LA MUSA Y EL ARTESANO
Por Roberto Rubiano Vargas *
Ilustraciones de David Pintor
Si la literatura está más cerca del arte o de la técnica es una vieja disputa. Un avezado cuentista, amparado en su experiencia como director de talleres, renueva la pregunta:
Revista EL MALPENSANTE , No. 94. Febrero 15, 2009. Páginas 55 a 61.
Escaneó y difunde: NTC … Nos Topamos Con … http://ntcblog.blogspot.com/ , ntcgra@gmail.com . Cali, Colombia, Febrero 18, 2009. Se publica con caracter didáctico.
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1.- HACE POCO, DURANTE UNA SESIÓN DE tutoría en la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional , una de las escritoras asistentes, al observar el tablero donde comentábamos un cuento que acababa de presentar uno de sus compañeros, se quejaba del exceso de tecnicismos al hacer aquel análisis. Miré los apuntes que habíamos hecho: una sucesión de garrapatas de color verde, rojo y azul que representaban la manera como habíamos desarmado los elementos de la narración. Valorábamos su argumento, desmontábamos los personajes, analizábamos la condición social del relato y así con todos los aspectos de aquel trabajo literario.
Mi alumna criticaba, de una manera un poco ingenua, ese recurso un tanto técnico de evaluar un cuento, y manifestaba el deseo de resolver todos los problemas de la creación desde aspectos exclusivamente artísticos. Aunque un poco injusto, su reclamo me llevó a preguntarme dónde estaba el equilibrio entre el uso de recursos analíticos y la espontaneidad creativa. O formulado de otro modo, entre la técnica para hacer cuentos y el arte narrativo propiamente dicho. ¿Podía hacerse esa separación? ¿Dónde el arte se convierte en una reflexión racional? ¿El escritor que se preocupa por los aspectos técnicos termina escribiendo como los académicos? ¿Cómo compartir la experiencia de la escritura entre el que la ha ejercido por muchos años y el que apenas comienza a practicada?
Quienes se acercan a los talleres de escritura creativa de la red Renata del Ministerio de Cultura ( 1 ) , a los talleres de la Universidad Central, al taller de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín o a la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional vienen animados por el deseo de enfrentar con otros los problemas que en la soledad de su escritorio no han logrado resolver. A todos ellos los anima la voluntad de contar algo, la voluntad de escribir.
Hace pocas semanas, en una reunión con el grupo que se va a graduar este año en la Maestría de la Universidad Nacional, una estudiante decía que había lidiado con muchas ironías durante los cuatro semestres de estudios; una de ellas, los estudiantes de literatura o de otras disciplinas que se burlaban de ella: ¿Ya estás lista para graduarte de escritora?, le decían, como si este hecho fuera imposible o poco serio. Sin embargo ya no se lo dicen, por la sencilla razón de que ella tiene en su carpeta un paquete de cuentos que demuestran que tal vez sí, en efecto, ya está lista para graduarse en la maestría pero, sobre todo, que siempre fue una escritora porque eso no es algo que se aprende: es algo que se practica. Y en todo caso, lo que puede aprenderse en la maestría o en los talleres de escritura son recursos, atajos. Allí se pueden compartir experiencias y aprender de los colegas. Sin embargo, no sobra repetir que el taller no reemplaza el oficio de escritor, que éste se practica en la soledad del estudio de cada uno.
La posibilidad del aprendizaje de las artes es un camino ya recorrido, la Academia de Bellas Artes es un concepto con siglos de historia. La arquitectura o la música se aprenden, la literatura no podía ser una excepción. Es cierto que hasta el presente lo más extendido son los estudios literarios que no implican necesariamente el aprendizaje de la escritura. Se partía de la creencia de que la escritura venía como un bono adicional para el que estudiaba teoría literaria. Hace poco, en Cartagena, un escritor me decía en tono quejumbroso que él pertenecía a una generación que creyó que estudiando teoría literaria uno se convertía en escritor, y que por su excesiva confianza en aquella idea había terminado convertido en profesor de literatura y no en el vigoroso escritor que se imaginó. Su comentario destacaba la importancia que él le veía a los talleres como un estadio importante en el proceso de formación de los nuevos escritores y la necesidad de que desde el Ministerio de Educación se asuma la escritura como una de las bellas artes, así como se enseña el dibujo, la música u otras artes según el buen criterio de cada centro escolar.
