obra en toda su plenitud, en cuanto creadora de un ambiente y portadora de un ritmo de pensamiento, de palabras, frases y oraciones. Y -tal es el presupuesto detrás de la denominación dada- una auténtica obra literaria, a esté en prosa, ya en verso, cuando nos confrontamos con ella del modo señalado pertenece más que todo al género del "poema". En contra de lo que opinan muchos, y siguiendo en esto a Robert Louis Stevenson, la prosa, la auténtica prosa es como poema, tanto o más rica que el verso, pues si éste último crea un ritmo que, una vez formado, se irá repitiendo, aquélla debe crearle su propio ritmo, en permanente movimiento, a cada oración y, dentro de la oración, a cada frase.
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La segunda clase de lectura, muy cercana a la anterior, podría llamarse una "lectura ingenua". Es la manera como el ama de casa común, o el empleado corriente podrían abordar la obra, sin mayor presunción intelectual, en el supuesto de que lo hicieran con serenidad, sin prisa, degustando cada frase, como un niño degusta el helado. Esta lectura ingenua, o su amiga, la poética, son las que nos ponen en un contacto más directo con el autor y su obra, con lo que quiso decimos y nos dijo en realidad, pues ambas presuponen una mente que, en la medida de lo posible, se encuentra abierta y limpia, como que se ha despojado de las respuestas hechas y ha barrido la casa para que llegue el huésped y la encuentre dispuesta para sí.
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Estas consideraciones, que tienen pretensión de validez para la lectura de cualquier obra literaria, la tienen tanto mayor cuando nos referimos a los escritos de García Márquez, quien en repetidas ocasiones, desde los comienzos de su vida literaria y hasta épocas bien recientes, ha expresado la misma idea. En efecto, poco después de la aparición de su primera novela, La Hojarasca, en una entrevista que el entonces semidesconocido autor le concedió a Alonso Angel Restrepo (1), afirmaba, a propósito de su obra, que "cualquier lector está capacitado para comprenderla y captar sus matices", y añadía a renglón seguido que "en la actualidad espero que la lea un mensajero de El Espectador, para conocer sus puntos de vista, y me agradaría mucho saber qué piensan de ella los choferes, los lustrabotas, los vendedores de lotería", pues, está convencido de que su literatura, para ser comprendida y apreciada, no necesita de los refinamientos de las clases intelectuales superiores. Y más de veinte años después, en la columna que escribía entonces en el periódico El Espectador, le dedicó un artículo al tema, bajo el nombre de La poesía al alcance de los niños. (2) Allí se burló expresamente de quienes, leyendo El coronel, buscan simbolismos especiales, como aquel autor de un examen de admisión inglés que les pidió a los candidatos -entre quienes se hallaba Gonzalo, el hijo de García Márquez- que explicaran cuál era el simbolismo del gallo, a lo que el joven, "mamagallista" como su padre, respondió que era “el gallo de los huevos de oro", con una respuesta que, por supuesto, obtuvo una mala nota. Otro alumno más aplicado obtenía mientras tanto la mejor calificación, por haber afirmado que el gallo "era el símbolo de la fuerza popular reprimida", según le había enseñado su maestro, que había hecho un "descubrimiento" que, por supuesto, asombró al autor del libro. Y más adelante en el mismo artículo, después de haber rechazado a los malos maestros de literatura que, con este tipo de afán po hacer interpretaciones, "pervierten a los niños", y de haber afirmado que "la manía interpretativa termina por ser a la larga una nueva forma de ficción que a veces encalla en el disparate", nos dice: "Debo ser un lector muy ingenuo, porque nunca he pensado que los novelistas quieran decir más de lo que dicen. Cuando Franz Kafka dice que Gregario Samsa despertó una mañana convertido en un gigantesco insecto, no me parece que eso sea el símbolo de nada, y lo único que me ha intrigado siempre es qué clase de animal pudo haber sido".
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Un poco más tarde, en la larga entrevista que le concedió García Márquez a Plinio Apuleyo Mendoza, que apareció en forma de libro en 1982 como El olor de la guayaba, afirmaba que: "Es estupendo que lo lean a uno sin complejos intelectuales, .Que la gente aprenda a perderle el respeto a la literatura. En realidad, todavía quedan demasiados rastros de cuando la cultura era un patrimonio oculto de aristócratas y hechiceros” (3)
¿A qué apunta todo esto, si no es a lo que hemos llamado una "lectura ingenua", donde el gallo es un gallo, y hay que dejado ser un gallo, don Sabas un viejo ricachón, avaro y mala clase, y hay que dejado ser así, el coronel un anciano ex-combatiente, pegado de la esperanza como último recurso, la mujer es eso, una mujer casada con un viejo acabado, y la mierda es mierda y nada más?
Un poco más tarde, en la larga entrevista que le concedió García Márquez a Plinio Apuleyo Mendoza, que apareció en forma de libro en 1982 como El olor de la guayaba, afirmaba que: "Es estupendo que lo lean a uno sin complejos intelectuales, .Que la gente aprenda a perderle el respeto a la literatura. En realidad, todavía quedan demasiados rastros de cuando la cultura era un patrimonio oculto de aristócratas y hechiceros” (3)
¿A qué apunta todo esto, si no es a lo que hemos llamado una "lectura ingenua", donde el gallo es un gallo, y hay que dejado ser un gallo, don Sabas un viejo ricachón, avaro y mala clase, y hay que dejado ser así, el coronel un anciano ex-combatiente, pegado de la esperanza como último recurso, la mujer es eso, una mujer casada con un viejo acabado, y la mierda es mierda y nada más?
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Defender una lectura como estas no implica desacreditar otras aproximaciones: sólo implica afirmar que las otras no reemplazan: en manera alguna, la lectura directa e inmediata, aquella que busca el puro placer del contacto con el texto y hace abstracción completa de todo lo demás, e implica afirmar además que, si convertimos la obra literaria en un puro instrumento para lograr otros fines, la destruimos , como tal, mientras, en cambio, leyéndola con ingenuidad autentica, para disfrutada y dejamos interrogar por ella, le damos su propio ser, su propia dimensión -la hacemos literatura-.
El comentario debe entonces callar, para que el lector surja.
Defender una lectura como estas no implica desacreditar otras aproximaciones: sólo implica afirmar que las otras no reemplazan: en manera alguna, la lectura directa e inmediata, aquella que busca el puro placer del contacto con el texto y hace abstracción completa de todo lo demás, e implica afirmar además que, si convertimos la obra literaria en un puro instrumento para lograr otros fines, la destruimos , como tal, mientras, en cambio, leyéndola con ingenuidad autentica, para disfrutada y dejamos interrogar por ella, le damos su propio ser, su propia dimensión -la hacemos literatura-.
El comentario debe entonces callar, para que el lector surja.
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LA TERTULIA AMENA
LA TERTULIA AMENA
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EN EL supuesto de que hayamos hecho ya la lectura ingenua o poética de la que hablábamos, es lo más seguro que nos quedarán deseos de comentar con otros lo que allí vivimos y experimentamos, como se hace en las buenas tertulias, en torno a una mesa y tal vez con una taza de café humeante en la mano. Y es aquí donde resulta ya más justificado intentar aplicar a nuestra reflexión los diversos saberes que cada cual maneja, y que le ayudarán a dar su propia y personal interpretación de la obra y amenizar la conversación, tal vez sin perseguir otro fin distinto al del puro placer de conversar. Podrá entonces venir el filósofo existencialista, ya un tanto envejecido, a decimos con tono autosuficiente que el coronel, como todos, es un ser arrojado en una existencia absurda, que debe ser afrontada en toda su crueldad; un ser para la muerte, de quien habría que preguntar hasta qué punto ha sabido vivir y hasta dónde su actitud ha sido la de quien huye, o hasta dónde ha sabido realizar su proyecto humano, etc. Establecerá entonces el contraste entre este proyecto y el de la esposa, aguantadora y estoica en general, rezandera y beata, pero que sabe rebelarse cuando se le acaba el sustento y muestra un "realismo" enemigo de la esperanza utópica; o él proyecto de Sabas, que sacrifica todos los ideales e incluso la amistad en aras de la obtención de una riqueza inmediata. La dimensión de la espera, comentará tal vez nuestro existencialista, se ver en función del sentido que ésta le da a la vida, y el lector no descuidará detalle alguno referido a ella, como aquél tan diciente según el cual el único viernes en que al coronel se le olvidó seguir al administrador del correo, para ver si había llegado su carta, fue el viernes último del relato, cuando corrió a la gallera a contemplar el entrenamiento del animal: en este momento, concluirá nuestro filósofo, el coronel reemplazó un tipo enajenante de espera -la de la carta- por otro más dinámico el de la lucha por la vida, aquella auténtica vida a la que el gallo le daba acceso -pues llevándolo cargado "pensó que nunca había tenido una cosa tan viva entre las manos".