El aprendizaje de la escritura como un arte es una práctica más bien reciente y no va más allá de la segunda mitad del siglo XIX. Es posible encontrar su origen en los cursos de composición de lengua francesa e inglesa en las universidades y colleges, y su versión más reciente comienza a construir su historia a partir de talleres y programas de escritura creativa como el de la Universidad de Iowa, que tal vez no es el más antiguo pero sí uno de los más influyentes.
Haciendo Versos, el primer curso de escritura creativa dictado en la Universidad de Iowa, fue ofrecido en la primavera de 1897. En 1922 la universidad introdujo un nuevo modelo para el estudio académico de las artes literarias, cuya equivalencia actual respondería al de una maestría. El sistema consistía en cursos y talleres dictados por escritores residentes (esa extraña categoría a la que tantos escritores aspiran) e invitados. El concepto de taller comenzó a ofrecerse en Iowa a partir de 1936. Hoy en Estados Unidos existen más de 500 maestrías y programas de postgrado en escritura creativa, para no mencionar los centenares o miles de talleres y programas comunitarios. Podríamos decir que quizá en Estados Unidos no todos los estudiantes que se gradúan al año en estas maestrías están destinados a ser escritores importantes, pero la gran mayoría de los escritores norteamericanos importantes de la actualidad han salido de esas maestrías y talleres o los han visitado en alguna ocasión, al menos para dictar un curso. Junot Díaz, premio Pulitzer de novela 2008, es una muestra de un escritor que no solo es graduado "como escritor" de la Universidad de Cornell sino que dicta cursos de escritura creativa en MIT.
En Colombia la tradición de los talleres de escritura la inició Eutiquio Leal hacia 1970, con su taller de la Universidad Autónoma y posteriormente con el de la Universidad Central que después heredó Isaías Peña Gutiérrez. En Medellín el taller de la Biblioteca Pública Piloto, a cargo de Manuel Mejía Vallejo, inició labores hace más de 25 años y es uno de los más antiguos del país. El primer curso de composición que podría equipararse a la experiencia de Iowa lo dictó María Fornaguera en la Universidad de los Andes a comienzos de la década de 1970. A estos esfuerzos, que ya cuentan con décadas de experiencia, ahora se les ha sumado la Red Nacional de Talleres de Escritura Creativa del Ministerio de Cultura, que tiene en este momento 39 talleres funcionando en todo el país; la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional; la especialización de la Universidad Central. También hay algunos proyectos en marcha, como el pregrado en escritura creativa que prepara la Universidad Central. Cabe mencionar que en América Latina solo existen dos maestrías, la de la Universidad Nacional de Bogotá, que dirige Azriel Bibliowicz, y la de la Universidad del Sagrado Corazón de Puerto Rico, que dirige el escritor Luis López Nieves.
2.- BORGES CREÍA QUE EL ESCRITOR DEBE intervenir lo menos posible en la escritura de su obra. Para dramatizar esta idea, llegó a decir que el escritor debe dejar que su obra se escriba bajo la inspiración de un soplo divino, del cual el autor solo es un mediador. Según el autor argentino, Homero, o quienquiera que fuese Homero, ya había establecido esta poética en la primera línea de La Ilíada, que, de una traducción a otra, más o menos dice: "Canta oh musa la cólera del pélida Aquiles". Según Borges, con esta declaración se establece que la musa es la autora del relato de Aquiles, y no el poeta que todos creemos es Homero.