EN EL supuesto de que hayamos hecho ya la lectura ingenua o poética de la que hablábamos, es lo más seguro que nos quedarán deseos de comentar con otros lo que allí vivimos y experimentamos, como se hace en las buenas tertulias, en torno a una mesa y tal vez con una taza de café humeante en la mano. Y es aquí donde resulta ya más justificado intentar aplicar a nuestra reflexión los diversos saberes que cada cual maneja, y que le ayudarán a dar su propia y personal interpretación de la obra y amenizar la conversación, tal vez sin perseguir otro fin distinto al del puro placer de conversar. Podrá entonces venir el filósofo existencialista, ya un tanto envejecido, a decimos con tono autosuficiente que el coronel, como todos, es un ser arrojado en una existencia absurda, que debe ser afrontada en toda su crueldad; un ser para la muerte, de quien habría que preguntar hasta qué punto ha sabido vivir y hasta dónde su actitud ha sido la de quien huye, o hasta dónde ha sabido realizar su proyecto humano, etc. Establecerá entonces el contraste entre este proyecto y el de la esposa, aguantadora y estoica en general, rezandera y beata, pero que sabe rebelarse cuando se le acaba el sustento y muestra un "realismo" enemigo de la esperanza utópica; o él proyecto de Sabas, que sacrifica todos los ideales e incluso la amistad en aras de la obtención de una riqueza inmediata. La dimensión de la espera, comentará tal vez nuestro existencialista, se ver en función del sentido que ésta le da a la vida, y el lector no descuidará detalle alguno referido a ella, como aquél tan diciente según el cual el único viernes en que al coronel se le olvidó seguir al administrador del correo, para ver si había llegado su carta, fue el viernes último del relato, cuando corrió a la gallera a contemplar el entrenamiento del animal: en este momento, concluirá nuestro filósofo, el coronel reemplazó un tipo enajenante de espera -la de la carta- por otro más dinámico el de la lucha por la vida, aquella auténtica vida a la que el gallo le daba acceso -pues llevándolo cargado "pensó que nunca había tenido una cosa tan viva entre las manos".
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Y podrá el contertulio de inclinación política hablarnos de una lectura política y comprometida del Coronel. Pondrá el énfasis en las puntadas que da el autor para ubicarlo históricamente (donde juegan un papel clave las fechas que se deslizan a lo largo de la obra, como aquel 12 de agosto de 1949; cuando el coronel fue incluido en el escalafón). Buscará luego una interpretación política de la referencia a Macondo y al coronel Aureliano Buendía, lo mismo que a la mezcla de la realidad (fechas y lugares reales) con la leyenda. Don Sabas aparecerá como el símbolo de un capitalismo devo2rador ("El único animal que se alimenta de carne humana es don Sabas", anota el médico); el galIo, que había pertenecido a Agustín -el hijo muerto por las balas del régimen opresor- y ahora se hallaba bajo la custodia del viejo, según lo comprendió por fin el coronel, pertenecía en realidad al pueblo entero, como símbolo que era -pensará nuestro intérprete- de su auténtica riqueza. En un momento don Sabas había querido hacerlo suyo a un precio irrisorio, para negociar con él, pero ahora ya el gallo no estaba para la venta, a pesar de que, mientras llegaba el momento del triunfo del pueblo - expresado para nuestro lector político en el triunfo del animal en la gallera, el 20 de enero próximo- fuera necesario sufrir enormes penurias simbolizadas en lo que, según la palabra final del libro, habría que comer.
Y podrá el contertulio de inclinación política hablarnos de una lectura política y comprometida del Coronel. Pondrá el énfasis en las puntadas que da el autor para ubicarlo históricamente (donde juegan un papel clave las fechas que se deslizan a lo largo de la obra, como aquel 12 de agosto de 1949; cuando el coronel fue incluido en el escalafón). Buscará luego una interpretación política de la referencia a Macondo y al coronel Aureliano Buendía, lo mismo que a la mezcla de la realidad (fechas y lugares reales) con la leyenda. Don Sabas aparecerá como el símbolo de un capitalismo devo2rador ("El único animal que se alimenta de carne humana es don Sabas", anota el médico); el galIo, que había pertenecido a Agustín -el hijo muerto por las balas del régimen opresor- y ahora se hallaba bajo la custodia del viejo, según lo comprendió por fin el coronel, pertenecía en realidad al pueblo entero, como símbolo que era -pensará nuestro intérprete- de su auténtica riqueza. En un momento don Sabas había querido hacerlo suyo a un precio irrisorio, para negociar con él, pero ahora ya el gallo no estaba para la venta, a pesar de que, mientras llegaba el momento del triunfo del pueblo - expresado para nuestro lector político en el triunfo del animal en la gallera, el 20 de enero próximo- fuera necesario sufrir enormes penurias simbolizadas en lo que, según la palabra final del libro, habría que comer.
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En ninguna buena tertulia puede faltar el asiduo lector de Freud. No vamos, con todo, a entrar en la consideración detallada de la posible lectura psicoanalítica que nos hará del Coronel, con la necesaria referencia al significado oculto de aquella "sensación de que nacían hongos y lirios venenosos en sus tripas" y de las otras múltiples referencias coprológicas que recorren la obra, con una extraña y paralela ausencia casi total de lo erótico -fuertemente contrastante con su sobreabundancia en otras obras del autor, y en manera alguna inocente--. Suspicaz, nos señalará que la referencia erótica se reduce en esta obra, en la práctica, a una información que, más que al erotismo mismo, se dirige a la fecundidad pura. En efecto, informa la esposa del coronel que "esta tarde tuve que sacar a los niños con un palo" porque "trajeron una gallina vieja para enrazarla con el gallo", a lo que su marido responde que "no es la primera vez", pues "es lo mismo que hacían en los pueblos con el coronel Aureliano Buendía. Le llevaban muchachitas para enrazar". Nos dirá entonces que es evidente en todo el relato el carácter obsesivo del coronel, que sigue esperando una carta después de quince años, y comenzará de pronto nuestro aficionado a Freud a dificultarle a más de uno de los participantes en la tertulia la ingestión de su café, con largas disquisiciones y descripciones sobre la etapa anal-sádica del desarrollo que, según insistirá, jamás alcanzó a ser superada por el ex-combatiente.
En ninguna buena tertulia puede faltar el asiduo lector de Freud. No vamos, con todo, a entrar en la consideración detallada de la posible lectura psicoanalítica que nos hará del Coronel, con la necesaria referencia al significado oculto de aquella "sensación de que nacían hongos y lirios venenosos en sus tripas" y de las otras múltiples referencias coprológicas que recorren la obra, con una extraña y paralela ausencia casi total de lo erótico -fuertemente contrastante con su sobreabundancia en otras obras del autor, y en manera alguna inocente--. Suspicaz, nos señalará que la referencia erótica se reduce en esta obra, en la práctica, a una información que, más que al erotismo mismo, se dirige a la fecundidad pura. En efecto, informa la esposa del coronel que "esta tarde tuve que sacar a los niños con un palo" porque "trajeron una gallina vieja para enrazarla con el gallo", a lo que su marido responde que "no es la primera vez", pues "es lo mismo que hacían en los pueblos con el coronel Aureliano Buendía. Le llevaban muchachitas para enrazar". Nos dirá entonces que es evidente en todo el relato el carácter obsesivo del coronel, que sigue esperando una carta después de quince años, y comenzará de pronto nuestro aficionado a Freud a dificultarle a más de uno de los participantes en la tertulia la ingestión de su café, con largas disquisiciones y descripciones sobre la etapa anal-sádica del desarrollo que, según insistirá, jamás alcanzó a ser superada por el ex-combatiente.
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Cuando algún contertulio, interesado ante todo por los aspectos formales del discurso, haya podido por fin quitarle el uso de la palabra al psicoanalista, nos hablará tal vez, mientras volvemos a sentir el gusto del aroma del café, sobre el contraste tan marcado entre el estilo del García Márquez del Coronel, hecho de oraciones muy cortas -donde se observa con claridad el influjo reciente de la literatura norteamericana- y el estilo posterior, donde dominan los períodos largos y armónicos. Nos comentará que el modo de escribir de aquel García Márquez se presta a que nos detengamos en cada frase y la rumiemos. Y nos dirá, además, que se destaca la abundancia de diálogos, tan ausentes en el García Márquez posterior, que, más que expresión de conversaciones realistas, constituyen pequeños poemas de enorme concisión. Y, en el momento de exaltación espiritual, llegará tal vez hasta a afirmar que, para él, nos encontramos en El coronel ante la máxima de las obras del autor.