Más allá del evidente juego -uno más- del autor argentino, puede decirse que esta discusión entre la inspiración poética como una posibilidad mágica y el trabajo duro para exprimir palabras a la pluma es tan antigua como Homero. W. H. Auden decía que "si los poemas pudieran ser creados en estado de trance, sin la participación consciente del poeta, la poesía sería una operación tan tediosa y desagradable que solo una generosa recompensa económica y social animaría a un hombre a practicada".
Indudablemente existe algo que se llama talento o sensibilidad, que facilita a una persona para hacer literatura. Se puede definir como una cierta capacidad de abstracción que permite concebir historias donde otros no ven ni siquiera anécdotas. Pero los lugares de aprendizaje de la escritura, los talleres y salones de intercambio de experiencias, no están pensados para quienes dejan cantar la musa a través de sus dedos, sino para aquellos como Homero que se sientan disciplinadamente a buscar las palabras de sus versos y desean conocer las herramientas apropiadas para esa tarea.
Escribir literatura es un oficio que se aprende. Conviene tener talento, conviene tener esa capacidad para imaginar historias. Pero hasta el más talentoso contador de historias siempre necesitará conocer los recursos técnicos apropiados para poner sus historias sobre el papel. Los talleres de escritura ofrecen una serie de herramientas básicas para que las personas que quieran contar una historia encuentren rápidamente el camino entre la idea imaginada y la representación concreta en palabras alineadas una tras otra. Estas herramientas son el abecé que necesita cualquier persona para enfrentar la creación de un relato. Por ejemplo, conocer los diferentes narradores posibles, o cómo crear personajes, o entender de dónde vienen los argumentos, y por medio de ejercicios y comparación de experiencias con otros escritores, descubrir su propia manera de expresar su pulsión narrativa.
Los talleres ofrecen la posibilidad de reducir los tempos de aprendizaje de la escritura. Es decir, le acercan al asistente, en dos años o algo así, los recursos y estrategias que por sí mismo se tardaría mucho más tiempo en adquirir y conocer. Por otro lado, el taller (o su responsable) puede generar en el nuevo escritor el entusiasmo por la creación y apoyar su inmersión en la tradición literaria, aspecto indispensable para convertirse en escritor.
Por otro lado, corren el riesgo de encontrarse con directores de taller que son escritores en trance perpetuo, que creen ciegamente en que todo el asunto creativo consiste en dejar fluir los murmullos de la musa o de esa entidad que ellos creen que es la musa; piensan que todo puede resolverse con los latidos de su corazón y que la creación literaria es asunto de sensibilidad y nada más. Al otro extremo, también pueden tropezar con el director de taller artesano que lanza al aire sus bolitas de funambulista y hace malabares con una sucesión de tecnicismos, que confunden al escritor principiante haciéndole creer que un cuento se puede construir con fórmulas precisas. Lo cual, tomando la idea de Auden a la inversa, aparte de imposible, sería muy aburrido.
El taller ideal de escritura creativa, en general, propone una manera ordenada de aprender a escribir, y esa manera es escribir frases con significado. Un taller con un programa razonado propone aprender a escribir buscando que desde la primera frase el escritor esté expresando algo concreto: una información concreta. Y que frase tras frase esa información guarde sentido. Y que al llegar al primer párrafo exista un camino que le permita construir un pequeño universo donde todas las piezas, todos los párrafos, encajen con una lógica propia.
Las ficciones no existen en una alacena de donde las podemos tomar como quien toma una lata de conservas. Los relatos están en nosotros. El ser humano es un animal que narra, que se comunica con sus semejantes contando historias, contando quién es él mismo. Por tanto escribir historias no es más que una consecuencia de nuestra naturaleza. De lo que ya hemos vivido, conocido y sentido. El taller de escritura le ofrece al escritor principiante el abrelatas para destapar la conserva personal donde guarda sus vivencias enlatadas por la nostalgia o el recuerdo.