Cuando algún contertulio, interesado ante todo por los aspectos formales del discurso, haya podido por fin quitarle el uso de la palabra al psicoanalista, nos hablará tal vez, mientras volvemos a sentir el gusto del aroma del café, sobre el contraste tan marcado entre el estilo del García Márquez del Coronel, hecho de oraciones muy cortas -donde se observa con claridad el influjo reciente de la literatura norteamericana- y el estilo posterior, donde dominan los períodos largos y armónicos. Nos comentará que el modo de escribir de aquel García Márquez se presta a que nos detengamos en cada frase y la rumiemos. Y nos dirá, además, que se destaca la abundancia de diálogos, tan ausentes en el García Márquez posterior, que, más que expresión de conversaciones realistas, constituyen pequeños poemas de enorme concisión. Y, en el momento de exaltación espiritual, llegará tal vez hasta a afirmar que, para él, nos encontramos en El coronel ante la máxima de las obras del autor.
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Al volver la mirada sobre el sociólogo, el antropólogo o el semiólogo que nos acompañan en la tertulia, debo confesar que, o no alcanzo a vislumbrar lo que podrían decimos, o, impulsado por el deseo irreprimible de hacer mis propias acotaciones a la charla, no los dejaré hablar. Pues siento la necesidad de afirmar que a mí, formado en la lectura de don Miguel de Unamuno y de don Miguel de Cervantes, no me queda posible evitar ver en el coronel, enjuto, incomprendido y altivo, una especie de reaparición de don Quijote de la Mancha, pero de un don Quijote que, aunque acabado y humillado, se niega a dar el paso final del regreso a la llamada "cordura", a diferencia de lo ocurrido en la versión cervantina del Quijote, donde el caballero traiciona la locura del ideal, abandonándola cuando le llega la muerte, y vuelve a ser sin más "Don Alonso Quijano el Bueno"; a no ser que, como podría haberlo dicho Unamuno, Cide Hamete Benengeli hubiera falseado una vez más la historia verdadera de don Quijote, haciéndolo regresar a la cordura, en contra de la auténtica realidad del héroe, que supo serle fiel al ideal hasta el último suspiro. Pero sea lo que fuere lo ocurrido con el Quijote de Cervantes, lo cierto es que este Quijote ribereño no abandona su ideal, pues sabe cambiar la esperanza fallida en las instituciones, por la esperanza cierta y real en lo que el gallo hará aquel 20 de enero futuro, mientras la esposa, una mujer pegada al piso polvoriento de la realidad cotidiana, no alcanza a divisar los horizontes que el coronel otea.
Al volver la mirada sobre el sociólogo, el antropólogo o el semiólogo que nos acompañan en la tertulia, debo confesar que, o no alcanzo a vislumbrar lo que podrían decimos, o, impulsado por el deseo irreprimible de hacer mis propias acotaciones a la charla, no los dejaré hablar. Pues siento la necesidad de afirmar que a mí, formado en la lectura de don Miguel de Unamuno y de don Miguel de Cervantes, no me queda posible evitar ver en el coronel, enjuto, incomprendido y altivo, una especie de reaparición de don Quijote de la Mancha, pero de un don Quijote que, aunque acabado y humillado, se niega a dar el paso final del regreso a la llamada "cordura", a diferencia de lo ocurrido en la versión cervantina del Quijote, donde el caballero traiciona la locura del ideal, abandonándola cuando le llega la muerte, y vuelve a ser sin más "Don Alonso Quijano el Bueno"; a no ser que, como podría haberlo dicho Unamuno, Cide Hamete Benengeli hubiera falseado una vez más la historia verdadera de don Quijote, haciéndolo regresar a la cordura, en contra de la auténtica realidad del héroe, que supo serle fiel al ideal hasta el último suspiro. Pero sea lo que fuere lo ocurrido con el Quijote de Cervantes, lo cierto es que este Quijote ribereño no abandona su ideal, pues sabe cambiar la esperanza fallida en las instituciones, por la esperanza cierta y real en lo que el gallo hará aquel 20 de enero futuro, mientras la esposa, una mujer pegada al piso polvoriento de la realidad cotidiana, no alcanza a divisar los horizontes que el coronel otea.
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Como Sancho Panza, ella preferiría ver en sus manos callosas unos pocos pesos, contantes y sonantes, provenientes de la venta del gallo, o quizás, aún mejor, ver la escasa carne del ave y gustar su sabor en el sancocho de una tarde de domingo, antes que tener que aguantar en su alcoba, amarrada a la pata de la cama, la esperanza que a ella la atormenta: la misma que, por contraste, le da un auténtico sentido a la vida siempre renovada del Quijote.
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(1) Entrevista reeditada por el periódico El Colombiano de Medellín, el domingo 13 de Febrero de 1972, bajo el título “ Joyas de archivo”. La primera entrevista de García Márquez.
(2) Ver El Espectador, Bogotá, 25 de Enero de 1981.l
(3) Cita tomada del Magazin Dominical de El Espectador, del 23 de octubre de 1982, p. 7.
Como Sancho Panza, ella preferiría ver en sus manos callosas unos pocos pesos, contantes y sonantes, provenientes de la venta del gallo, o quizás, aún mejor, ver la escasa carne del ave y gustar su sabor en el sancocho de una tarde de domingo, antes que tener que aguantar en su alcoba, amarrada a la pata de la cama, la esperanza que a ella la atormenta: la misma que, por contraste, le da un auténtico sentido a la vida siempre renovada del Quijote.
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(1) Entrevista reeditada por el periódico El Colombiano de Medellín, el domingo 13 de Febrero de 1972, bajo el título “ Joyas de archivo”. La primera entrevista de García Márquez.
(2) Ver El Espectador, Bogotá, 25 de Enero de 1981.l
(3) Cita tomada del Magazin Dominical de El Espectador, del 23 de octubre de 1982, p. 7.
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ENLACES:
* http://docencia.udea.edu.co/postraduccion/JavierEscobar.htm
** http://www.universia.cl/mde/ensayos/clen/el01/clen.pdf PRUEBA DE LENGUAJE Y COMUNICACIÓN, FACSÍMIL N°1. Allí encontramos algo.
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* http://docencia.udea.edu.co/postraduccion/JavierEscobar.htm
** http://www.universia.cl/mde/ensayos/clen/el01/clen.pdf PRUEBA DE LENGUAJE Y COMUNICACIÓN, FACSÍMIL N°1. Allí encontramos algo.
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COMENTARIOS
De: julián enriquez quintero nathaliainmemoriam@hotmail.com
Para: ntcgra@gmail.com . Fecha: 13 de mayo de 2009
Asunto RE: UNA PROCLAMA EN PRO DE LA INGENUIDAD Por Javier Escobar Isaza. Por Javier Escobar Isaza
Para: ntcgra@gmail.com . Fecha: 13 de mayo de 2009
Asunto RE: UNA PROCLAMA EN PRO DE LA INGENUIDAD Por Javier Escobar Isaza. Por Javier Escobar Isaza
Agradecimientos a NTC … , una vez más, por la adquisición de textos tan pertinentes para el Taller y para algunos suscriptores, como el presente.
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Mis Comentarios:
En el contexto de la crítica a sendas obras de Gabo, el comentarista alude a las múltiples maneras de mirar una obra. Desde quien hace la mirada a partir de su propia especialidad de profesional consumado hasta el hombre ordinario y sin atributos que no descifra interpretaciones más allá de lo que literalmente le señalan las líneas del texto. Escobar Isaza confronta tanto las unas como las otras señalando "los refinamientos de las clases intelectuales superiores..." "...y su manía interpretativa que puede terminar a la larga siendo una nueva forma de ficción que a veces encalla en el disparate" (Muy bueno), y, el 'vulgo' que "lee con complejos intelectuales sin perderle el respeto a la literatura". También propone que todos valen, si se trata de sentarse en franca tertulia acompañada de un espumoso chocolate o una vaporosa taza de café, sentarse digo, al ritual del ameno palabreo.