El lenguaje escrito es una manera de ordenar de manera lineal el pensamiento. El acto creativo comienza antes de escribir y se concreta con la primera versión de la escritura. Luego, en una dinámica perpetua, lo escrito estimula la creación en la mente, y lo creado en la mente vuelve al papel. Por tanto, en la medida en que cualquier persona aprenda a utilizar un lenguaje escrito con significado podrá acercarse a la posibilidad de contar una historia con vida propia.
Ése debe ser el primer destino de cualquier asistente a un taller literario: escribir un argumento, una versión muy primigenia del cuento, y lograrlo a partir de una frase y de un párrafo con sentido.
Una vez lograda esa historia básica, ésta puede convertirse en un relato autobiográfico, una crónica o un guión de cine; no necesariamente en un cuento. Y éste es uno
de los argumentos que yo propondría para aprender a escribir cuentos y no morir en el intento. Que un saber de escritor es entender cuál es la encarnación que debería tener nuestro proyecto narrativo. Si es una novela, una crónica, un guión o un cuento. Para simplificar, propondría tres caminos para las personas que se inician en el arte de contar cuentos. Tres caminos que pueden llevar a contar un cuento desde la versión más sencilla hasta la más compleja.
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El primer camino puede ser el de la crónica periodística. Éste es un género que se explora con cierta regularidad en los talleres, es una variante que propone a los talleristas la posibilidad de llevar sus historias hacia un texto más realista y directo. Del cual, además, se puede partir hacia un aprendizaje del reportaje y de la entrevista.
La crónica es un género periodístico que está lejos de la noticia pero cerca de la realidad. A veces la noticia y la realidad se juntan de manera caprichosa y eso hace excepcionales a las buenas crónicas.
La crónica tiende a sobrevivir al consumo periodístico. Está más cerca de la memoria colectiva. Su materia prima puede ser la experiencia compartida por un grupo de vecinos de una calle, un barrio o la ciudad. Nace del relato que pudiera hacer un testigo del suceso que ocurrió en la esquina y que sería olvidado si no existiera el cronista, o de la historia de un barrio o de alguna costumbre de la ciudad. La crónica no es un reportaje. Su universo es más general y especulativo. Permite la presencia del narrador dentro de su texto, e incluso ciertos lujos estilísticos propios de la actividad literaria.
Para la crónica no es indispensable ofrecer datos fidedignos, fecha, hora, cifras, como sí lo es para el reportaje noticioso. La materia de aquélla es diferente y sus objetivos también. Tiene que ver con la materia de la narrativa, con lo indeleble del oficio literario que garantiza su permanencia. Las crónicas, en general, son más personales y hablan de asuntos más cotidianos. Por tanto constituyen un entrenamiento válido para cualquier narrador en ciernes.
El segundo camino es el de las historias de vida. Es un camino sencillo y que está siendo explorado por varios talleres en la actualidad. Se usa mucho en la antropología y la sociología (baste mirar libros como Los hijos de Sánchez o Biografía de un cimarrón) pero también tiene que ver con la biografía y la autobiografía. Es un camino que profundiza en ese primer aprendizaje y esa primera forma de contar historias, que es hablar de uno mismo y de los seres que pueblan nuestro entorno inmediato.
Esta forma de construir narraciones también es un entrenamiento perfecto para los nuevos escritores que asisten a los talleres. Les permite explorar las historias que desean contar sin la preocupación de tener que acomodarlas a una forma artística que aún no dominan (el cuento o la novela).
Es una forma natural de iniciarse en la narración escrita. Los descubrimientos artísticos llegarán por sí mismos.
5.- SI SE PERSISTE EN EL CAMINO DE construir cuentos, entonces llegamos al punto que planteaba al comenzar. Si nos metemos con la escritura de cuentos, bajo las reglas de ese género perfecto de la narrativa, aparentemente tan sencillo y al mismo tiempo tan escurridizo, ¿cómo hacemos para superar esa disyuntiva entre la musa y el artesano?