"No es lo mismo" afirma "leer a un consagrado ya famoso a leer las palabras de un perfecto desconocido" en ambos casos el prejuicio delata inclinaciones a favor o en contra por lo que "vale la pena el esfuerzo de abstraernos de cuanto no sea la obra misma para dejar que ella nos hable". Sugiere entonces que "el comentario debe callar, para que el lector surja" y plantea su Proclama a favor de la Ingenuidad que allana el camino a una poética de la lectura, deteniéndonos en todo lo que nos pueda significar frases bellas y párrafos conmovedores y, cita momentos únicos de "El Coronel no tienes quien le escriba".
¿Cómo no estar de acuerdo con lo que manifiesta Escobar Isaza?, la ingenuidad de la que nos habla entraña limpieza en la mirada, sensibilidad y amor por lo que se lee; capacidad de silencio y escucha para no embeber el texto de mi propia experiencia vital tan cargada, tan contaminada, para que así su esencia se nos revele.
Pero, ubiquémonos y para tal efecto propongo una mirada al texto desde lo que llamaría "El Sentido Común":
Tenemos la fortuna de asistir a un Taller con un escritor-coordinador de muchos kilates que practica la excelencia en todo lo que escribe. De eso no cabe duda. Por tanto, nuestros propios textos deben apuntar a esa misma dirección, no a seguir el modelo repitiéndolo... "escribiendo a la manera de Julio César Londoño" pero si su ejemplo de dedicación, compostura lexicográfica, ortográfica, gramática, etc, sensibilidad e inteligencia. Fue lo que en últimas nos llevó con entusiasmo a desear inscribirnos en este taller y no en otro, donde se nos exija y perfeccione.
No es el Taller un Centro de Confraternidad donde un mal entendido humanismo sentimental y amiguero lleve a pervertir la apreciación que se hace del texto. En cuyo caso no habría crítica y escasearía la calidad en aras del 'todo vale'; flaco servicio que le prestan innumerables talleres a grupos de personas donde los unos se congracían con los otros pero la literatura es la gran ausente.
De otro lado, quienes asistimos a este Taller fuimos decantados a través de un proceso de selección que supone unos estándares de talento, gracia y creatividad en cuanto al manejo de la escritura se refiere. Tampoco es que nos las sepamos todas, para eso estamos en el taller.
El Sentido Común a la hora de mirar un texto nos ayuda al análisis 'desintelectualizado' que evita la majadería academincista donde se confunde la literatura con el pensamiento sistemático propio de las ciencias exactas. He aquí lo que ha echado a perder a muchos potenciales escritores que ven diluirse sus caros ideales en el agua mala de las conceptualizaciones. Jamás, nunca escribe mejor el que más conozca de teoría literaria, Roland Barthes o Michel Foucult. Ese tan cacareado rigor es bueno si se aplica para engrosar las profundidades del pensamiento sistemático. A la literatura le basta y le sobra con la creatividad, el ingenio y la imaginación, no por sí solas claro, añádanse lecturas que nos emocionen y esfuerzos de creación literaria que también nos emocionen.
Una crítica con Sentido Común, acertiva y pertinente que nos muestre hacía dónde iba el texto y hasta dónde realmente logró llegar. Por supuesto que lo que importa es "el texto en si" no "el texto de".
Es entonces, el Sentido Común, el faro que alumbra la lectura, no la ingenuidad (que también delata una postura) y mucho menos la intelligentsia. Sentido Común que es amalgama de contrarios irreconciliables, del que se halla en estado contemplativo en lo alto de la montaña como el que anda a toda carrera a mitad de la urbe. No son sólo blancos y negros y la gama de los grises, es toda la paleta, todos los colores del arcoiris.
Sentido Común es inconsciente colectivo y también individualidad insobornable, sapiencia, ignorancia, rudeza y ternura. Lo que le dice a nuestra mente un relato, a nuestra sensibilidad pero también a nuestras entrañas, esa es la reacción orgánica; propugna por lo totalizante e inequívoco, si, busca la verdad, no sólo la interpretación.
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Mis Comentarios:
En el contexto de la crítica a sendas obras de Gabo, el comentarista alude a las múltiples maneras de mirar una obra. Desde quien hace la mirada a partir de su propia especialidad de profesional consumado hasta el hombre ordinario y sin atributos que no descifra interpretaciones más allá de lo que literalmente le señalan las líneas del texto. Escobar Isaza confronta tanto las unas como las otras señalando "los refinamientos de las clases intelectuales superiores..." "...y su manía interpretativa que puede terminar a la larga siendo una nueva forma de ficción que a veces encalla en el disparate" (Muy bueno), y, el 'vulgo' que "lee con complejos intelectuales sin perderle el respeto a la literatura". También propone que todos valen, si se trata de sentarse en franca tertulia acompañada de un espumoso chocolate o una vaporosa taza de café, sentarse digo, al ritual del ameno palabreo.