En el cuento latinoamericano existen dos corrientes que de cierta forma se pueden identificar con una narrativa más o menos sofisticada, enfrentada a otra de carácter vernáculo o realista. Esta percepción proviene de los tiempos en que el indigenismo formaba parte de las listas de útiles escolares, y criticaba ásperamente a los intelectuales de los años cincuenta que podían leer en algo más que en castellano de periódico. Digamos a los intelectuales de la revista Mito.
La primera corriente tendría unas características más o menos formalistas y la segunda se caracterizaría por expresar la naturaleza humana por encima de consideraciones formalistas o técnicas. Sin embargo, estas distinciones son apenas aparentes. Más bien corresponden a un cierto énfasis en la manera de concebir el cuento. Yo propondría más bien que existe una tendencia minimalista y otra más generosa y realista. En la primera, la del minimalismo, podríamos poner como ejemplo a Jorge Luis Borges; en la segunda a Juan Rulfo. Pero sobre esta disyuntiva vale la pena escuchar la opinión de un calificado cuentista, Julio Ramón Ribeyro, quien en Prosas apátridas señala: "Literatura es afectación. Quien ha escogido para expresarse un medio derivado, la escritura, y no uno natural, la palabra, debe obedecer a las reglas del juego. De allí que toda tentativa para no dar la impresión de ser afectado -monólogo interior, escritura automática, lenguaje coloquial- constituye a la postre una afectación a la segunda potencia. Tanto más afectado que un Proust puede ser un Celine, o tanto más que un Borges un Rulfo. Lo que debe evitarse no es la afectación congénita a la escritura sino la retórica que se añade a la afectación".
Por otro lado, existe algo que yo llamaría la tecnoadicción o síndrome de la técnica. Algo que podemos definir como la creencia en que el conocimiento sobre la forma superior del cuento basta para ejecutarlo. Que basta con seguir una serie de instrucciones que más o menos todos tenemos a la mano para ser escritores de cuentos. Que de esta manera el arte de crear un cuento consiste en una serie de recursos que se pueden aplicar de una manera más o menos inteligente y por este camino llegar al final del intento con cierto éxito. Si esto fuera cierto, el arte de escribir cuentos sería una ciencia exacta y estaría al alcance de los escritores más aplicados.
En un texto sobre el arte de contar historias Borges dice: "Tenemos el hecho de que los hombres no necesitan demasiadas historias. Imagino que Chaucer jamás pensó en inventar una historia. No pienso que la gente fuera menos inventiva en aquellos días que hoy. Pienso que se contentaba con las nuevas variaciones que se añadían al relato, las sutiles variaciones al relato. Esto, además, facilitaba la tarea del poeta. Sus oyentes y lectores sabían lo que iba a decir y podían apreciar las diferencias en su justa medida".
Esta idea explica y justifica escribir cuentos. Esa idea de que en nuestra condición de lectores lo que nos cautiva es encontrar aquella pequeña diferencia que existe entre un cuento y otro cuento. Esa diferencia que nos proporciona, por así decirlo, la firma, la huella digital del autor, las nuevas variaciones de lo que ya conocemos, de las historias que hemos escuchado una y otra vez, de las noticias que leemos en el periódico y que nos permiten recogernos en nuestra humanidad, en nuestras debilidades, al igual que los niños junto a la falda de la mamá, o como aquellos primeros seres humanos que encontraban la paz en los cuentos que se contaban alrededor del fuego. Porque contamos cuentos para salvarnos y leemos cuentos, y por extensión poesía, toda la literatura, todo lo escrito, también para salvarnos.
Si aceptamos que existe una tendencia formalista y una tendencia humanista podríamos pensar que el éxito en la escritura del cuento surge en el momento en que logramos que esas dos tendencias se unan.
Los tecnicismos del artesano son aquellos que contribuyen a solucionar el día a día del escritor. Por ejemplo, las diversas encarnaciones que puede adoptar el narrador en un relato: el narrador omnisciente, la primera persona, el yo dramatizado o el yo personaje de la ficción narrada. O cómo avanzar en el diálogo sin caer en el acartonamiento. O cómo crear personajes. O cómo saber si lo que debe hacer es una novela o más bien un cuento. Y toda esa larga sucesión de preguntas que se hacen los escritores.
Por otro lado, a veces la musa solo es una encarnación de la soberbia del autor. De su ego profusamente alimentado con textos de su propia autoría no siempre correctamente resueltos (por falta de conocimientos técnicos).
En otros casos, la musa es la creencia de que esa voz que les habla por dentro y que les permite contar o cantar es tan poderosa que no necesita los comentarios de otros colegas para matizarla. Son esos escritores que se escuchan tanto a sí mismos que no dialogan ni con sus pares, ni con sus lectores, y me temo que tampoco con sus personajes. Construyen mundos de cartón piedra donde solo ellos pueden ver el vestido nuevo del emperador, con personajes delgados como la hoja de papel donde escriben, pero que ellos ven con la dimensión de Macbeth o de Lear.
¿Cuál es entonces el camino?
Creo que hay que ser muy humilde al recibir las herramientas que nos proporcionan otros escritores en las lecturas que hacemos de sus obras, o en las conferencias -cuando el escritor es un tallerista- que les escuchamos. Porque tanto en unas como en otras siempre se puede aprender algo.
Después de alguna práctica con la lectura y la escritura, todo escritor comienza a encontrar los vasos comunicantes que comparte con los demás autores. Todas las experiencias de aprendizaje de la escritura son parecidas. En general, casi todos los escritores han hecho los mismos descubrimientos. Al escucharlos o leer sus entrevistas se siguen argumentos previsibles; sin embargo, en esa sucesión de confesiones parecidas casi siempre surgen pequeñas esquirlas de fuego que iluminan nuevos caminos. En esas pequeñas diferencias entre un escritor y otro hay un gran campo de aprendizaje. Cada confesión de escritor contiene siempre un pequeño ingrediente que puede ampliar los conocimientos literarios. Y esas pequeñas diferencias sumadas forman en gran parte la caja de herramientas indispensables para todo escritor.
Por otro lado, la musa se posará con mayor facilidad en el hombro del escritor que escucha su propia voz y que sin embargo no acalla ni las voces que le hablan desde los libros ni las voces de sus personajes. El escritor que deja vivir sus ficciones y logra aquello que Henry James mencionaba para caracterizar una buena narración: "El fin primordial de la ficción es producir la ilusión completa de la realidad".
El arte de contar cuentos está muy relacionado con el encantamiento, con la suspensión de la credulidad. Ese contrato esencial que se establece entre el contador y su receptor, entre el narrador oral y su auditorio, entre el escritor y su lector. Pero establecer ese contrato solo es posible con un cuento que encuentre el equilibrio entre el artesano y la musa. Entre la intuición para llevar hasta el final una idea narrativa y el oficio para no perder esa ruta.
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*Roberto Rubiano Vargas (Bogotá, 1952), escritor y fotógrafo, estuvo a cargo de la Red de Talleres de Escritura Creativa Renata del Ministerio de Cultura ( 1 ) . El autor leyó esta conferencia en la Fiesta del Libro de Medellín, 2008. ( http://ntc-narrativa.blogspot.com/2008/10/odradek-el-cuento-ciclo-lecturas-y.html ) .
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Nota de NTC ... Otro texto sobre el CUENTO de R. Rubiano ver:
MAESTROS DEL GENERO. Conferencias magistrales
http://ntc-documentos.blogspot.com/2007/11/maestros-del-genero-confrencias.html
22 de noviembre de 2007
( 1 ) RENATA Cali: TALLER DE ESCRITURA - JCL , http://tades-jcl.blogspot.com/2008/06/iniciacin-junio-21-2008.html
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