"No es lo mismo" afirma "leer a un consagrado ya famoso a leer las palabras de un perfecto desconocido" en ambos casos el prejuicio delata inclinaciones a favor o en contra por lo que "vale la pena el esfuerzo de abstraernos de cuanto no sea la obra misma para dejar que ella nos hable". Sugiere entonces que "el comentario debe callar, para que el lector surja" y plantea su Proclama a favor de la Ingenuidad que allana el camino a una poética de la lectura, deteniéndonos en todo lo que nos pueda significar frases bellas y párrafos conmovedores y, cita momentos únicos de "El Coronel no tienes quien le escriba".
¿Cómo no estar de acuerdo con lo que manifiesta Escobar Isaza?, la ingenuidad de la que nos habla entraña limpieza en la mirada, sensibilidad y amor por lo que se lee; capacidad de silencio y escucha para no embeber el texto de mi propia experiencia vital tan cargada, tan contaminada, para que así su esencia se nos revele.
Pero, ubiquémonos y para tal efecto propongo una mirada al texto desde lo que llamaría "El Sentido Común":
Tenemos la fortuna de asistir a un Taller con un escritor-coordinador de muchos kilates que practica la excelencia en todo lo que escribe. De eso no cabe duda. Por tanto, nuestros propios textos deben apuntar a esa misma dirección, no a seguir el modelo repitiéndolo... "escribiendo a la manera de Julio César Londoño" pero si su ejemplo de dedicación, compostura lexicográfica, ortográfica, gramática, etc, sensibilidad e inteligencia. Fue lo que en últimas nos llevó con entusiasmo a desear inscribirnos en este taller y no en otro, donde se nos exija y perfeccione.
No es el Taller un Centro de Confraternidad donde un mal entendido humanismo sentimental y amiguero lleve a pervertir la apreciación que se hace del texto. En cuyo caso no habría crítica y escasearía la calidad en aras del 'todo vale'; flaco servicio que le prestan innumerables talleres a grupos de personas donde los unos se congracían con los otros pero la literatura es la gran ausente.
De otro lado, quienes asistimos a este Taller fuimos decantados a través de un proceso de selección que supone unos estándares de talento, gracia y creatividad en cuanto al manejo de la escritura se refiere. Tampoco es que nos las sepamos todas, para eso estamos en el taller.
El Sentido Común a la hora de mirar un texto nos ayuda al análisis 'desintelectualizado' que evita la majadería academincista donde se confunde la literatura con el pensamiento sistemático propio de las ciencias exactas. He aquí lo que ha echado a perder a muchos potenciales escritores que ven diluirse sus caros ideales en el agua mala de las conceptualizaciones. Jamás, nunca escribe mejor el que más conozca de teoría literaria, Roland Barthes o Michel Foucult. Ese tan cacareado rigor es bueno si se aplica para engrosar las profundidades del pensamiento sistemático. A la literatura le basta y le sobra con la creatividad, el ingenio y la imaginación, no por sí solas claro, añádanse lecturas que nos emocionen y esfuerzos de creación literaria que también nos emocionen.
Una crítica con Sentido Común, acertiva y pertinente que nos muestre hacía dónde iba el texto y hasta dónde realmente logró llegar. Por supuesto que lo que importa es "el texto en si" no "el texto de".
Es entonces, el Sentido Común, el faro que alumbra la lectura, no la ingenuidad (que también delata una postura) y mucho menos la intelligentsia. Sentido Común que es amalgama de contrarios irreconciliables, del que se halla en estado contemplativo en lo alto de la montaña como el que anda a toda carrera a mitad de la urbe. No son sólo blancos y negros y la gama de los grises, es toda la paleta, todos los colores del arcoiris.
Sentido Común es inconsciente colectivo y también individualidad insobornable, sapiencia, ignorancia, rudeza y ternura. Lo que le dice a nuestra mente un relato, a nuestra sensibilidad pero también a nuestras entrañas, esa es la reacción orgánica; propugna por lo totalizante e inequívoco, si, busca la verdad, no sólo la interpretación.
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